jueves, 5 de septiembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXVII: Sexualidad y corte marcial)


DGD: Serie de la piel 81 (clonografía), 2011

(XXVII) Sexualidad y corte marcial

[Algunos visitantes y amigos han solicitado un cierto desarrollo del tema tratado en la parte XXII.]

La tradición es lo que se reitera; la ruptura equivale a lo irrepetible. El modo más efectivo, pues, de manipular una tradición es hacerlo por medio de la reiteración. No es en absoluto gratuito que esta última sea precisamente la esencia misma de la publicidad y la propaganda. Esto resulta especialmente notorio en los terrenos de la sexualidad humana.

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A la sociedad, en efecto, no le importa que un ciudadano sea heterosexual; lo que le es indispensable es que ese ciudadano declare que es heterosexual, y no de manera esporádica sino permanente, a través de cada uno de sus actos, gestos, elecciones y opiniones. Es de este modo que la conducta (behavior) se vuelve publicidad (advertising). La heterosexualidad no es más que un slogan, una declaración permanente y una propaganda sin fin. Y lo que se declara y publicita es menos un modo de vida que la exclusión de todos los demás modos. (No puede olvidarse que slogan significa grito de batalla.)

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Es como una campaña publicitaria del jabón “X” que no se dedicara a demostrar las virtudes de este producto en particular sino que se consagrara al declarado intento de sacar a todos los demás jabones no del “mercado” sino de la atención de los consumidores, persuadiendo a éstos de que todos los jabones, menos “X”, son tóxicos. A fin de cuentas, la principal “virtud” del jabón “X” sería su capacidad de convencimiento, su poder de exclusión.

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La heterosexualidad no es una “elección”, o lo es solamente en el sentido en que alguien “elige” un partido político en el que militar. Es un ideario, o mejor dicho, una ideología. Una ideología, además, con elementos religiosos, puesto que tiene su Vaticano, su Index librorum prohibitorum, su Inquisición. La heterosexualidad se milita, es decir que tiene mucho de militar en su organización, en su cadena de mando, en su sistema de represiones. Se ejerce, lo cual significa que es un ejército, y por lo tanto descansa no en sus valores “positivos” (que no los tiene sino en abstracto: disciplina, obediencia, fidelidad a la tradición) sino en los negativos (que son los únicos a los que corresponde una práctica real), es decir en sus cortes marciales. La heterosexualidad es una corte marcial permanente en la que se juzga —y por lo general se condena— a toda traición al Estado.

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Un ciudadano heterosexual está perfectamente al tanto de que hay varones homosexuales en cuyo trato “no se nota” en absoluto su orientación, pero a éstos los trata como a una minoría hipotética dentro de la comunidad homosexual: como no son “notorios”, es fácil hacer como que no existen, o en todo caso considerarlos dignos de indiferencia (nunca de simpatía, porque ésta ya es en sí sospechosa), puesto que al menos tienen la decencia de no echar su homosexualidad en la cara de las personas normales. Puede fácilmente concedérseles la inexistencia, lo cual causa que los homosexuales “obvios” sean vistos ya ni siquiera como una “mayoría” en la comunidad gay sino como sus únicos integrantes (este es el sobreentendido de numerosas personas, incluso de notoria inteligencia).
          Pero esta opinión se equivoca deliberadamente: los homosexuales de clóset, aquellos que navegan con la apariencia, modales y hasta ideología de los heterosexuales, no son una minoría en la comunidad gay, sino una inmensa mayoría: la verdadera minoría es la de los homosexuales “obvios”, aquellos en los que a simple vista se “detecta” (con mayor o menor evidencia) su orientación sexual. Lo único que caracteriza a éstos es que no son capaces de “esconderse”, de “disfrazarse”: son aquellos a quienes los manierismos o la voz traicionan: por tanto, son considerados enemigos de sí mismos porque no les queda el supremo recurso del ocultamiento y la hipocresía.

