lunes, 16 de diciembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXVII: Apuntes finales 8)


DGD: Textil 98 (clonografía), 2009

(XXXVII) Apuntes finales 8

La historia (es decir los historiadores) nos hace aceptar una sola ley: que el pasado no podría haber sido de ninguna otra forma. En la balanza “dialéctica” inferimos, por tanto, que el futuro es lo inverso, es decir un campo totalmente abierto que podría ser de todas las formas posibles. Pero si ese pasado que no podría haber sido de otra forma crea a este presente, no lo crea como un fiel de la balanza en el que las posibilidades se abren, puesto que el presente, de manera rauda e instantánea, se convierte en ese pasado incambiable y monolítico, lo cual significa que tampoco el presente podría haber sido de otra forma, y tampoco el futuro, que no podrá ser de ninguna otra forma que tal como el pasado y el presente lo “revelan” (lo prefiguran o, dicho sin eufemismos, lo condicionan).

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La historia está hecha para “hacer” el futuro exactamente igual que como “hace” el pasado. La historia es la “forma”, la única forma de ese presente desde el que se lee el pasado y se prefigura el futuro. Por eso el presente (la modernidad) se afana tanto en describir el pasado de cierta forma, que es la misma forma de describir el futuro. Y aquí “forma” no equivale a “modo” sino literalmente a “molde”. Una época debe superar (obliterar) a las épocas anteriores: sabe que será igualmente superada (borrada) por las épocas subsiguientes, y el único modo que tiene de perdurar es confundiéndose con la historia, disolviéndose en la única forma en la que el futuro tendrá por fuerza que entrar y caber.

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Describir es redactar. La Historia (el pretérito) se vuelve historia (relato, en el sentido literario). Y no “una” historia sino la Historia. La Historia con mayúscula no es el “modo” de contarla sino la perduración de un molde. Ese molde no está hecho para aceptar que podría haber otros moldes (otras descripciones del pretérito humano, otras redacciones, otros relatos) sino a decir: “la Historia es así porque el Hombre es así”.
          Este último es un sobreentendido, pero no lo es —ni por asomo— la inversión: el hombre es así porque la historia es así. Quienes en general escriben la historia son seres humanos convencidos de que no podría haber sido de otra manera. Y como los historiadores dejan a los filósofos el problema del ser, no se plantean la frase completa: “no podría haber sido escrita de otra manera”. Pero ya la Literatura sabe muy bien que todo puede ser escrito de otra manera.

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La tradición es hacer la Historia, es decir, hacerla caber en la forma exclusiva, y las rupturas son los reacomodos: del pasado, del presente y del futuro, en esa forma que permanece intacta sólo porque se respalda en su apariencia de inevitable, y únicamente porque se destruye sin fin y sin sentido.

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“Sin aventura, la civilización se halla en plena decadencia”, afirma Whitehead en Adventures of Ideas (1933). Sin duda Whitehead protesta ante un exceso de tradicionalismo, es decir de conservadurismo, y exalta al pensamiento imaginativo y libre. Y sin embargo, ¿qué aventura es aquella que resulta indispensable para evitar una decadencia? ¿La verdadera aventura no implica una completa independencia de utilidades, funciones y moralejas? ¿No estriba su máxima riqueza y su mayor privilegio en encontrar lo inesperado, como bien sabe el concepto de la serendibilidad (serendipity)?
          ¿No existe un equívoco de fondo cuando se equipara a la ruptura con la aventura y a ambas se las contrapone con la civilización? ¿No queda ésta definida, por tanto, como un sistema inmóvil (tradición) que para su sobrevivencia depende de ciertos pequeños movimientos subsidiarios, planeados y graduados (ruptura), cuya única función es evitar la decadencia del sistema? Las aventuras graduadas no pueden encontrar sino aquello que se halla dentro de los términos de su propia graduación. A fin de cuentas: esta planeación de rupturas funcionales, ¿es parte de la civilización, o más bien de la decadencia misma? (¿De ahí la sospecha de tantos artistas a lo largo de la historia, sospecha según la cual los verdaderos sinónimos son civilización y decadencia?)

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En efecto, un exceso de tradicionalismo lo es de conservadurismo, puesto que la “tradición”, antes que definirse por sus “valores”, es en primerísimo lugar definida por el intento de conservarse, de sobrevivir, de perdurar. Si la tradición es lo que se conserva a sí mismo, la ruptura es lo que se autodestruye y a la vez lo que, al destruirse, fomenta la conservación de la tradición.
          (Las rupturas son en sí mismas conservadoras, al menos en un cierto sentido: la anarquía, la revolución, la vanguardia no buscan destruir todo orden, sino imponer otro orden —político, social, artístico— más justo, más humano, más profundo.)
          En los discursos mayoritarios se acepta un “vaivén” entre dos polos; en uno de ellos está la tradición (conservadurismo) y en el otro la ruptura (liberalismo, no entendido en el tan conservador sentido que le da la modernidad sino, casi etimológicamente, como anarquía, revolución, vanguardia, es decir como acto de un albedrío en verdad libre, y no, como es en la modernidad, sólo teóricamente libre). Pero es claro que ese “vaivén” no se da entre dos polos, puesto que el polo-ruptura no es más que una parte “inevitable” del polo-tradición. Es decir que no hay reciprocidad: la ruptura es tradición en un cierto sentido, pero la tradición no es ruptura en ningún sentido. Más que un “vaivén” (un orden que busca su equilibrio en sucesivas acentuaciones en la escala), la imagen resultante es más bien la de un simulacro, una puesta en escena, un trompe-l’oeil de muy misteriosas motivaciones.

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Un ejemplo extremo pero elocuente es la pornografía, cuya definición global corresponde exactamente a lo que en las ciudades se llama “zonas de tolerancia”, es decir, una ruptura programada, férreamente regulada y siempre en auge. Es una “industria de la ruptura”, lo mismo que el rock. Si el porno “desahoga” es porque la tradición “ahoga”, sin duda por definición. Pero la ruptura no “desahoga” por definición, sino por encargo y compensación. A fin de cuentas existe tanto una burocracia encargada de ahogar, como otra de desahogar. Ambas están íntimamente ligadas, y una no puede funcionar sin la otra, puesto que una desahoga en la medida en que la otra ahoga. (Es como la mafia, que vende protección; ¿contra qué?, contra la propia mafia: ella ahoga y luego cobra por “desahogar”; ¿realmente y en serio puede llamarse a esto “tradición” y “ruptura”?) Ambas son industrias florecientes, y sin duda el plural no vale: son una sola industria cuyas dos partes garantizan la “circulación”, que en lenguaje oficial se llama “progreso” y hasta “evolución”.

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Si en efecto civilización es sinónimo de decadencia, los medios de que se vale para sobrevivir ya no son positivos, sino negativos: no se trata de eliminar la decadencia, sino de decaer un poco menos. En palabras más llanas: retardar lo más posible la inevitable aniquilación. Triste papel de la ruptura programada. Y sin embargo, nada prueba que la decadencia sea realmente inevitable. Muchas voces exclamarán con un dejo de pesadumbre (sadder and wiser) que la historia no prueba otra cosa. Sin embargo, ¿es esto en sí una “prueba”, o más bien un mero argumento conservador? La decadencia (la tradición) se decreta absoluta, y perdura gracias a las modalidades (las rupturas) que le ofrecen los descontentos, los soñadores, los “idealistas”. Pero no es más que eso: un decreto, un acto de poder. Más allá sigue la vida verdadera, esperando.



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