sábado, 26 de octubre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXII: Apuntes finales 3)


DGD: Textil 72 (clonografía), 2009

(XXXII) Apuntes finales 3

 “¿Qué pensaría el hijo pródigo”, se pregunta Tomás Segovia, “si un buen día, por esos mundos de Dios, se topara con su padre entregado a unas locuras y prodigalidades junto a las cuales las suyas fueran coser y cantar? Lo más verosímil es que negara que es su padre, y es casi seguro, en todo caso, que evitaría dar mucha publicidad a estas aventuras. El sentimiento que provocaría en él este encuentro sería en efecto humillante: lo haría sentirse infantil; lo haría sentir que lo que había vivido no contaba.”
          Es una descripción exacta de la modernidad; ésta crea una “tradición” (entre comillas) cuyo único sentido es volver ingenuo, primitivo y oscuro al pasado para que entonces, y sólo entonces, se justifiquen las “rupturas” (con comillas aún más enfáticas) cuyo único sentido es hacerle sentir que lo que ha vivido cuenta. Por eso se da la menor publicidad posible (en realidad se oculta con fruición) a todo lo que hay en el pasado que sea realmente malicioso, desarrollado y luminoso, en verdad arriesgado y temerario.

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En cuanto a los intermediarios, qué extraño es ese párrafo de San Agustín: “Sean los demonios los que lleven las súplicas de los hombres a los dioses y traigan de allí a los hombres lo que han pedido”. Los demonios, como intermediarios entre el hombre y Dios, cuando un inmediato razonamiento (pero es eso lo que debe evitarse como la peste, los razonamientos inmediatos o automáticos) depararía que es la Iglesia la intermediaria entre la criatura y el Creador. ¿Acepta Agustín lo diabólico de la Iglesia? Pero todo intermediario es diabólico. Entre el hombre y el mundo se erige el Estado, pero entre el hombre y el Estado sienta sus reales (sus irreales) la burocracia. Y entre el hombre y la burocracia habrá otro intermediario, que es, de nuevo, otra forma, otro nivel de la burocracia. A partir de ese momento, entre el hombre y cada nivel descendente (hacia el inframundo, sin duda) de la burocracia, habrá siempre un intermediario burocrático de menor rango pero no menor poder, porque la burocracia es tradición (el Gran Freno), y todos los niveles de la tradición se alimentan uno a otro y a todos, mientras que la ruptura sólo puede alimentarse a sí misma y eso durante los breves instantes en que puede (si es que puede verdaderamente) llamarse ruptura.

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La Sociedad Religiosa de los Amigos, cuyos miembros son llamados cuáqueros o sencillamente amigos, es una denominación cristiana que hace hincapié en una comunicación directa entre el creyente y Dios. Deshacerse de los intermediarios es el acto revolucionario por excelencia, en todos los niveles y no sólo en el religioso, y a la vez, curiosamente, el esfuerzo por deshacerse de ellos —e intentar comunicaciones directas— es tan complejo que en sí se parece a una religión.

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Tomás Segovia habla de ciertos creadores como Rimbaud y Nietzsche que dejaron “escuela”, es decir una “tradición”, lo cual significa en primer lugar “la lucha de las escuelas y su consiguiente renovación”. Pero existe también —y este es el punto central hacia el que Segovia llama la atención— otro camino “del que podríamos decir que no consiste en dejar una escuela nueva sino una enseñanza sin escuela. Esto es lo que explica también que a cierto nivel del arte y del pensamiento la idea de innovación, de cambio, de experimentación (rasgo tan típico de lo más enfermo que hay en nuestra época) no tenga ningún sentido. Sólo las escuelas pueden ser viejas o nuevas; las enseñanzas valiosas son lo uno o lo otro o ninguna de las dos cosas”. Una enseñanza sin escuela es una tradición que no depende de la ruptura y por tanto de la lucha permanente de las escuelas y su periódica renovación. Una tradición sin rupturas convencionales. Una tradición no convencional (no manipulada) que puede ser vieja o nueva o ninguna de las dos cosas.

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Estas escuelas —asevera Segovia— “no se envuelven, como quería Mallarmé, de misterio: son misterio, y tanto más cuanto más se desnudan, incluso del misterio mismo, porque incluso el misterio es postizo cuando nos envolvemos con él”. Y agrega:

Una moda nueva subvierte y pone en ridículo a la moda antigua; nos salva así de lo peor que podría pasarnos en este dominio, que sería la rigidez inmóvil de una moda única y tiránica. Pero el tránsito de unas modas a otras supone un paso, siquiera virtual, por el desnudo, y de este modo es en el desnudo donde todas ellas beben su sentido. Ese desnudo habrá que irlo a visitar por lo general al ámbito privado donde se recata, pero no es difícil imaginar que allí toman en efecto su inspiración los modistas para configurar las modas que después todos adoptaremos más o menos para salir en público; también los elegantes, si de veras lo son, deben partir de su propio desnudo contemplado a solas para escoger su vestuario. Después, ya se sabe, nadie anda en cueros en la vía pública, pero es claro que unos se sienten más figurines, más árbitros de la moda que otros, y que algunos se visten lo menos posible, que no es enseñar mucha carne sino enseñar poco la mucha o poca ropa (nada es menos desnudo que una chica con bikini, esa prenda tan de vestir).

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El culto moderno por la ruptura se basa en una coartada según la cual la ruptura equivale a la trascendencia de una “tradición anquilosada”. Segovia —como suele hacerlo en tantos niveles— coloca una advertencia oportuna: “hay que estar o fingirse muy distraído para confundir trascender con destruir”.

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La modernidad es la manipulación de las manipulaciones (la “tradición”). Buen ejemplo aporta Segovia cuando analiza (“Divertimento ortográfico” en Cuaderno inoportuno) la inadecuación de la ortografía del inglés, “que es tan extrema, que casi resulta más fácil describir su escritura como ideográfica que como alfabética. Por lo menos ese enfoque parece más pedagógico: cada vez más a los niños anglófonos les enseñan a leer y escribir por palabras enteras, por la configuración de toda la palabra como si fuera un ideograma, y no por sílabas separables hechas de letras separables. Procedimiento que algunos ingenuos trataron inmediatamente de aplicar a nuestros niños, convencidos de que era más ‘moderno’ (puesto que se usaba en Estados Unidos). Hay que ser ‘moderno’ aunque haya que inventar problemas que no tenemos para poder darles soluciones modernas como los que sí los tienen”. Eso es la modernidad misma: inventar problemas que no se tienen para poder darles soluciones modernas, al tiempo que los verdaderos problemas no son reconocidos como tales, y mucho menos enfrentados, porque la potencia que guía a la modernidad no los ha reconocido como problemas. Cualquier cosa por ser moderno de ese modo.



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