lunes, 25 de marzo de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XI: Lo ideal y lo real)


DGD: Textiles-Serie verde 8 (clonografía), 2009

(XI) Lo ideal y lo real

Premisa general de estos fragmentos: las dicotomías (bien-mal, eternidad-tiempo, fascismo-democracia, deseo-realidad, cordura-demencia, Nadie-Alguien) no existen separadas y son en realidad vasos comunicantes. Cada una actúa en su nivel y está sujeta a muy diversos contextos, pero lo que sucede en una, sucede en las demás, así sea a nivel metafórico (pero toda dicotomía es metafórica).

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Todas las dicotomías se concentran en una sola: tradición-ruptura. La relación general entre estos dos polos es como aquel “torbellino cuyas leyes se gozaban en su incumplimiento” del que habla Lezama en Paradiso.

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Lo positivo y lo negativo. El acto de afirmar (la tradición es afirmativa) actúa como la retórica del poder, que achaca a su enemigo la negación: lo sataniza (la ruptura es negación). El diablo es conocido como el gran negador, pero cuando se le hace hablar se le sumerge en lo positivo: dice “Yo soy tal cosa”, “Yo pienso tal otra”. Si se quisiera ser fiel a su “naturaleza”, tendría que hacérselo expresarse solamente en términos negativos. En lugar de “Yo soy esto”, debería decir “Yo no soy aquello, ni eso otro, ni lo de más allá”, lo cual significa que tendría que ir agotando punto a punto todo lo que “no es” para que, por eliminación, se infiriera lo que “es”.

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Triste papel el del diablo, reducido al del “negador”. En la dicotomía afirmación-negación (o positivo-negativo, o bien-mal) se le da el papel del patiño cuyas acciones sólo sirven para dar realce a las de su enemigo. Este último necesita a un antagonista, que no puede ser débil (sería un abuso imperdonable doblegar a lo frágil) sino incluso superarlo en potencia (para que la victoria sea heroica o santa). La teología se comporta a veces como la más ingenua de las pastorelas.
          En Cartas desde la Tierra, Mark Twain hacer decir al diablo: “Todos los hombres de la Tierra poseen una porción de intelecto, grande o pequeña; y sea grande o pequeña, los pone muy orgullosos. Y el corazón del hombre se expande en la sola mención de los jefes intelectuales de su raza y ama los cuentos de sus espléndidas realizaciones..., [y] luego imagina a un Cielo que no tiene ni una pizca de intelectualidad por ningún lado”.

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Y este diablo imaginado por Twain se atreve a decir: “Todos los estatutos de la Biblia y de los libros de Derecho son un intento de derrotar a la Ley de Dios”. Magnifica audacia sólo posible en el gran “negador”: afirmar (no negar) que las máximas tradiciones no son sino rupturas de una tradición aún mayor, tan inefable como insoportable para el ser humano.

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Los individuos en el poder, si tienen el suficiente entrenamiento, saben que deben evitar las negaciones (cosa que los acerca peligrosamente a la ruptura, popularmente mal vista). En lugar de “Esto no es así”, aprenden a decir “Aquello es así”, “Eso otro es así”, “Lo de más allá es así”, de tal manera que, por eliminación, se sobrentienda lo que esto “no es”.
          Pero a la vez los políticos y dirigentes saben que no basta evitar totalmente la ruptura, porque ello los coloca demasiado en el extremo de los conservadores radicales, también socialmente mal vistos. Entonces, si tienen el suficiente entrenamiento, sabrán coquetear con la ruptura, introducir hábilmente algunas negaciones que den a sus “discursos” un cariz de progresismo, de liberalidad, de oposición, para que el “cambio” que proponen parezca sustancial.

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El “cambio” debe parecer sustancial precisamente porque no lo es. Estos gatopardistas pueden exclamar como la Reina roja de A través del espejo: “Aquí, como ves, hace falta correr todo cuanto una pueda para permanecer en el mismo sitio”.

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En contra de lo que parece, tal estrategia por parte de los políticos no requiere de inteligencia; eso es precisamente la política: la demostración de que no es la inteligencia, sino la conveniencia, la que puede y debe dirigir los destinos humanos. Como dice un personaje de la película Mindwalk (1990): “Los votantes norteamericanos quieren que sus líderes sean más tontos de lo que son. Se imaginan que de esa manera harán menos daño”. Grave error. En la sucesión de líderes la inteligencia se reduce, en efecto, pero ocurre todo lo contrario con el daño provocado.

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Sucede asimismo en el otro extremo de esa escala. En el tercer capítulo de Paradiso, Lezama Lima habla de un personaje que “en su brumosa teología en impromptu, [oponía] destino y voluntad, con la misma huesosa arbitrariedad con que Calvino quería unir la rebeldía y la dedicatoria de su principal obra a su príncipe y soberano señor”.
          Del mismo modo en que se opta por el determinismo (destino) cuando no se quiere enfrentar la responsabilidad ética, y se habla de libre albedrío (voluntad) cuando conviene no desmoralizar a la “iniciativa privada”, así Calvino une insurrección y sometimiento. La sabiduría popular dirá, con la secreta complicidad de quien ha aprendido a navegar en aguas agitadas: “es rebelde pero no tonto”.
          Calvino entiende que la ruptura (rebeldía) necesita el apoyo de alguna forma de la tradición (autoridad) para difundirse, o será aniquilada sin miramientos. La historia de las conquistas está llena de menciones de esos sojuzgados que, con huesosa arbitrariedad, afectan sumisión, a veces para ganarse privilegios, a veces para organizar a los corderos desde la boca del lobo.

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La novela The Hustler (1959, adaptada a la pantalla por Robert Rossen en la célebre película protagonizada por Paul Newman y ubicada en el submundo del billar), de Walter Tevis, contiene una significativa definición de los principales prototipos de la cultura norteamericana: el ganador (winner) y el perdedor (loser). Según esta novela, el perdedor es aquel que, siendo capaz de ganar, se busca pretextos para perder, generalmente llevado por la lástima hacia sí mismo. No pierde por “destino” sino por “debilidad”.
          El protagonista aprende, por la mala, que sólo cuando adquiera un “carácter” podrá ganar; esto significa aplicarse una férrea deshumanización que elimine a los sentimientos. Así como no tendrá piedad para sí mismo, no la tendrá para el mundo. Lo que hace Tevis es dar un sustento “filosófico” a lo que se autoproclama como la más alta tradición: el discurso del éxito. Y el protagonista alcanza por fin el tan aclamado carácter de ganador al perder la humanidad.
          Nadie considera que sea un precio demasiado alto. Y, a fin de cuentas, se trata de una tradición que no consiente rupturas, puesto que atentar contra ella sería automáticamente caer en el rubro del perdedor “por destino”. El destino, pues, es la gran coartada de la deshumanización, tan necesaria para el poder.

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Evidentemente, el “mensaje” de The Hustler (que pertenece a esa mentalidad mayoritaria y dominante según la cual la literatura y el arte mismo son indesligables de un mensaje) es así de simple y “aleccionador”: la debilidad del loser esconde a la fuerza del winner. Esta es la tradición manipulada. No obstante, existe otra lectura posible, metafórica y oculta, si el “mensaje” de Tevis se confronta con una frase de Cyril Connolly cuando en La tumba sin sosiego analiza la figura mítica de Palinuro en la Eneida. Ahí habla de quienes abandonan la pelea y huyen “porque no quieren triunfar, porque encuentran algo vulgar y aun de infausto en el triunfo”. La verdadera tradición es a veces conscientemente intuida; por lo general, se le entrevé de modo oscuro e instintivo. Connolly emprende el reconocimiento de aquellos que se niegan a la deshumanización como “único” destino de lo humano.



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