miércoles, 15 de julio de 2015

La cuadratura del círculo


DGD: Redes 160 (clonografía), 2012

Que el mal constituye el mayor conflicto jamás resuelto, lo comprueba este arduo párrafo de la encíclica Libertas præstantissimum de León XIII (junio 20 de 1888): “Dios mismo, en su providencia, aún siendo infinitamente bueno y todopoderoso, permite, sin embargo, la existencia de algunos males en el mundo, en parte para que no se impidan mayores bienes y en parte para que no se sigan mayores males”. Platón hablaba de la divinidad como autora de “algunos bienes”, lo que implica que el mundo es mayoritariamente malvado; León XIII dice que Dios permite “algunos males”, de lo que se sigue que el mundo es bueno en su mayor parte. Pero ambos lo sobreentienden todo, y sólo así el mal puede justificarse como hechura de “otro ser que no es divino” (Platón) o como algo necesario para que no se eviten mayores bienes ni se provoquen mayores males (León XIII).

También el teólogo español Andrés Torres Queiruga afirma su “Y esto es bueno”, y a continuación gira la cuestión hacia una pregunta suplementaria: “¿vale la pena un mundo finito?”. Este autor no cree haber solucionado el problema, sino haberlo clarificado: “El misterio del mal continúa. Pero algo fundamental sí que se ha conseguido: situarlo en su lugar verdadero. No se trata de preguntar por qué creó Dios un mundo malo, pudiendo haberlo creado bueno, sino por qué, sabiendo Dios que el mundo, al ser finito, implicaría necesariamente el mal, lo creó a pesar de todo. Aquí está la cuestión: ¿valía verdaderamente la pena la creación del mundo al precio enorme de sus males, sus catástrofes, sus sufrimientos y sus tragedias? En definitiva, volvemos al realismo más sencillo y elemental: ¿vale el mundo la pena?”. (Cuando resulta conveniente, hasta el realismo sale en defensa de la metafísica.) He aquí el aparato retórico, lógico y racional que para Queiruga prueba que “sí vale la pena”:

Si Dios crea, no puede crearse a sí mismo: tiene que crear un mundo finito. Pero si el mundo es finito, comporta necesariamente el mal: al concepto de mundo finito pertenece en la historia la presencia del mal. En este sentido, si Dios se decide a crear, “no puede” evitar dicha presencia (como “no puede” hacer un círculo-cuadrado). Ahora bien, si se decide, sólo puede hacerlo por amor a la criatura, y sólo el bien puede querer para ella. Lo cual significa que la existencia vale la pena para ésta y que, por lo tanto, el mal no puede destruirla: el mal es impedimento, pero no definitivo.

¿“Impedimento, pero no definitivo”? ¿Implica este autor que lo finito puede vencer a aquello que le impide ser infinito? ¿Sugiere que, del mismo modo en que el hombre es capaz de superar algunas manifestaciones del mal físico y del moral, es igualmente capaz de contrarrestar al mal metafísico? ¿Se alcanza, pues, la “herejía”, es decir, el pensamiento subversivo contra Dios, por la vía del intento de demostrar su bondad intrínseca sin que ello implique imaginarlo impotente, malvado o indiferente? ¿Llega este teólogo al punto de la máxima soberbia, puesto que afirma que el hombre puede volverse Dios?

No es así. Torres Queiruga arriba de este modo a su demostración final: “El mal no sólo aparece como contrario a la bondad divina, sino que, sin perder un átomo de su horror, se convierte en el escenario de la manifestación suprema del amor de Dios. No es que el mal se haga bueno, sino que, en su horror, nos permite reconocer a Dios como su opositor radical, siempre a nuestro lado, sufriendo con nosotros y apoyándonos con todos los medios de su amor, hasta la prueba suprema de consentir que le maten a su Hijo”. Cierra esta propuesta, una vez más, el iluminismo (“Y esto es bueno”); el autor espera que “la seguridad de que no se trata de un hermoso sueño de nuestro deseo, sólo puede venir de la revelación”.

En la teodicea (“justificación de Dios”) que emprende Torres Queiruga, la lógica se vuelve demostración de un pequeño subsistema bien intencionado (y no poco ingenuo). Dios no puede hacer un círculo cuadrado, pero un individuo en particular sí puede tomar ese argumento para demostrar lo que Dios no puede hacer. Y si Dios no es capaz de hacer ciertas cosas es porque éstas no “pueden existir” en el sistema lógico inherente a su creación. En otras palabras: Dios está obligado a jugar las reglas del juego que ha creado; el juego es lógico y, por tanto, Dios no puede ser “ilógico”. La trampa que juega Queiruga es ingeniosa, pero no deja de ser una trampa: basarse en un único sistema lógico que niega la existencia de cualquier posible subsistema. Todo sentido existe en múltiples niveles; para que su propuesta funcione, Queiruga pide que su escucha se mantenga sólo en el primer nivel, el literal. Este autor se esfuerza en olvidar que la cuadratura del círculo existe en un nivel matemático, es decir simbólico, de subsistema.

