jueves, 26 de octubre de 2017

La literatura “rara” y las corrientes subterráneas (XXII y final)




El caso de Antonio Porchia es climático al respecto: durante décadas su único libro, Voces, circuló en fotocopia, en reproducciones manuscritas, de mano en mano, de oído a oído, de ojo a ojo, fuera de los canales oficiales de distribución.
          En algunas ocasiones la respuesta es la antropofagia; ciertos críticos se dedican a rastrear, por ejemplo, la influencia de Jorge Luis Borges en algunos escritores, y éstos luchan por que esa influencia no se note, por separarse de ella, por establecer un camino “propio”. Mas nadie puede reprochar la influencia de (y a veces el plagio directo a) un autor supuestamente incógnito. Cuando se juega el juego limpio, uno entiende que muchos de estos escritores secretos han formado a los no-secretos porque éstos así lo han reconocido y apoyado su difusión (por ejemplo, gracias a Julio Cortázar las obras del cubano José Lezama Lima o del uruguayo Felisberto Hernández fueron difundidas —y en muchos casos conocidas— más allá de las fronteras de sus países respectivos).



El testimonio de la vida y obra de los autores “secretos” es claro en este sentido: así sea involuntariamente, ellos fueron los primeros en establecer una transmisión casi clandestina y círculos de iniciados. Y en última instancia, y como corolario a todo lo dicho, hay que recordar un hecho que Ítalo Calvino supo reconocer muy bien en una entrevista de 1985: “Los irregulares, los excéntricos, los atípicos acaban revelándose como las figuras más representativas de su tiempo”.
          Ahora que la inmensa mayoría de la literatura es secreta, la presencia de ciertas figuras irreductibles confabula para intuir el juego limpio: reconocer que es necesaria una redefinición de la palabra literatura. Basta entrar en el profundo extrañamiento de ciertos escritores secretos para adivinar que el acto literario puede ser una vía de conocimiento.
          Gracias al testimonio de esta corriente subterránea, es obvio que los términos de que se echa mano en el “mundo de la cultura” (no menos regido por leyes económicas que los demás “mundos”) han demostrado su caducidad. Resulta ineludible redefinir: cuando se habla de “secreto”, ello no necesariamente significa cofradías y mucho menos sectas cuya fuerza estriba en ser regidas por una figura a la que nadie más conoce. Para Maurice Blanchot, el poder del arte consiste en establecer una distancia íntima entre la obra y quien la mira. La mirada recíproca es el más solitario de los actos, el más anónimo y secreto. Es sólo en este sentido que son “secretos” Antonio Porchia, Felisberto Hernández, Josefina Vicens, Efrén Hernández, Francisco Tario, Calvert Casey o Macedonio Fernández (por limitarse al ámbito latinoamericano).



Cada lector podrá aportar nuevos nombres a la lista secreta que quizá sostiene al mundo. Rubén Darío los llamó “los raros”, pero no usemos esta palabra para demarcar un ghetto (la propiedad privada de un círculo de iniciados, el conciliábulo fuera del cual la figura deja de ser atractiva al hacerse exotérica) sino para enunciar su fundamental demanda.
          Porque la literatura (llámese secreta o de cualquiera otra forma) no “falla” por disponer de poco público, sino acierta en ello, es decir, en heredar una llamada que por fuerza es minoritaria mientras no se lleve a cabo su gran demanda, la de invertir por fuerza todos los marcos de referencia mayoritarios. Así, no es desbordante imaginar que los círculos esotéricos pronto serán (si no lo son ya) mucho más numerosos y potentes que los exotéricos. Acaso no esté lejano el día en que la literatura del best-seller, del entretenimiento y la resignación, con todo su aparato, con toda su inercia y sus deslumbramientos, volverá al sitio minoritario que le corresponde.
          Entonces el secreto será de todos y será precisamente eso porque —como todo secreto— su impulso es el de comunicarse. Uno de los primeros gestos que hacen los niños cuando algo les llama la atención, es señalarlo a sus acompañantes con una actitud que significa “mira”, “date cuenta”, “comparte mi mirada”. El impulso de todo secreto es abrirse de uno a algunos; se crean así los círculos de iniciados. Luchar contra ese impulso lleva a la antropofagia: es cerrarse de algunos a uno. Sin embargo, esto último requiere un enorme esfuerzo de la voluntad (voluntad de acallar, usura del hallazgo). Un círculo de iniciados puede contemplarse como “algunos”, pero también puede verse globalmente como “uno”. Pronto el mundo entero será un gran círculo de unos que comunican el secreto a algunos; de algunos en algunos se tejerá la gran distancia íntima, el máximo “darse cuenta”, el gran secreto que atañe a todos y que puede salvarnos a todos.


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