miércoles, 28 de noviembre de 2012

El realismo hollywoodense como fábrica de realidades


DGD: Redes 2 (clonografía), 2008

La mayoría de los filmes hollywoodenses, aun sin saberlo —o sin quererlo saber—, parten de un lema tajante: “imaginar es mentir”. El realismo de Kramer vs. Kramer (1978) no difiere esencialmente del de Amadeus (1984) o del de La guerra de las galaxias: Episodio III – La venganza de los Sith (2005): un lenguaje básico asume diversos ramales pero no hace más que afirmar el tronco inamovible. Necesitadas de “verosimilitud”, esas tres cintas contemplan el pasado, el presente o el futuro a partir de una mirada única: muestran idénticos matices, inflexiones, giros, sonrisas, lágrimas, peripecia y catarsis; idénticas capacidades de asombro, conmoción o apertura; idéntica actitud ante lo sublime, lo grotesco, lo desconocido (al margen de sus intenciones o ahondamientos aparentes). Los resortes míticos o históricos coinciden —decaen— en el realismo cotidiano —más allá de las lujosas vestiduras o las desorbitantes escenografías—: los personajes jamás viajan verdaderamente lejos porque toda odisea ha sido preestablecida a través de rígidos decálogos. En esas muy duras tablas de la ley, la experimentación queda reducida al prestigiado descubrimiento de variantes y nuevas combinaciones de un puñado de reglas “universales” —que deben su “universalidad” a que son las únicas formas de representar que el espectador reconoce luego de una larga convivencia con la pantalla hollywoodense.

Mozart (Tom Hulce) y Obi-Wan Kenobi (Ewan McGregor) serán los vehículos para demostrar que el genio —aquél en Amadeus— o la sabiduría —éste en La guerra de las galaxias— son previsibles rupturas que no hacen sino afirmar la solidez de lo “normal” —el tramposo resultado de promedios preestablecidos. Los dos polos se verán justificados en Kramer-padre (Dustin Hoffman) para probar que toda odisea que el individuo necesita —toda aventura, todo desafío de conciencia— radica entre las cuatro paredes de su hogar, a su vez contiguo a otro no menos rico en “hondura humana”, y éste hombro a hombro con otros muchos hogares, cada uno célula de un refulgente organismo —la Familia— para el cual la realidad no guarda secretos: en cada hogar todo reto solventa (conquista) una nueva parcela de ese mundo conocido, sin grietas, sin “supersticiones”.

El deseo de representar equivale a abrir un umbral: Hollywood parece satisfacer tal deseo, pero en realidad encadena al artista en ese punto impidiéndole trasponer el umbral en pos de los otros deseos. A quien logra liberarse tras un esfuerzo sobrehumano, le espera hablar en el desierto (en tanto hablará con palabras-ruptura imprevisibles, es decir, “ilusorias”, ajenas a la sabiduría y aún más al genio). A fuerza de ataduras, hace mucho que ha dejado de representarse lo real: se representa la representación de la representación. Lo que aparece en pantalla es una fachada que da a otras fachadas: las conquistadoras convenciones que demandan sustituir a la realidad. La “fábrica de sueños” ha creado al realismo como fábrica de realidades.

La teoría teatral conoce un fenómeno básico: el realismo es el más complejo de los estilos dramáticos. Es por completo improcedente suponer que a un actor debería bastarle “prolongarse” en el escenario, es decir, utilizar en la práctica de su oficio todo el enorme cúmulo de los recursos cotidianos de que dispone como persona: emociones, modos de reaccionar, posturas, tics... En cuanto la vida es enmarcada con telones, escenografía o luces (e incluso con el puro acto de “representar”), parece perderse el “ángel de lo espontáneo”, y no sólo porque el actor repite mil veces su papel. Para volver a lo real, para estar de regreso en las cosas, para crear un realismo cotidiano, se requiere una ardua técnica que esté de regreso en sí misma luego de haberse confrontado con todas las demás, lo que de un modo muy específico implica inventarlas. (De ahí que resulte aberrante concebir al realismo como “la más sencilla e inmediata” de las maneras de representar: pocos géneros tan abigarrados como el “melodrama realista” y sus codificaciones.) Si a esto se aúna el contexto cinematográfico, cima de lo superestructural, el resultado es un híbrido confuso, deformación pura, múltiple exigencia de una total redefinición.