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Dentro de la comunidad homosexual masculina, los “obvios” forman una minoría: la de quienes sencillamente no han podido (o, en casos de valentía realmente asombrosa, no han querido) invisibilizarse, desaparecer, acallarse. En un mundo en el que la heterosexualidad, en cuanto religión del Estado, es una declaración permanente, una persona cuyo aspecto, voz o gestos expresan una orientación sexual alternativa, representa automáticamente una anti-declaración, es decir un mensaje de inconformismo, de anarquía y de cuestionamiento de la “tradición” y de la autoridad: una ruptura.
          Para controlar este tipo de rupturas existe una Inquisición social cuyo objeto es reducir al mínimo a tales presencias “obvias”, o sea, de acallar a toda anti-declaración y, cuando no es posible silenciarla, entonces transformarla en bufonada, anomalía, y sobre todo en advertencia. Todo niño aprende demasiado pronto, por lo general a golpes y humillaciones físicos y psíquicos, que la única forma de vivir tranquilo es adherirse al dominante partido político machista, a la religión heterosexual del Estado. Todos los ciudadanos se sienten perfectamente capacitados para meterse en la vida de un homosexual: juzgarlo y condenarlo, o juzgarlo y tenerle conmiseración, pero esta piedad es una forma hipócrita de la condena. Siempre hay un juicio anticipado. La ciudadanía sólo renuncia (y no del todo, no siempre) a no meterse en la vida de las personas cuyo comportamiento indica claramente que han aceptado convertir su existencia misma en slogan y proclama de la heterosexualidad.

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Cuando conocemos a una persona, instintivamente le pedimos una serie de credenciales. En general, la primera de ellas es la pertenencia al partido sexual oficial; si esta persona declara estar casada, y aún más si nos hace saber que tiene hijos, se apaga una gran parte de nuestra curiosidad (que es inquietud, a veces angustia): comienza una corriente de aceptación, de simpatía; el recién conocido puede no sernos grato por otras razones, pero al menos de entrada, se ha ganado así no sólo una tolerancia en todas partes sino una especie de respeto, de reconocimiento: es uno de los nuestros (lo es en la esfera mayor, aunque luego se separe en las sub-esferas). No se le pedirán credenciales, y más bien se le darán en la mayor parte de los niveles de la sociedad. En efecto, una persona que se ha casado y tiene hijos es un gran slogan andante.

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Este slogan promueve lo que podría llamarse las tres virtudes cardinales. En los discursos oficiales (que son no sólo las peroratas políticas sino todos los actos sociales aceptados), estas virtudes se sobreentienden como leyes. La más importante es desde luego la heterosexualidad. Luego viene el matrimonio, con su correlato esencial: la procreación. La tercera virtud cardinal es la monogamia. Pero hay una cuarta virtud-ley, que no se proclama con tanto orgullo y satisfacción como las otras, lo cual no significa que se proclame con vergüenza, sino que se calla con orgullo y satisfacción (es totalmente sobreentendida). Esta cuarta virtud cardinal es un resultado directo de la implantación e imposición de las otras tres, y tiene dos nombres: misoginia y homofobia.

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Si un varón que se proclama casado y con hijos dispone de entrada de la aceptación y el reconocimiento generales en las áreas externas de la sociedad, esta misma sociedad le dará una idéntica bienvenida, pero ahora desde todas sus zonas (externas e internas, exotéricas y esotéricas, abiertas y ocultas), si manifiesta una misoginia y una homofobia. Ese es un hombre de verdad, un hombre hecho y derecho que servirá como ejemplo (declaración, advertising) para todos los que pretendan vivir en sociedad (y en realidad, para todos los que pretendan vivir).

