miércoles, 7 de enero de 2009

La promiscuidad mítica

DGD: Redes 61, 2008
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En una delirante película comercial de muy precarios recursos, Dracula in the Castle of Blood (Antonio Margheriti, 1970), Edgar Allan Poe (interpretado por Klaus Kinski) aparece como un fantasma habitante del mundo espectral que en vida había descrito en sus historias imperecederas. Dicho en otras palabras, Poe se vuelve uno de los personajes de El pozo y el péndulo. Esta mecánica se llevaría aún más lejos en Tale of a Vampire (Shimako Sato, 1992), en donde el propio Poe (Kenneth Cranham) es un vampiro que busca vengarse de un congénere inmortal, Alex (Julian Sands), a quien Poe —sólo referido como “Edgar”— culpa de haber vampirizado a su amada esposa, Virginia Clem, quien a su vez habría conferido a Edgar el carácter vampírico. En este caso Poe es el incierto y torturado habitante de su poema Annabel Lee.
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Un posible nombre para este tipo de planteamientos podría ser “promiscuidad”, en el sentido de mezcla confusa o convivencia heterogénea, en este caso entre lo real y lo ficticio. Con qué asombrosa facilidad un nivel se inserta en el otro, con qué naturalidad convive Poe con Ligeia y con qué íntimo regocijo aceptamos estas propuestas al mismo tiempo que nos estremece su extrañeza. Se trata de esos juegos de espejos que, en su más alta expresión, están bien ejemplificados por la obra de teatro insertada en Hamlet o por la segunda parte del Quijote, cuyos personajes son lectores de la primera.
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Poe no es el único en haber sido víctima de lo que podría llamarse “promiscuidad dramática”; en Time After Time (Nicholas Meyer, 1979), H.G. Wells (encarnado por Malcolm McDowell) habría de viajar en su propia máquina del tiempo. En este filme, Wells tenía como enemigo no a los morlocks sino al propio Jack the Ripper (David Warner). Según el argumento de la cinta, Wells inventa una máquina del tiempo y, antes de atreverse a probarla, uno de sus amigos, que en secreto es Jack el Destripador, la aborda y se traslada a finales de los años setenta para reiniciar ahí su ola de crímenes, feliz por encontrar una sociedad más violenta que la originaria. Wells se entera de ello y persigue a Jack a la misma época.
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El escritor Brian Aldiss usó la “promiscuidad dramática” en una novela, Frankenstein Unbound (Frankenstein desencadenado, 1973), llevada al cine en 1990. Según el argumento, Mary Shelley (encarnada por Bridget Fonda en la versión fílmica) es uno de los personajes y vive en el mismo universo en que deambula su torturada criatura, el monstruo de Frankenstein. Dos décadas más tarde Aldiss escribió Dracula Unbound (Drácula desencadenado, 1991), otra novela basada en el mismo principio: uno de los personajes es Bram Stoker y éste se enfrenta con el conde Drácula.
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A todas luces, Aldiss dio con algo que es mucho más que un mero “recurso imaginativo”. Se trata, en efecto, de un principio, y casi de un arquetipo. Si los horizontes culturales de este escritor fueran otros, igualmente podría haber intentado un Don Quixote Unbound en el que Cervantes luchara al lado del caballero de la triste figura, o un Ulysses Unbound en donde Homero compartiera las cuitas de Ulises;[*] y si el resorte fundamental es una máquina del tiempo, acaso el propio James Joyce habría de abordarla para acompañar a Homero y Ulises en esa nueva odisea. Aldiss podría también imaginar a Melville al lado de Ahab persiguiendo a la ballena blanca, o a Stevenson ayudando a Jekyll a combatir a Hyde.
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Si ese principio fuera aceptado como arquetipo, o al menos como género, se hace muy posible imaginar toda una literatura (y un cine que de inmediato se alimentaría de ella con avidez). Así, qué diálogos espléndidos tendrían Victor Hugo y Quasimodo, o Flaubert y Madame Bovary, o Carroll y Alicia, o Nabokov y Lolita. Qué fascinantes encuentros serían los de Twain con Tom Sawyer, Mann con Gustav von Eschenbach, Cortázar con la Maga, Rulfo con Pedro Páramo o Fuentes con Aura. Las posibilidades serían infinitas: Wagner junto a Sigfrido, Wilde frente a Dorian Gray, Merimée cara a cara con Carmen, Perrault extraviado en el bosque de la bella durmiente, Balzac tomando café con Papá Goriot, Marguerite Yourcenar guiada por Adriano a los más oscuros rincones de la Roma imperial, Orson Welles deambulando por Xanadú, Ingmar Bergman jugando ajedrez con la Muerte.
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Resulta innegable que estos encuentros, en tanto arquetipos, se cubren con un carácter sagrado. Uno de esos milagros existe ya, plenamente realizado en el territorio del lenguaje, y es acaso el ejemplo más alto: se trata de aquel momento en que Jorge Luis Borges, convertido en su propio personaje, contempla el Aleph. Desde el lado de la convención literaria, en este relato publicado en 1949 el escritor argentino reúne sucesos autobiográficos a partir de una sutil codificación de “elementos simbólicos”. Pero esta es sólo una entre muchas aproximaciones posibles. Según otra de ellas, la visión total contenida en “El Aleph” (y ya incluso su mera posibilidad) elimina todas las fronteras convencionales. En ese texto fundacional se halla la suprema figura de un creador creado por su creación.
