miércoles, 6 de enero de 2010

Alteroscopio (cuarta parte)

DGD: Redes 39, 2009
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He mencionado ya que el nombre alteroscopio me fue prácticamente impuesto en el momento en que vi por vez primera el extraño aparato extraviado entre los miles de objetos de aquella bodega de utilería. Más tarde reflexioné en el hecho de que en el término alteroscopio se mezclan (sin duda explosivamente) dos raíces etimológicas, la latina y la griega. Las palabras griegas skopeo y skeptomai corresponden a “yo miro”, “yo considero”, y derivan del verbo skopein, “observar”, “examinar”. De ahí el sufijo en telescopio, microscopio, endoscopio, estetoscopio, e incluso en horóscopo o dactiloscopia. El más cercano al que nos ocupa sería calidoscopio, puesto que en esta palabra están presentes el adjetivo griego kalós, “bello”, y el sustantivo éidos, “imagen”: entre todos los -scopios más o menos utilitarios es el que coloca el acento en el arte (descomposición de imágenes que busca la belleza o, en otras palabras, el extrañamiento), con todos los desafíos que ello implica.
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Para desentrañar la otra parte del nombre alteroscopio hay que comenzar por la raíz latina al, de la que surge el término alter, “el otro entre dos”, “el opuesto”, “el contrario”, así como el verbo alterare, “modificar”, “cambiar el estado original o natural de las cosas”, “falsificar” y, sobre todo, “hacer otro”. El mismo origen tienen alius (latín clásico), “otro”; alia, “otra”; aliquid, “alguien”; alienus, “ajeno”, “extraño”, “extranjero”; adulterare, “adulterar”; adulter, “adúltero”; alo, alui, “nutrir”, “sustentar”, etcétera. De esa misma poderosa raíz se desprenden el francés autre, el inglés other, el alemán ander, el español otro.
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Si se quisiera, pues, ser “etimológicamente correcto”, el nombre debería ser heteroscopio, del griego éteró, “otro” o “diferente”. Sin embargo, habrá que ser fiel a la primera intuición, aunque ella implique una cierta incorrección (o una audacia doble en la factura del neologismo). En el sentido lato de “modificar”, todos los “aparatos que sirven para observar” son alteroscopios, puesto que se basan en una -scopia (“observación”, “análisis por medio de la alteración de una imagen dada”). Sin embargo, el sentido del alteroscopio no es “falsificar”, esto es, “modificar el estado original o natural de las cosas”, sino justamente lo contrario: buscar el verdadero estado originario del mundo. Larga discusión resultaría de preguntarse si realmente percibimos el estado natural de las cosas y no —como viene diciendo el arte desde tiempos remotos— una mera convención cultural acerca de lo que es el mundo. El sentido metafórico del alteroscopio no reposa en “hacer otro”, sino en observar a lo otro.
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Parece sencillo y sin embargo implica la mayor y más arriesgada de las aventuras, en el sentido en que Lacan utiliza la palabra aventura en relación al reconocimiento del otro. Y es que, una vez más, la etimología revela fuentes recónditas: la raíz latina de “aventura” es la forma femenina del participio futuro del verbo ad-venire, que significa “llegar a suceder” y que en su uso sustantivado implica la idea de suceso extraño, casualidad, imprevisto a la manera de la serendipia, e incluso de riesgo inesperado: el estado de vilo tan conocido por los poetas, los enamorados, los locos y los místicos.
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El personaje de Reflejos mira obsesivamente a través del alteroscopio sin tener la menor idea de lo que “podría advenir”, de lo que podría significar “abrir la mirada” que, en palabras de los brujos (a quienes don Juan Matus llama hombres de conocimiento), equivale a abrir el mundo. El protagonista de esta historia desconoce la naturaleza de esa revelación a la que persigue; sin embargo, de forma oscura se sabe en vilo: acaso el solo esfuerzo por entender lo que ve a través del alteroscopio implica la ruptura de la base misma en que reposa su noción de la realidad; se limita a sospechar precaria la relación que sus sentidos guardan con lo real. Este hombre ignora el punto de arribo, pero va. No conoce el nombre de lo que busca y ni siquiera sabe cómo llamar a su actitud inquisitiva (ni si ella tiene antecedentes), pero eso no detiene su sed. Se ha embarcado, sin saberlo, en la alteroscopia, el ansia por contemplar y conocer a lo otro. Y eso, aunque tampoco lo sabe, ya lo ha salvado en muchos sentidos aunque nunca llegue a abrir el mundo.
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Y es que en el otro está la clave del uno: en lo más autre (ajeno) se halla lo más autos (propio). Acaso de ahí esa misteriosa expresión latina ille aut ille, que es traducida como “el uno o el otro”: ille es un pronombre demostrativo que significa “aquel”, “el que está más alejado” y, sin embargo, “el más cercano” es referido con la misma palabra. La perfecta traducción está en Rimbaud: yo es otro.
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Todo lo que rodea al personaje de Reflejos es justamente un reflejo de su ansia insobornable, y lo es incluso el inesperado encuentro que tiene hacia el final del episodio (la parte originalmente escrita por Pedro F. Miret, el desenlace al que había que llegar): la visita de la otredad es vista como todo lo demás, esto es, como si la cámara de cine fuera una extensión de los ojos del protagonista (un alteroscopio autónomo). Si éste reacciona de ese modo visceral y hasta salvaje, es porque ese espejo imprevisible le muestra la violencia de su deseo de ver, e incluso, en ese momento, de consumirse en lo mirado, de unificarse a través de la máxima alteración.
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1 comentario:

Unknown dijo...
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