lunes, 5 de enero de 2015

La libertad de Nadie


DGD: Redes 199 (clonografía), 2012

El ser humano no sólo se siente aplastado ante la comparación con la divinidad, sino encuentra que su máxima posesión, la libertad, está también limitada. El hombre no parece “libre” de elegir entre lo bueno y lo malo, sino solamente entre mayor o menor mal. Para resolver este dilema nuclear, San Agustín alcanza el increíble extremo de razonar que “somos libres, pero libres de hacer libremente lo que Dios sabe que haremos libremente”. ¿Dios sabe, pues, que el libre albedrío optará por el mal, puesto que éste es su única verdadera opción “libre”? Agustín asevera que podemos apartarnos de la voluntad de Dios y, en consecuencia, pecar e introducir el mal en el mundo, pero esto último no puede concluirse sino como parte de la voluntad divina.

El teólogo Zeferino González emprende otro exceso: “El libre albedrío va acompañado en el hombre de una imperfección que no tiene en Dios”. Así pues, la divinidad puede crear algo que ella no es, lo imperfecto, y dotar a su criatura de algo que Dios no tiene, la imperfección. ¿Qué tan libre es un albedrío imperfecto? ¿Qué libertad real queda en el hombre? ¿Acaso solamente la de compararse con lo que él no es, con lo que no tiene? ¿Y entonces qué de incomprensible hay en el hecho de que el ser humano contemple lo que no se le dio (la perfección) como más bien algo que no se le quiso dar, es decir, algo de que se le privó? Se trata, ni más ni menos, que de la “perversa dinámica” que Gerrit Berkouwer describe como la confusión de negatio con privatio. El hombre siente que los bienes que le fueron dados no son “suficientes” y actúa como si no tenerlo todo fuera equivalente a no tener nada (nada que agradecer, cultivar o atesorar, es decir, de modo ulterior: Nada). En la esencia misma de la humanidad reposa tal confusión de términos: el ser humano asume que, puesto que “no es Dios” (una negación), está por tanto “despojado” (una privación). Si no soy Dios, soy Nadie. El mal, que es la suprema barrera, se transforma de negatio en privatio.

Puede colocarse esto en un esquema psicologista: un padre que se niega a dar a su hijo una determinada cosa, y además de un modo claramente injustificado, será visto por el vástago no como negador sino como privador. Una primera disculpa del padre sería la de que ha negado algo que podría dañar al hijo, pero en este caso el hijo no ve cómo podría dañarlo el hecho de ser igual al padre. Éste no le ha negado un mal sino que lo ha privado de un bien; no es, entonces, un padre bondadoso sino un tirano. La segunda disculpa consiste en que el padre le ha dado, en cambio, un libre albedrío, pero entonces el hijo concibe tal don como un tibio sucedáneo y, aún más, como un insultante “premio de consolación”: la capacidad de elegir entre la gama de lo que se le ha dado, recuerda al vástago a cada paso la inmensa gama de lo que no se le dio, es decir, de lo que se le privó.

Sin importar lo abundante que sea el catálogo de las cosas entre las cuales el hijo puede “elegir”, siempre querrá más, y sobre todo lo que queda “fuera de sus manos”, puesto que sólo en cuanto al deseo no se le han impuesto límites; el albedrío no sería “libre” si no fuera capaz de desearlo todo. Lo mucho que el vástago tiene se vuelve poco y hasta nada si se compara con lo que él “podría tener” si el padre se hubiera comportado como se espera de cualquier figura bondadosa de autoridad. Cada vez que el hijo hace uso del libre albedrío, ese mero acto le recuerda que no es libre, que ha sido despojado de la verdadera libertad y que el padre se ha guardado para sí lo “mejor”. La libertad es una nueva carga e incluso un nuevo obstáculo: un mal. El tirano no sólo ha despojado al vástago de un bien sino que le ha dado una insoportable e indignante fuente de males.

Ante este dilema, González argumenta: “El mal se funda en el bien, porque presupone y envuelve necesariamente a la entidad y bondad consiguiente del sujeto; pues si la privación que incluye el mal se extendiera al sujeto, el mal se convertiría en la nada, que no es ni buena ni mala propiamente, y por consiguiente el mal se destruiría a sí mismo”. Sin embargo, ¿no ha sido el hombre creado ex nihilo, “de la nada”? Resulta más delirante diferenciar ambas “nadas” que verlas como una sola (una única negación). Por tanto, ¿creó Dios al hombre ex malo, “de la maldad”? La razón binaria requiere algo que se contraponga a la noción Bien-Todo, y no puede ser otra que Mal-Nada: presencia y ausencia.

Pese a estos esfuerzos racionales, la imaginación colectiva sigue identificando a la presencia con Alguien (Dios, bien, todo), y a la ausencia con Nadie (el demonio, mal, nada). Las negaciones son, pues, demoníacas, y de ahí que ciertas tradiciones esotéricas digan del demonio Cuius nomen Nemo est, “aquel cuyo nombre es Nadie”. De ahí también que, en el terreno plenamente humano, se califique como Nadie a quien se acerca peligrosamente no sólo a su propia ausencia, sino a la ausencia de Dios en sí mismo, el más intolerable de los despojos. La ausencia de la divinidad es generalmente contemplada con el mismo terror con que se imagina a aquel ángel rebelde que por voluntad se despojó de Dios y por tanto quedó simbolizando no su propia ausencia, sino la de aquello de lo que se había despojado: la divinidad. ¿De modo similar el hombre que es llamado Nadie no representa su propia ausencia, sino la de todo lo demás?

Los teólogos piensan más en las herejías que en la propia divinidad, e incluso llegan a obsesionarse por ellas, y a veces a inventarlas. Así procede Agustín cuando habla de los “pensamientos erróneos” que alguna vez cultivó, por ejemplo la idea de que la divinidad está en cada criatura en proporción al tamaño de ésta, y así habría más sustancia divina en un elefante que en un pájaro. Mas ese mismo razonamiento puede explicar por qué el cuerpo de Nadie, tan humilde que casi no es un cuerpo, puede simbolizar a la mayor ausencia imaginable.

El propio Agustín acepta que las criaturas y las cosas a la vez son y no son: “Vi que absolutamente no se podría afirmar, ni que de todo punto tenían ser, ni que de todo punto dejaban de tenerlo. Que tienen ser verdadero porque Tú las has creado; que no lo tienen porque no tienen el ser que tienes Tú, y sólo existe y tiene ser, verdaderamente, lo que siempre permanece inconmutable”. Únicamente la divinidad es Alguien; sus criaturas son Nadie, no sólo por finitas sino porque carecen (es decir, porque fueron despojadas) del Ser que sólo puede tener Dios. “Así mi bien consiste en estar unido con mi Dios”, dice Agustín, “pues si en Él no permanezco, menos podré permanecer en mí mismo.” He aquí que indirectamente se fundamenta a la figura de un Nadie que podría llamarse metafísico.

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Bibliografía

Gerrit Berkouwer: Sin, William B. Eerdmans, Grand Rapids (MI), 1971.

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[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]



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