viernes, 25 de mayo de 2018

El misterio de los actores y de la actuación (XXI)

DGD: Morfograma 21, 2018.



Vocación

Tan inexplicable es en última instancia la actuación como el llamado, la vocación que lleva a un ser humano en ese camino tan contradictorio, que implica a la vez el máximo exhibicionismo y el mayor ocultamiento (es decir el ego extremo y su negación igualmente extrema). Uno de los más sanos consejos que puede recibir un aspirante a la actuación es enunciado por Goldie Hawn: “Crear es un acto muy solitario. Pensarás que nadie te oye hasta que alguien lo hace. Y entonces te preocuparás por la siguiente etapa. Lo que te mantiene vivo es la creatividad. Esa es la fuerza de la vida. Eso no puede abandonarte. Nunca debes permitir que te abandone. Estarás arriba y abajo, pero sólo te diré esto: toma tu ego y ponlo a un lado de ti y sólo sé su testigo, no seas tu ego. No seas un fracaso, no seas imperfecto, sólo atestigua tu comportamiento, tus sentimientos. Pero ellos cambiarán, como todo cambia” [XV-1, 3-11-2008].
          Numerosos actores explican su vocación como el deseo de “contar historias”; lo hace, por ejemplo, Jude Law:

Me parece interesante que en la corte griega el rey tenía un militar, un filósofo, un astrólogo, un médico y un actor. Somos contadores de historias, y eso es valioso. [...] Me gustan las historias, y la idea de ser parte de una, de ayudar a contarla, es excitante para mí. Creo que es una forma importante y valiosa de pasar tu vida. Hay una herencia ahí, y si eliges las buenas historias, ellas tienen un efecto y eso es importante en el mundo. Pueden cambiar las cosas, y serán creídas como tales porque tienen ese poder. [X-8, 21-12-2003.]

Law habla de una herencia, es decir de una tradición, y del orgullo de pertenecer a ella. No interioriza demasiado, no introduce la crítica, no se pregunta, por ejemplo, qué historias son las elegidas para contarse, cuáles reciben todo el apoyo (del sistema, de la época) y cuáles son las realmente capaces de “cambiar las cosas” (ni la naturaleza de este cambio). Se limita a señalar que hay historias (evidentemente no habla de todas) que “serán creídas como tales porque tienen ese poder”, pero no se pregunta por qué serán creídas, ni de dónde les viene ese poder. Porque es obvio que se trata de poder, y que es éste el que sostiene al “mundo del espectáculo”; es también el poder, por tanto, el que alimenta a muchas vocaciones hacia la actuación.
          Sin embargo, el hecho de permanecer en un nivel digamos superficial no contradice la sinceridad del actor, cuya opinión se conecta en este nivel con numerosos testimonios similares, entre ellos el de Ralph Fiennes:

He visto actuaciones que me han hecho sentir desafiado, emocionado y conmovido, y se han quedado conmigo, no puedo decir cómo, ni que me hayan hecho una persona mejor, pero creo que es posible ser cambiado por la interpretación de un actor, y por cambiado quiero decir que te llevas eso contigo y afecta tu respuesta a las cosas y tu memoria de las cosas y tu relación con las cosas. Hay gente que dice: “Es entretenimiento y cuando sales de eso vuelves a tu vida normal”, pero sé que he sido afectado y excitado e inspirado por el trabajo de un actor cuando me enseña la completa humanidad de alguien. Me ha cambiado, y me ha hecho... no sé decir fácilmente qué, excepto que me gusta el hecho de que me ha cambiado. Creo que el teatro y el cine, en su más alta expresión, provocan pensamientos, emociones, cambios, catarsis, y que eso sucede en nosotros, y también sucede colectivamente, porque el espíritu colectivo de un público ha sido cambiado por una actuación si es realmente poderosa. Y hay algo en nosotros que quiere ese cambio. [XII-6, 15-1-2006.]