No es gratuito que las matemáticas se definan como la ciencia de las relaciones, o bien como la ciencia que revela condiciones necesarias. La cuadratura del círculo plantea un antiguo problema que no sólo es geométrico y numérico, sino que abarca a otras disciplinas, tanto científicas como metafísicas (como evidencian las enseñanzas de Pitágoras, ambas áreas nacieron juntas y sólo se separaron en épocas posteriores). El conjunto de estas disciplinas obliga a considerar al sistema matemático de contar y calcular como algo relativo (subsistema) y no absoluto (sistema). Los tres clásicos problemas geométricos —la cuadratura del círculo, la trisección de un ángulo y la duplicación del cubo— son formas de imaginar, de ir más allá de los límites impuestos por las propias leyes. Los dilemas son formas de estudiar lo que en matemáticas y geometría se llama “irracionalidad”, bajo la necesidad de creación de una teoría general de las relaciones.

Esta teoría desborda sus territorios originales, y así se dice que el problema de la cuadratura del círculo, siendo la raíz misma de las matemáticas, no tiene en esta ciencia una aplicación práctica, sino que es funcional únicamente en el mito; en este último terreno posee un solo propósito: ni más ni menos que el de verificar que el mundo fue creado. Así, Leibniz propuso que todos los caracteres escritos se derivan de dos trazos primigenios: el círculo (símbolo de la nada, lo infinito, el horizonte o el cero) y la línea vertical (símbolo de la unidad, lo finito, la altitud o el uno). El paso del cero al uno se identifica con la creación del universo, del caos al orden, de la nada a la unidad, y aquí resulta pertinente recordar que para Pitágoras el uno representa al bien en cuanto es existencia, mientras que el cero simboliza al mal, en cuanto refiere a la no-existencia. En Monsieur Teste, Paul Valéry había hablado del hombre como de aquel que “vacila con terrible presteza entre el cero de ser una bestia y el máximo de ser un dios”.

Lo que Queiruga descalifica de un plumazo y llama absurdo y carente de significado es en realidad la base misma de la cábala, como revela John A. Parker (“Quadrature of the circle”):

Entre los iniciados, la cábala era una especie de escritura simbólica que revelaba las enseñanzas secretas de la Biblia. La clave de la cábala radica en la relación geométrica del área del círculo inscrito en el cuadrado, o del cubo en la esfera; esto produce la relación entre el diámetro y la circunferencia de un círculo, con el valor numérico de esta relación expresado en integrales. La relación del diámetro y la circunferencia es suprema, puesto que está conectada con dos nombres de Dios: el plural Elohim (la circunferencia) y Jehovah (el diámetro) son expresiones numéricas de estas relaciones. Todas las demás relaciones están subordinadas a éstas.

En última instancia lo que Queiruga dice es que Dios no puede ser metafórico (que no puede saltar del primer nivel de las cosas) o, peor, que no puede entender la metáfora, la paradoja, el off limits de la razón. Para explicar el mal sin negar a la omnipotencia divina, Queiruga despoja a Dios de la poesía, del mito, de todo territorio no lógico. Para salvaguardar su amor hacia la divinidad, Queiruga mismo se deshace de todo lo que no sea razón. Bien puede decirse que su dios personal lo ha despojado.

Porque lo que hace Queiruga es sujetar a Dios y volverlo presa de “su propio sistema lógico” (menos el de Dios que el de este teólogo en particular); así, le impide actuar como la geometría no euclidiana, es decir, le prohíbe imaginar, ir más allá de los límites impuestos por sus propias leyes divinas. Queiruga sólo puede concebir a Dios si éste es tan lógico —tan conservadora y fanáticamente lógico— como la propia teología; una divinidad que fuera “ilógica”, es decir, en el léxico de este razonador, irracional, parece espantarlo más que el propio demonio.

Hay quienes niegan la existencia de Dios; hay quienes la afirman. Unos y otros se basan en el uso extremo de la lógica. Antes de entrar en esos tremendos laberintos racionales, la pregunta que podría plantearse es: ¿de dónde proviene la necesidad de justificar a Dios?

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Bibliografía

John A. Parker: “Quadrature of the circle”, en J. Ralston Skinner (ed.): The source of measures: key to the Hebrew-Egyptian mystery in the source of measures (1894), Wizards Bookshelf (Secret doctrine reference series), San Diego, 1972.

James Ryan: Elements of geometry: containing the first six books of Euclid, with a supplement on the Quadrature of the Circle, Nabu Press, Charleston, 2010.

Andrés Torres Queiruga: Creo en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre, Ed. Sal Terræ, col. Presencia teológica 34, Santander, 1986.

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[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]



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