martes, 16 de abril de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XIII: Subir y bajar)


DGD: Textiles-Serie blanca 28 (clonografía), 2010

(XIII) Subir y bajar

La pirámide de poder se repite a escala en todas las áreas de la sociedad: hogares, escuelas, fábricas, asociaciones, logias, clubes, equipos, y no se diga en ministerios, cuarteles, hospitales, cárceles y templos. Los mapas a escala de la pirámide, unos dentro de otros, la forman. Nadie nos dice con todas sus letras lo que es el objetivo, el destino y la obligación de todo ciudadano: “Deberás ascender por la pirámide de poder”. Nunca este supremo mandamiento es enunciado con sus letras, pero él se transmite incesantemente bajo mil eufemismos como “estudiar para superarse” o “trabajar para salir adelante”, y en última instancia, “triunfar en la vida”. La avalancha de sobreentendidos hace el resto, porque sólo ellos definen —desde lo callado que nunca se dice pero todos aprenden— lo que es “superarse”, “salir adelante” y “triunfar”.
          Todo ciudadano dispone del complejísimo código que rige el funcionamiento de la pirámide y la ascensión por ella, un código que no está enunciado completo en parte alguna y sólo existe en retazos indirectos. Cualquiera de nosotros podría hacer un esfuerzo por enunciarlo, y se daría cuenta de todo lo que sabe al respecto sin saber en dónde exactamente lo ha aprendido.

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Ejemplos al azar de retazos indirectos: 1) Se sube haciendo méritos a través del trabajo duro. Si hago pocos méritos, seré definido como perezoso o indiferente al bien común y puedo perder el lugar que por mi nacimiento en sociedad me corresponde. Pero tampoco debo hacer demasiados méritos, porque puedo generar el repudio de quienes están en mi mismo nivel tratando de subir (con lo que multiplicaré los ya numerosos obstáculos diseñados para hacer severo todo ascenso).
          2) Se debe mostrar una sumisión a la autoridad, pero no demasiada, porque entonces seré clasificado como “arribista” y “advenedizo”, y tampoco demasiado poca, porque entonces se me etiquetará como rebelde.
          3) Los obstáculos al ascenso se presentan en una indescriptible cantidad, a tal grado que parece haber ya un obstáculo (y a veces varios) previsto para cada movimiento que yo haga, sin importar cuán novedoso o imaginativo sea; como no hay en parte alguna una enunciación clara y precisa del código para ascender la pirámide, no queda más que aprender de cada obstáculo y también de cómo mis competidores enfrentan sus respectivos frenos e impedimentos. (Todos sabemos que en la ascensión no hay “triunfos” sino sólo derrotas mayores y menores.)
          4) La amplia gama de los medios de que puede servirse cada quien para ascender cubre todas las opciones, desde las maneras más honestas (aplicación, responsabilidad, excelencia, ética) hasta las tácticas más deshonestas (competencia desleal, obstaculización de los demás, mezquindad, delación); sin embargo, en la práctica muy pronto se llega a la convicción de que un medio, mientras más sucio, resulta más efectivo.

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El solo hecho de que la única acción ambicionada sea ascender, implica a su contrario: el acto de descender es contemplado como espantajo suficientemente aterrador. Siempre habrá niveles inferiores a los que es muy fácil caer al menor descuido, y niveles superiores que se vuelven más y más arduos a medida que se sube (con un correspondiente recrudecimiento de los medios sucios necesarios para ello, reprobados en las declaraciones oficiales y muy fomentados “por debajo del agua”).
          El lenguaje cotidiano está lleno de expresiones que reflejan esta mecánica: se identifica a lo bueno con lo alto y a lo malo con lo bajo; en las religiones oficiales la gloria está arriba y el castigo abajo; en las monarquías la fórmula de rigor es “Su Alteza”; en las instituciones y organizaciones cualquier figura de autoridad es un “superior” y en la burocracia se habla de “ganar un ascenso”; ningún arquitecto ubica las oficinas de los dirigentes y funcionarios en sótanos o pisos bajos; el desprecio hacia los carentes de privilegios se nota en eufemismos como “clases bajas”; la doble moral arruga la cara con repulsión cuando dice “bajas pasiones” (en el propio cuerpo humano el orgulloso cerebro, que se localiza más cerca del cielo, mira con vergüenza a los bajos, tortuosos e inconfesables genitales, que están más cerca del infierno), pero ellas son las únicas que prueban tener un resultado concreto cuando no hay otra posible opción social que la de “ascender a las alturas”. Etcétera.

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En esta imagen de una pirámide, ascender es sobrentendido como “coronarse”, pero descender es caer, con todas las implicaciones míticas de la tiniebla y el abismo. Y no es más que eso, una imagen, un gran simulacro, puesto que el subir y el bajar sólo suceden en términos materiales y, de hecho, en términos espirituales no hay el menor ascenso: sólo hay caída.

