DGD: Morfograma 70, 2019. |
domingo, 6 de octubre de 2019
El misterio de los cien monos (XIX)
Un
diorama de lo sagrado
Una de las virtudes de la teoría de los campos
mórficos es que no usa su nombre como máscara que elimina a las demás sino que
lo emplea como reconocimiento del pasado, como integración con la memoria
ancestral. Es por ello que cuando Sheldrake afirma “puede ser demasiado tarde”,
está infiriendo una antiquísima raíz, la de la palabra Gaia, el término
de la antigüedad griega para referirse a la Madre Tierra; alude también al
movimiento ecologista que, centrado en esa palabra, intenta cambiar la mirada
humana sobre su planeta de origen, sobre todo en una época en que la crisis
ecológica se ha extremado a gravísimos niveles. Ya los antiguos celtas estaban
convencidos de que existe una energía básica interior y exterior en el mundo, a
la que llamaron shunnache y que estaría organizada, por las leyes
naturales, en patrones denominados manred. Puesto que los cuatro
elementos (tierra, aire, fuego y agua) se hallan en diferentes combinaciones a
lo largo y ancho del cosmos, algunas veces la energía inherente a un lugar es
más detectable que en otros sitios.
Para
la cosmología y la mística celtas, ciertos lugares estaban más “cargados” de shunnache
que otros; una vez localizados, estos puntos recibían el nombre de nemeton.
Ahí se construían templos o se situaban los druidas para comunicarse con el
universo y desarrollar las artes de draíocht (magia), taghairm
(adivinación) y corrguine (herbalismo). Incluso la “lectura tectónica”
era una forma de reconocer tales lugares, revelados por la configuración de los
árboles, plantas y piedras, o por la propia estratificación y conformación
lítica del suelo; sin embargo, la primordial vía de identificación era el
sentimiento, la sensación de hallarse en un lugar santo, un “diorama de lo
sagrado”, un pequeño modelo del paraíso insertado en plena tierra. La creencia afirmaba que el manred
de las energías corporales de un hombre podía alinearse con el patrón de
la naturaleza: un nemeton era visto como un enlace místico y a la vez
orgánico entre los seres humanos y el mundo natural: era el lugar en que los
celtas se sentían más en casa. La astada diosa de los nemeton era
Nemetona o Arnemetria, otra de las formas de la diosa blanca (en término
de Robert Graves) cuyo nombre más extendido es Gaia.
Cuando
la palabra Gaia volvió en la
modernidad para integrarse en la militancia ecologista, la ciencia ortodoxa la
descalificó con el simple método de adjudicarle el nombre de “eco-religión”. Es
curioso que la ciencia oficial utilice los nombres para descalificar a una
corriente, cuando la misma raíz de las palabras que usa el mundo científico
refiere directamente a lo que la ciencia descalifica: así, la palabra materia
—único dios secular del orbe científico— proviene de mater (“madre”),
así como todo el ethos materialista
está permeado de metáforas maternas. “La ciencia”, nos hace recordar Ortega y
Gasset, “es mero simbolismo.”[1] A partir de
los insistentes trabajos de varios teóricos desde el lado de la ciencia
occidental,[2] esa ortodoxia está siendo
obligada a aceptar (aunque a pasos de tortuga) la concepción gaiana del
planeta como un ser consciente. La relación del hombre con el mundo natural ya
no puede ser “de yo a eso” sino “de yo a tú”, en una actitud simbiótica. Como
afirman ciertos filósofos holísticos, los seres humanos requieren con urgencia
una “Declaración de Interdependencia” no sólo entre sí sino de la humanidad con
el planeta y el universo entero.
La
Declaración de Interdependencia
Un primer resultado concreto de la teoría de
los campos mórficos es, pues, hacernos conscientes y co-responsables (la
primera forma de irresponsabilidad es la inacción) del asesinato de un ser vivo
que la mentalidad mecanicista occidental perpetra hora tras hora. Una parte
minoritaria de la humanidad está asesinando a Gaia. Los términos de la
catástrofe ecológica apenas pueden enumerarse sin alarma, y son bien
representados por la declaración de la Academia Norteamericana de Ciencias
(NAS) en el año 2002: “Es posible que el sobrecalentamiento mundial que se
preveía para los próximos cien años podría, de pronto y sin aviso, acelerarse
dramáticamente en sólo unos cuantos años, provocando un nuevo régimen climático
que podría dañar ecosistemas y asentamientos humanos en todo el mundo al
impedir que las plantas, los animales y los seres humanos se adapten a él”.
