martes, 16 de diciembre de 2014

El mundo es como lo hacemos


DGD: Redes 202 (clonografía), 2012

A fuerza de toparse con las más arduas cuestiones, los teólogos terminan por rendirse al cansancio (con excepción de los más vehementes); sin embargo, no pueden permitirse caer en la desesperación (al menos en épocas medievales ello los pondría en camino a la hoguera). Mas la filosofía lo ha hecho de tanto en tanto, bajo la forma de aquella actitud que opta por descalificar en bloque a los edificios racionales que por siglos han dado vueltas sobre sí mismos, para proponer otros “menos viciados”. A principios del siglo XX una especie de desesperación lúcida dio origen al pragmatismo, una palabra que desciende del griego pragma, “acción” (de donde se deriva también “práctica”); su principal expositor, William James, lo define como “un método para acabar con las disputas metafísicas que de otro modo originan debates interminables”.

El pragmatismo surge como una especie de tabla rasa: la razón aislada no puede ser fuente de conocimiento y sólo la experiencia puede serlo; el conocimiento debe surgir de hechos y acciones discernibles, en lugar de basarse en pruebas lógicas o principios rígidos. En 1906 y 1907, James dictó una serie de conferencias a las que, bajo la influencia directa del pensamiento de John Stuart Mill, llamó Pragmatism. Una de ellas se titula The One and the Many, “El Uno y los Muchos”; la propuesta de esa conferencia estriba en asumir a la vez el monismo y el pluralismo: atender no sólo a lo unitario sino también a lo diverso. Vivimos en un “universo” lo mismo que en un “pluriverso”. El ser humano tiende a unificar las manifestaciones de la vida para comprenderlas; si no hubiera en el mundo dos cosas parecidas, seríamos incapaces de elaborar sistemas de ordenamiento.

A partir de las innumerables conjunciones que observa nuestra experiencia en la vida diaria (semejanzas, conexiones, sincronías), concluimos que el mundo es uno. No obstante, James exige que a la vez entendamos que no es uno, a partir de las interminables disyunciones que el ser humano observa también a su alrededor (desemejanzas, desconexiones, asincronías). Si éstas no son valoradas como disyunciones —propone James—, ello se debe a que nuestra natural tendencia hacia la unidad las considera “conjunciones en potencia”. Y aquí puede una vez más preguntarse si el bien estriba en las igualdades mientras que el mal yace en las diferencias. ¿Suponer que los hombres son iguales es aspirar a un bien ideal y abstracto, mientras que afirmar que son diferentes equivale a reconocer un mal inevitable y concreto?

En toda sociedad resulta visible una lucha entre orden y caos; mientras los principios reguladores claman por la igualdad de oportunidades y derechos, la vida cotidiana se basa en las diferencias. En la práctica, el principal y casi único derecho que parece poseer cada miembro de la sociedad es el de tener obligaciones: los derechos humanos son abstractos, casi inasibles, mientras que los deberes sociales son concretos y hasta aplastantes. Por su parte, la publicidad y los media impelen al individuo a ser diferente, a distinguirse, a superar a los demás, a no ser “Nadie”, casi sin importar los medios que emplee para convertirse en “Alguien”. En esta ley sobreentendida está implícito el mal: la competencia desleal y todas las bajas pasiones son no sólo toleradas sino incentivadas. La igualdad es un “bien” social, abstracto, mientras que las diferencias son un “bien” individual concreto cuyo verdadero sustrato es el mal.

Para el pragmático, el mal tiende a disminuir con el crecimiento de la experiencia y puede finalmente desaparecer, o al menos permanecer como un “mínimo ya irreducible”. Es el gran lema del materialismo científico; por ejemplo, a partir de este principio el biólogo ruso Élie Metchnikoff (Premio Nobel de Medicina en 1908), en su The Nature of Man (1938), coloca a la causa del mal en las “desarmonías” que predominan en la naturaleza y espera que el progreso de la ciencia pueda devolver la armonía, al menos para la raza humana, y termine por eliminar el temperamento pesimista surgido de lo inarmónico. El positivismo ateo encarga a la ciencia y la tecnología “aminorar lo más posible” el sufrimiento humano, es decir, el mal (ya que “eliminarlo” es aceptado como imposible). Es a lo más que se ha llegado en el terreno de lo práctico: a una vaga esperanza contradicha minuto a minuto por la experiencia cotidiana. Porque ¿cómo será ese progreso de la ciencia y la tecnología si depende de la competencia y los canibalismos, y sobre todo, si los logros científicos o técnicos no pueden, por definición, pertenecer a todos, puesto que de ellos depende a la vez el poderío de los dominadores? La confrontación con la “práctica” es menos sencilla de lo que postula la filosofía pragmática.

Al menos en el nivel teórico los pragmáticos cuentan con una ventaja: entre ellos las ideas ya no se discuten según la tabla de valores que las califica como verdaderas o falsas sino, más humildemente, pero también con mayor soberbia, como útiles o inútiles. Porque ¿quién definirá lo que tiene utilidad y lo que no lo tiene? ¿Cómo se evitará caer en el definicionismo, esa aristocracia académico-política que domina al mundo por medio de regir en sus definiciones? William James responde con un principio que al menos en teoría parece eficaz: una idea es útil si nos ayuda a vivir, a avanzar; es inútil si nos angustia y detiene. Y aquí se inserta el máximo hallazgo de esta corriente: El mundo es como lo hacemos. Una frase escalofriante si se confronta con el problema y la realidad del mal.

*

[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]


No hay comentarios: