DGD: Morfograma 64, 2019. |
martes, 6 de agosto de 2019
El misterio de los cien monos (XIII)
La navegación en las influencias
La estética, digo, como la filosofía y la ciencia, se
ha inventado no tanto para permitirnos estar más cerca de la realidad sino, al
contrario, para alejarnos de ella, para protegernos de ella.
Christa Wolf
Una
jerarquía anidada
En una entrevista realizada en 1995 se
pregunta a Rupert Sheldrake de qué están hechos los campos mórficos y cómo
pueden existir en todas partes al mismo tiempo. El entrevistado responde:
¿De qué están
hechos los campos electromagnéticos o los gravitacionales? Nadie lo sabe, aun en el caso de los campos
conocidos en la física. En el siglo XIX se pensó que estaban compuestos de
éter, pero entonces Einstein mostró que ese concepto era superfluo y afirmó que
un campo electromagnético está hecho de sí mismo. El campo magnético alrededor
de un imán no está hecho de aire, ni de materia; cuando uno suelta limadura de
metal, el campo puede revelarse, pero él no está hecho sino del campo mismo. Si
uno supone que todos los campos deben tener una sustancia común, o propiedades
compartidas, eso es la búsqueda de la teoría del campo unificado.
La única
respuesta a la pregunta “¿De qué están hechos todos los campos?”, es: “De
tiempo y espacio”. La sustancia de los campos es el espacio; los campos son
modificaciones del espacio o del vacío. De acuerdo con la teoría general de la
relatividad de Einstein, el campo gravitacional, la estructura de
espacio-tiempo en el universo entero, no “está” en el espacio o el tiempo: es
espacio-tiempo. No hay otro espacio ni otro tiempo que la estructura de los
campos, que pueden ser concebidos como estructuras espacio-temporales. Tienen
su propio estatus ontológico, la misma clase de estatus que los campos electromagnéticos
y gravitacionales.
La visión es deslumbrante: “No estoy
sugiriendo que el campo mismo está extendido por todo el espacio y el tiempo,
sino que un campo influye a otro a través del espacio y el tiempo. Ahora, el
medio de transmisión es oscuro. A este proceso lo llamo resonancia mórfica.
[...] Así que podríamos decir que el más esencial campo de la naturaleza es el
campo cósmico, y luego los campos galácticos, los de los sistemas solares, los
planetarios, los continentales, y así sucesivamente en una jerarquía anidada.
En cada nivel, el todo organiza a sus partes internas, y las partes afectan al
todo. Se trata de una influencia en ambas direcciones”.
Para Sheldrake,
lo que llamamos evolución es el resultado de antiguos campos mórficos a los que
la costumbre y el uso continuo tienden a fortalecer. El propio universo no
actúa a partir de leyes inmutables, sino de hábitos construidos y
profundamente engranados a lo largo de los eones por medio de la repetición sin
fin. A mayor persistencia de un patrón particular, más grande es su tendencia a
resistir el cambio. Pese a la enormidad de esta propuesta, Sheldrake no llega a
romper del todo con la visión de Darwin:[1]
Toda la idea de resonancia mórfica es evolucionista,
pero el evolucionismo sólo da las repeticiones, no la creatividad. Así que la
evolución debe involucrar un juego entre creatividad y repetición. La
creatividad produce nuevas formas, patrones, ideas, formas de arte. No sabemos
de dónde proviene la creatividad. ¿Es inspirada desde arriba, extraída desde
abajo, tomada del aire? Lo creativo es un misterio donde sea, en el reino
humano lo mismo que en el de la evolución biológica o cósmica. Sabemos que la
creatividad sucede, y cuando lo hace es una especie de selección natural
darwinista. No toda buena idea sobrevive, no toda nueva forma de arte es
repetida, no todo nuevo instinto potencial tiene éxito. Y sólo lo exitoso se
repite. Por la selección natural y luego por la repetición se vuelve probable,
más habitual.
La
posibilidad de vencer a la inercia
La respuesta de Sheldrake como científico no
dista de lo que sería la actitud de un místico: apelar al misterio sin temerlo,
postular a un hombre que no es denigrado por lo que ignora sino que es hombre
justamente porque reconoce en él la sustancia misma de lo desconocido.
Sheldrake no usa lo que sabe (la repetición es científicamente medible) para
predeterminar lo misterioso (nadie sabe cómo surge la creatividad). La
resistencia al cambio es inherente a todo conjunto y, sin embargo, los cambios
creativos son posibles, aunque nadie sepa en realidad cómo se producen. La
posibilidad de cambio, y la clara sugerencia de una de las posibles formas en
que actúa la creatividad cuentan, sin embargo, con un ejemplo que además se ha
popularizado por la simpleza a través de la cual permite entender este
fenómeno: el “Principio de los cien monos”.
Uno
de los más interesantes aspectos de esta historia-fábula es que parece incluir
no sólo a la propia noción de “resistencia al cambio”, sino incluso a una crítica
de esa noción. Esto se demuestra elaborando una pregunta dentro de la misma
lógica de la fábula: ¿por qué no se transmitió la nueva conducta entre los
monos lejanos antes del número cien?, ¿por qué no al alcanzarse el número
cincuenta, o el veinticinco, o incluso el uno (es decir desde la iluminación
misma del primer mono)? La propia fábula parece responder que antes del número
cien no existe la fuerza suficiente para vencer la resistencia al cambio en el
interior del propio grupo (la resistencia al cambio es esa fuerza que lo
mantiene unido y, aún más, le da sentido). Al mismo tiempo, la fábula establece
una posibilidad: la de vencer a la inercia. Incluso desde el terreno del
mito o la leyenda, y aun sin olvidar que la cifra “cien” es simbólica, la fábula
parece surgir de la mismísima resistencia al cambio experimentada por el grupo
humano, para enseñar que esa resistencia no es infinita ni imbatible.
Otro
aspecto esencial de la fábula de los monos es que no parece servirse de la
“selección natural” (el mayor equívoco de la teoría darwinista), ni hacia
dentro, es decir en el contenido (no hay una jerarquía entre los monos de la
historia, ni se presenta una lucha por lograr el mejoramiento de la conducta),
ni hacia fuera, es decir en la forma (no parece haber un único nivel en que
esta historia haya tenido que contender con otras, ni su “éxito de transmisión”
parece debido al fracaso de historias similares). Una forma popular de
ejemplificar la “selección natural” es la imagen del pez grande que devora al
chico. Por una excepcionalísima ocasión, en esta hipótesis convertida en fábula
el acento no se halla en la competencia, la conquista o la rapiña, sino en la
colaboración; las usuales dicotomías sencillamente parecen no funcionar —o al
menos, no son tan determinantes.
Aun
tomando en serio la exposición que Lyall Watson hizo de la fábula de los cien
monos, la repetición de la nueva conducta entre los macacos deja de ser medible
a partir de ciento punto, es decir cuando la innovación se transmite a sitios distantes.
Sería medible sólo si hubiera observadores humanos en la mayor parte de esos
nuevos sitios en donde la conducta se extendió entre los monos, pero aún así
sería necesario que tales observadores estuvieran previamente enterados
sobre lo que tenían que ver, con objeto de notar lo asombroso e
intercambiar informaciones. (Si no están prevenidos, y ni siquiera en estado de
alerta, en un primer momento no verán sino rarezas, excentricidades,
casualidades inconexas.) Por otro lado, en la fábula resulta aún menos posible
“explicar” la creatividad de Imo, el origen de su iniciativa, las razones del
hallazgo cuando lavó la fruta por vez primera. Un evolucionista ortodoxo
tendría que hacer un doble esfuerzo para “demostrar” que la nueva conducta
hacía “más fuertes” a estos grupos de monos, es decir más aptos para la
supervivencia en términos de la selección natural.
*
Nota
[1] La
teoría que Darwin inserta en El origen de las especies (1859) afirma, de
modo sucinto, que toda la diversidad de la vida en la Tierra surge de procesos
naturales y azarosos y no, como se creía antes, de la actividad creativa de
Dios. Tales procesos se llevan a cabo a lo largo de los milenios, y son
determinados por la selección natural, es decir el predominio de los
organismos más aptos para sobrevivir. Eliminar a Dios de la naturaleza tuvo
monumentales resultados, el primero de ellos la secularización de las
sociedades occidentales.
*
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