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Si la promiscuidad dramática fuera asumida por escritores y cineastas en tanto género, acaso en el último nivel se revelaría como promiscuidad mítica. En este proceso, tarde o temprano surgiría un Adam Unbound (esta última palabra equivale a desatado, desencadenado, liberado; debe acreditarse a Brian Aldiss haber elegido un término tan exacto). Es decir que en esa línea de extrapolación terminaría por aparecer la imagen suprema: la de Adán colaborando con Dios para crear el universo.
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Sin embargo, parece haber una cierta resistencia; si Aldiss insistiera en esa vena, el público lector se cansaría ya en la tercera novela basada en la misma “fórmula”. Aun si llegara a aceptarse como género a la “novela míticamente promiscua”, las revelaciones perderían atractivo incluso si se cambiara de protagonistas. ¿Pudor de la historia a ser asimilada a la ficción, o reticencia de secretos que no deben divulgarse? La promiscuidad mítica revela que, al correr el tiempo, la memoria colectiva vuelve a los autores tan hipotéticos o irreales como sus personajes, pero también prueba que lo que llamamos “realidad” no es sino una mera convención dramática.
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Coda. En una película muy temprana, Les Invisibles (Los invisibles), producida en 1906 por Pathé Frères y dirigida por el francés Gaston Velle, un hombre busca el secreto de la invisibilidad con objeto de cometer robos y se le ve consultar aplicadamente un cierto libro; para nuestra sorpresa, este último no es, como sería previsible, un tratado de física, un manual de química o un compendio de óptica, sino precisamente la novela The Invisible Man (El hombre invisible) de H.G. Wells, publicada con gran éxito apenas unos años antes, en 1897. Lo que no era más que un mero gag se revela, a una lectura atenta, como una metáfora atronadora y casi escalofriante.
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Basta relacionar esa propuesta con uno de los más antiguos textos judíos de comentarios a la Torá (la Biblia hebrea): el Midrash Rabbah (Gran Midrash o Midrash Múltiple). La parte de este documento llamada Bereshith Rabba, o Génesis Rabbá, redactada a principios del siglo V, contiene una asombrosa afirmación: “La Torá era a Dios, cuando Él creó el mundo, lo que el plano es a un arquitecto cuando erige un edificio”. El texto incluso asevera: “El mundo sólo fue creado a partir de la Torá, la cual, en verdad, existía antes de la creación; y si el Creador no hubiera previsto que Israel consentiría en recibir y difundir la Torá, la creación nunca hubiera sucedido” (versiones al español de Samuel Rapaport y Luis Vegas Montaner).
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Esto significa que la divinidad, antes de comenzar la creación del mundo, tuvo que consultar la Torá, para luego seguir paso a paso el Libro que era anterior y eterno, a la vez causa y efecto de la creación. Las implicaciones de esos pasajes colindan con el vértigo y el infinito. Antes de la creación del universo, Dios consulta un Libro que comienza describiéndolo creando el universo. El Libro es Dios y Dios es su propio personaje: el primerísimo acto de promiscuidad mítica que pueda jamás citarse, tiene como protagonista a la propia divinidad.
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La ecuación que el propio texto propone es incompleta, puesto que la Torá sería a Dios “lo que el plano es a un arquitecto”, si este último fuera anterior al plano. El vértigo se desata: el plano precede al arquitecto, y éste sólo existe para llevarlo a cabo punto a punto. Con objeto de evitar la regresión infinita (el plano debió haber tenido un autor, que debió haber seguido las indicaciones de un plano anterior...), el Bereshith Rabba comienza citando el Deuteronomio 4:32 para advertirnos que “Está prohibido inquirir qué existió antes de la creación, como Moisés claramente nos lo advierte”.
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Esta prohibición cobra un carácter revelador un poco más adelante: “El título de un rey terrestre precede a su nombre; por ejemplo, Emperador Augusto, etcétera. No era así la voluntad del Rey de Reyes; Él es sólo conocido como Dios después de crear los cielos y la tierra. Él no es mencionado como Dios antes de que creara”. La divinidad, pues, no tiene nombre anterior a la creación; y puesto que su nombre es el Verbo, carece de existencia antes de pronunciar el sagrado fiat (“Hágase”). Dios se crea a sí mismo cuando lee el Libro que lo precede y lo crea. Desde ese instante primigenio, toda promiscuidad mítica se baña de un sentido genésico y sagrado. En última instancia, el “principio” ficticio o literario que hemos mencionado no es otro que el que se enuncia en la frase “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”: a fin de cuentas, todo artista que mezcla lo real y lo ficticio manifiesta su profundo deseo de remontarse al origen.
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Desde un cierto punto de vista, la promiscuidad mítica prueba que la realidad es una convención dramática, lo que parecería un afantasmar el mundo; sin embargo, desde otro ángulo contiene la más elevada concreción: la metáfora del artista cuya obra máxima es sí mismo.
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Nota
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[*] En rigor, bien puede señalarse al propio Homero como el creador de la “promiscuidad dramática”: cuando Ulises regresa por fin a Ítaca luego de su larga ausencia, busca de inmediato a uno de sus hombres más sabios y fieles, el porquerizo Eumeo; se trata del único personaje de la Odisea a quien Homero se dirige en segunda persona, no sólo distinguiéndolo sino acaso señalándolo como su alter ego: aun en español, “Eumeo” es fonéticamente muy cercano a “Homero”. (Véase el capítulo “Los ardides de Nadie” de Libro de Nadie.)
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