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Las virtudes cardinales son la tradición (manipulada), y en tres de las cuatro su ruptura tiene factores atenuantes. La ruptura a la ley del matrimonio se perdona si un varón que no se casa ni procrea mantiene al menos una vida de seductor heterosexual; lo mismo sucede con la ruptura a la ley de la monogamia (el adulterio con otras mujeres sigue siendo slogan de la heterosexualidad). Aún la ruptura a la ley inferida de misoginia/homofobia puede ser tolerada (un varón no misógino ni homófobo sigue siendo heterosexual: aunque no ataque al enemigo, al menos no traiciona al bando al que pertenece). El único verdadero pecado capital es el atentado directo y abierto contra la heterosexualidad, que es la primera virtud cardinal: todo menos “rajarse”, todo menos caer en el oprobio supremo, en la última humillación, en la más baja de las enfermedades pasionales, verdadera traición al bando (“uno de los nuestros”), a la religión del Estado y al Estado mismo (es decir, a la “humanidad”).

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Los varones que se proclaman heterosexuales deben incorporar a su proclama una “zona de tolerancia”. Y es que ya en sí resulta sospechoso el omitir total y sistemáticamente un determinado tema maldito. Así, no basta a un varón declararse heterosexual: debe declararse completamente seguro de su identidad heterosexual, y tanto, que no rehúye el tema de lo otro sino que lo incorpora a su conversación cotidiana con una actitud casi displicente, como si lo supiera todo de ese tema y sólo lo tocara para probar que no le teme y a la vez que apenas le importa.

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Un buen ejemplo de cómo se incorpora la “tolerancia” se halla en una anécdota frecuentemente citada en círculos heterosexuales: aquella atribuida a un cierto intelectual abiertamente gay (el nombre de este personaje varía según el relator) a quien alguien (en algunas versiones es un periodista en el transcurso de una entrevista) le pregunta: “¿Y cómo se llega a ser homosexual?”; con una gran sonrisa se cita entonces la torva respuesta de este intelectual: “Así como usted, preguntando, preguntando...”.
          Quien cita de este modo tal anécdota, lo que está diciendo es que una de las infinitas reglas del partido oficial es no preguntar, no averiguar, matar toda curiosidad al respecto, porque ella en sí es ya perniciosa (tóxica). Y de paso, se baña con el mismo sobreentendido a toda curiosidad, ya no sólo respecto a lo otro en el terreno sexual sino en todos los terrenos. La curiosidad mató al gato; en todo caso resulta peligroso cualquier impulso a buscar tres pies al felino, es decir, a ir más allá de los límites aceptados.
          De ahí la absoluta ignorancia de los ciudadanos heterosexuales respecto a las sexualidades alternativas: no se molestan (se cuidan enormemente) de preguntar de modo directo, de buscar testimonios vivos, y se limitan a transmitir la sarta de lugares comunes (los estereotipos) que socialmente definen a las sexualidades alternativas. (Muchos se ufanan de tener amigos homosexuales, pero jamás habrán hablado con ellos de otro modo que como anomalías, y siempre en el tono virtuoso de quien pasa por el pantano sin mancharse las plumas.) Porque aún más temible que la acusación directa es la sospecha.

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El varón homosexual no “obvio” que llega a una cierta edad, pierde todas las ventajas que había tenido antes, puesto que aunque ni sus manierismos ni su persona lo “delataran”, lo hace ya el simple hecho de que no está casado. A su alrededor comienza a reptar, como una serpiente cada vez más amenazadora, la sospecha. Así pues, muchos de ellos (la cifra se revelaría enorme si pudiera detectarse) se casan y llegan a tener hijos: la doble vida es el último reducto de aquel que no quiere, por nada del mundo, dejar de ser uno de los nuestros, es decir, perder el respeto, el reconocimiento y el lugar que se le ha concedido.
          Acaso a esto se refería Sartre con su famoso aserto “el infierno son los otros”: al descrédito, a la malevolencia, a las habladurías que son perfectamente capaces de matar sin escrúpulo ni sentido de culpabilidad, como lo es toda sentencia de muerte en la siempre activa corte marcial de la sociedad.



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