Desde su nacimiento, el cine dependió en demasía del realismo teatral; sin embargo, ya en sus primeros tiempos aparecen textos críticos que demuestran una clara concepción de la “especificidad” del fenómeno cinematográfico. Estos primeros asomos son, por supuesto, escasos: la pantalla obtiene el repudio de los “sectores cultos”, que no suelen considerarla objetivamente sino como un sucedáneo del teatro. Por su parte, los psicólogos de la época concluyen que el cine es un arte pasivo, a partir de la premisa “No se puede imaginar lo que se percibe”. Ello significa que la capacidad imaginativa del espectador resulta incapaz de ejercitarse ante imágenes dadas, no “propuestas” como en la literatura. Ésta “propone” imágenes; el cine las “impone”: el teatro se salvaría por lo que tiene de literatura.

En su Historia del cine experimental (1971), Jean Mittry señala la miopía de esos psicólogos, incapaces de advertir que si no se imagina lo que se percibe, “se puede al menos imaginar, descifrar y comprender por medio de lo que se percibe; por medio, sobre todo, de las relaciones entre las cosas percibidas”. Resulta curioso notar cómo para los “especialistas” arcaicos el concepto de inconsciente estuvo ligado al cine desde sus inicios: un arte supuestamente realista y pasivo. Pero más inquietante resulta el hecho de que el espectador norteamericano de esa época no comprenda los alcances de un lenguaje que acaso le estaba dibujando un rostro. Lo singular es que, a la vuelta de los años, las estrategias hollywoodenses (y sus “modernos” especialistas) hayan conseguido hacer real la impugnación: colocar al realismo en el sitio que se le reprochaba, un método pasivo. Porque, muy arraigada a las películas cuyo realismo nos sacude con la eficacia proverbial de los grandes estudios de la “Meca del Cine”, la primera impugnación hecha al fenómeno fílmico se ha convertido en realidad.

“No se puede imaginar lo que se percibe” significa en el fondo equiparar la credibilidad a la ausencia de imaginación en el espectador (cree porque no imagina): si el cine “de por sí” es realista —reproduce lo inmediato con mayor eficacia que otros modos del arte—, lo real queda tasado como algo que se percibe —es decir, en los términos de la estrategia, algo que se presencia pasivamente, que se especta— y no algo que se imagina —participando en ello activamente: algo en lo que se actúa. Así, la imaginación se reduce a una variante de la fuga. Hollywood hace ver para creer: las “evidencias” son tan convincentes que contienen la propia fe que las hace reales. Ya que imaginar es lo opuesto a creer, en el momento en que se practique lo primero —a partir de lo percibido— comenzará un alejamiento de lo real, una falsificación imperdonable y en todo caso “impráctica”. El cine imaginativo, experimental (el cine), deviene “imaginario”. La audacia de esta jugarreta consiste en que no se proscribe a la imaginación: hacerlo directamente sería reconocerle un valor real; sería también darle los irresistibles atributos de lo prohibido. Lo imaginativo estorba a la fe; por ello la estrategia hollywoodense consuma su brillante maniobra: retira a la imaginación toda injerencia en la realidad.

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[Primer capítulo (“La fe angélica”) de la segunda parte de Mirador en una cuerda floja (Hollywood y el lado oscuro del realismo / Tradición y ruptura: el conflicto esencial), Conaculta, Colección Periodismo Cultural, México, 2012.]

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