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Los niveles inferiores e intermedios de la pirámide del poder están tan atestados, que no parece haber otra forma de subir que escalando hombres. De ahí la subversión implícita en esta sentencia del maestro argentino Antonio Porchia: A veces pienso en ganar altura, pero no escalando hombres.
          El vocabulario de la burocracia sabe perfectamente lo que significa escalar hombres, y de ahí las abismales connotaciones de la palabra escalafón. No es gratuito que en inglés se le llame promotion ladder, “escalera de promoción”. Moverse es promoverse, lo cual implica que todo movimiento válido es hacia arriba, subiendo una metafórica escalera cuyos escalones se hallan tan saturados que parecen hechos con seres humanos.

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Una enciclopedia define al escalafón como “la lista de rangos en que se agrupan las personas integradas en una institución; tales rangos pueden definir funciones jerárquicas, administrativas, operativas, o ser sólo elementos honorarios. Cada rango o cargo dentro de un escalafón puede ir acompañado de títulos, símbolos y distinciones, que siempre dependerán de la institución que lo defina”.
          Importante apunte, puesto que la palabra institución es indesligable de otra: tradición. A todas luces se trata de una tradición manipulada que, con objeto de que la tradición sea entendida y asumida como la competencia perpetua, crea la ilusión de niveles en los que “cualquiera” puede ascender. (En realidad el poder no se abre a cualquiera, pero depende de la batalla de todos por obtenerlo.)

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Todo el decálogo sobreentiende la medianía: ni demasiado ni demasiado poco, “todo con medida”. La gran mayoría de los trepadores saben que no llegarán a la mítica punta de la pirámide y que deben conformarse porque a cada “ascenso” arriesgan perder todo lo que han conseguido. Se estacionarán, incrementando lo atestado de los niveles medios. A la vez, una corriente secreta alimentará la codicia de ciertos trepadores que “llegarán muy alto” y serán muy criticados por su falta de ética, así como por su cinismo e inhumanidad, pero que por eso mismo se volverán modélicos, ejemplos de lo que eufemísticamente se llama “perseverancia”.

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La pirámide de poder es también el orden simbólico que la sustenta. Al mismo tiempo que cada individuo aprende, sin saber cómo, el decálogo de la ascensión y cada minucia de cada inciso, con penas y premios incluidos, aprende también cuál es la definición de los colores (es decir, del mundo) según el capricho y la conveniencia del tirano o la corporación en turno. Porque ya desde mucho antes del tiempo de Rabelais, el poderoso —se lee en Gargantúa—, “sin razón, sin causa y sin apariencia, osa prescribir por su particular autoridad los significados de los colores; así hacen los tiranos al colocar a su arbitrio en el lugar de la razón”.


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Qué distinto sería el mundo si se diera en los hombres un cambio de óptica, un darse cuenta, con Porchia, de que “Las alturas guían, pero en las alturas”. Y también de que “Quien asciende peldaño a peldaño, se halla siempre a la altura de un peldaño”.
          La mentalidad misma en que se basa la pirámide empobrece el lenguaje de modos insospechados. Porchia exclama: “Para poder alcanzar ciertas alturas, no las bajo: las levanto más”. Y es que el que sube escalando hombres, no alcanza verdaderas alturas: sólo las baja, las degrada, miente el sentido arcaico de lo alto. El único modo de no traicionar a esa tradición legítima está en esta otra sentencia de Porchia: “Las alturas bajan, subiendo”.

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Un párrafo de Cyril Connolly ayuda a pensar que un cambio —el dejar de pensar en términos de arriba-abajo, subir-bajar, gloria-olvido, cielo-infierno— no es imposible: “El surrealismo romántico y el humanismo clásico, aunque antagónicos, son afines: se engendran uno a otro, y el artista de hoy tiene que fraguar con ellos una síntesis. Blake y Pope, o Flaubert y su loco Garçon son complementarios. El humanista clásico es el progenitor, el surrealista el adolescente rebelde. Ambos están centrados en la madre; sólo el ‘Realismo social’ queda fuera de la familia”.

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La pirámide deliberadamente olvida y hace olvidar lo que Porchia enuncia con todas sus letras: “Para elevarse es necesario elevarse, pero es necesario también que haya altura”.

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En cuanto la pirámide de poder es contemplada con ojos que se niegan a ser sus cómplices, resulta evidente que en ella no hay altura verdadera. No hay más que horizontalidad: un gran simulacro, un único nivel (una sola dimensión, diría Marcuse) dotado con la apariencia de que hay niveles, de que éstos son ascendentes y de que trepar por ellos es alcanzar la “gloria”.




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