La especificación no parece existir por ninguna parte (“no puedo decir cómo”, “no sé decir fácilmente qué”): no sólo no parece necesaria sino que casi se presenta como contraproducente (el poder de la representación existe mientras no se defina).
          La otra constante es el concepto de cambio (“pueden cambiar las cosas”, “hay algo en nosotros que quiere ese cambio”); sin embargo, Goldie Hawn admite que “tus sentimientos cambiarán, como todo cambia”. Si de cualquier manera todo se transforma, ¿el desafío del actor implica dirigir esa mudanza hacia una cierta dirección que sólo se especifica a veces con eufemismos como “mejora” (una noción a la que Fiennes cuestiona cuando afirma “He visto actuaciones que me han hecho sentir desafiado, emocionado y conmovido, y se han quedado conmigo, no puedo decir cómo, ni que me hayan hecho una persona mejor”), o el cambio es en realidad circunstancial, es decir un mero eufemismo de desafiar, emocionar y conmover en el transcurso de la representación y poco más?
          ¿Hay un gatopardismo en los actores mayoritarios, que confabulan para que todo cambie con objeto de que todo siga igual? ¿Hay una vocación profunda en ciertos actores que usan su poderosa intuición para presentir la innegable necesidad de un cambio en lo humano? “El hombre quiere ser otro”, dice Antonio Machado, “He aquí lo específicamente humano.” Tal vez hay un tipo de actor que sólo busca el cambio por el cambio mismo, mientras que hay otro tipo (del “actor orgánico” de Stanislavsky no hay más que un paso al actor santo, según lo prevé Grotowski) que se obsesiona por representar si no esa otredad, sí esa necesidad de ser otro que es lo específicamente humano.


El último público del actor

Dustin Hoffman habla del último público del actor: “Cualquiera que sea un actor sabe que eso es lo que uno hace. Lo peor que puede pasar a un actor es no tener un público. Encuentras la manera de que la vida misma sea tu público” (XII-14, 18-6-2006).
          Hoffman intenta definir: “Actuar (y en general cualquier arte) es hacer lo que eres incapaz de hacer en tu vida cotidiana. Somos humanos. Si nos sentamos en un radiador que está caliente, saltamos para escapar de él; si tocamos algo que está caliente respecto a nosotros mismos y que no nos gusta en un nivel profundo, y ni siquiera conscientemente, saltamos también: no queremos saber. Esos demonios están en nosotros mismos, y cuando trabajas es, de alguna manera, saludar al diablo [shaking hands with the devil]”.
          Se trata de la vieja discusión acerca de la actuación como método forzado de autoconocimiento; el actor se ve obligado a enfrentar las áreas más ocultas de sí mismo, zonas que de otra manera evitaría con tanta resistencia como lo hace el resto de sus semejantes. El actor se da cuenta de que sólo en esas áreas proscritas de sí mismo puede trabar contacto con determinados personajes, como si ellos lo estuvieran obligando a enfrentar sus propios demonios, y por tanto el personaje encarna a estos demonios en su doble rostro: fascinante y aterrador. El contacto con esas áreas oscuras se vuelve adictivo, y no carece de aspectos masoquistas. La pregunta, entonces, brota por sí misma: ¿es el actor el que se conoce y expone a todas las miradas su más dolorosa intimidad, o quien hace esto es a fin de cuentas el personaje, una máscara, una representación? La emoción es real —se dice a veces—, pero no es real nada de lo que la rodea, provoca o expresa.
          Hoffman alude al punto en donde el actor obtiene esa emoción: “Uno está haciendo su autobiografía una y otra vez. Haces a tu hermano, a tu padre, a tu madre, sacas de tu familia porque es lo más cercano, de una u otra manera, y haces variaciones”.
          Y casi todos los actores coinciden en que una emoción es real cuando no es actuada. Última paradoja: el actor se realiza cuando no actúa: cuando no es actor.




*



No hay comentarios: