viernes, 5 de julio de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXI: Infancia y madurez)


DGD: Redes 71 (clonografía), 2009

(XXI) Infancia y madurez

Un niño podría preguntarse por qué es necesaria la tradición, y por qué ésta es indesligable de su ruptura. Y es que los niños hacen preguntas fundamentales sin la retórica y la lógica adultas.
          En este sentido el niño es la ruptura de la tradición adulta. Y acaso ello explica por qué la sociedad insiste en ver al niño como adulto en potencia, es decir como una mera promesa cuyo cumplimiento corre a cargo —muy significativamente— no del niño sino del adulto mismo.
          Curioso nivel éste en el que la ruptura no es definida sino como “promesa de tradición”.

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En uno de los textos de Territorios, Julio Cortázar registra con admiración la forma en que un niño inglés explicaba su método para dibujar: “Primero pienso y luego trazo una línea alrededor de mi pensamiento”. Esa es la forma en que actúa la tradición: hay un “pensamiento” (que nadie en particular ha pensado) alrededor del cual se trazan las líneas de la cultura. Las rupturas son aquellas líneas que se alejan del contorno o que rompen las reglas de la simetría.
          Existen dos modos de contemplar este proceso: el heterodoxo (alejarse es buscar otros contornos posibles) y el tradicional (las líneas de ruptura terminan por confirmar y preservar el contorno general del “pensamiento”). Es esta última interpretación la que termina por imponerse. La tradición es la forma tradicional de contemplar a la ruptura.

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He aquí otro misterio en la carga semántica que se da a las palabras de la dicotomía: la tradición es el “pensamiento” y la ruptura lo que no se piensa, lo impensado, y a veces lo impensable. Aquel niño de la anécdota piensa; luego traza una línea en el contorno de lo que ha pensado. La línea es fiel a su pensamiento (otra dicotomía: fidelidad-infidelidad) y por tanto es tradicional. Pero si la línea se aleja de lo pensado, si no le es fiel, resulta una ruptura. La ruptura es la infidelidad a la tradición: equivale (como indica la terminología amorosa) a engañarla, a abusar de ella, a lastimarla.
          Dicho de otro modo: si este niño piensa, si puede pensar, es porque pertenece a una tradición. De entrada, pues, su pensamiento debe ser fiel a esa tradición que le permite pensar. Si no es fiel, si traiciona a esa tradición (en efecto, cuán sospechosamente cercanas, en español, son las palabras tradición y traición, sólo separadas por una “d”), si la rompe, está de una u otra manera renunciando a su pertenencia a esa tradición.
          Pero —podrían exclamar los defensores de la vanguardia— existen numerosos matices en la ruptura, desde el puro arrebato pueril hasta una legítima actitud de búsqueda. El niño de la anécdota cortazariana traza las líneas apoyándolas fielmente en el contorno de lo pensado y así obtiene su dibujo irrepetible, pero muy bien podría alejarse de su pensamiento (trazar líneas fuera del contorno pensado) para comprobar hasta qué punto ese pensamiento es suyo, y no parte de la “tradición de pensar” (o de aquella magnitud que le permite pensar).
          Qué dentro cae esa anécdota en la historia del arte, pero no sólo en ella, puesto que esa búsqueda que hace un individuo de lo que es realmente suyo corresponde a una forma de buscar quién es y en dónde está situado.



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