George W. Bush, entonces presidente de Estados Unidos, admitió este peligro,
pero al mismo tiempo se rehusó a firmar los Acuerdos de Kyoto, un intento internacional
de controlar el sobrecalentamiento, aun cuando Estados Unidos es el mayor
causante de este problema. Al mismo tiempo, Bush anunció un presupuesto militar
de mil millones de dólares por día. En agosto de 2002, el escritor Eduardo
Galeano sintetizaba esta situación:
“La naturaleza está ya muy cansada”, escribió el
fraile español Luis Alfonso de Carvallo. Fue en 1695. Si nos viera ahora. [...]
Una gran parte del mapa de España se está quedando sin tierra. [...] De los
bosques mediterráneos, queda en pie 15 por ciento. Hace un siglo, los bosques
cubrían la mitad de Etiopía, que hoy es un vasto desierto. La Amazonia
brasileña ha perdido florestas del tamaño del mapa de Francia. [...] Cuanto más
se degrada la tierra en el mundo, más fertilizantes y pesticidas hay que usar.
Según la Organización Mundial de la Salud, estas ayudas químicas matan a tres
millones de agricultores por año. [...]
Como las
lenguas humanas y las humanas culturas, van muriendo las plantas y los
animales. Las especies desaparecen a un ritmo de tres por hora, según el
biólogo Edward O. Wilson. Y no sólo por la deforestación y la contaminación: la
producción en gran escala, la agricultura de exportación y la uniformización
del consumo están aniquilando la diversidad.
Diecisiete años después
de esta alarmada declaración (en 2019), la ONU lanza un ultimátum mundial: en
sólo tres décadas el daño planetario será irreversible. La generación que
escucha esta advertencia es la primera en toda la historia de la humanidad para
la cual el futuro ya no es una magnitud abierta e interminable. Pese a la
multitud de campañas tendientes a conjurar la crisis y la concientización de
cada vez más sectores de las sociedades, la vida cotidiana sigue transcurriendo
bajo la ilusión de un futuro de largos plazos.
La fragmentación del mundo en
ciencia y religión no deparó dos reinos independientes entre sí, sino mitades
que, despojada una de las características de la otra, desembocarían
respectivamente en la sequedad, el endurecimiento y la cerrazón. Es difícil no
estar de acuerdo con la opinión de Huston Smith: “Cuando se trata de averiguar
cómo es el mundo, no hay mejor sitio que la ciencia moderna para empezar, y
ninguno peor para terminar” (Forgotten Truth, 1976). Tres siglos atrás, Malebranche había
hecho la misma advertencia (De la recherche de la vérité, 1674).
Galeano hacía ver con suficiente
claridad la profunda contradicción de un mundo basado en la ciencia
materialista:
Se pelan los bosques, la tierra se hace desierto, se
envenenan los ríos, se derriten los hielos de los polos y las nieves de las
altas cumbres. [...] Las inundaciones y las sequías, los ciclones y los
incendios incontrolables son cada vez menos naturales, aunque los medios
insisten, contra toda evidencia, en llamarlos así. [...] 75 por ciento de la
contaminación del mundo proviene de 25 por ciento de la población. [...] No es
“la humanidad” la responsable de la devoración de los recursos naturales, ni de
la pudrición del aire, la tierra y el agua. [...] El planeta está siendo asesinado
por los modelos de vida, así como nos paralizan las máquinas inventadas para
acelerar el movimiento y nos aíslan las ciudades nacidas para el encuentro.
Ni qué decir tiene
que en 2019 todas esas predaciones y cifras se han disparado en lugar de
reducirse.
Gaia no es una “eco-religión” sino
una de las manifestaciones centrales de una actitud de hartazgo, es decir
aquella que ya no puede tolerar a los paradigmas impuestos, sobre todo a los
que se basan en las truculentas tesis del “mal menor” y del “mal necesario”. El
actual paradigma que gobierna al mundo manipula a la oscuridad para arrebatar
todo sentido a la luz.
A veces (acaso nunca como en el
principio del siglo XXI) resulta necesario decirlo con la visionaria violencia
con que en 1929 lo expuso D.H. Lawrence:
La némesis que guarda nuestra civilización es una
locura social que al final siempre es homicida. Cordura significa la totalidad
de nuestra conciencia, y nuestra sociedad sólo es consciente en parte, como un
idiota. Si no abrimos rápidamente todas las puertas de la conciencia y
refrescamos el pequeño espacio pútrido en que nos acunamos, los muros celestes
de nuestro paraíso sin ventilación se mancharán del rojo brillante de la
sangre.
*
Notas
[1] Cf. José Ortega y Gasset: Obras
completas (1983), v. IV: “Imperialismo de la física” y “La ‘ciencia’ es
mero simbolismo”; v. VII: “¿Qué es filosofía?”; v. XII: “Investigaciones
psicológicas. Lección X: Las ciencias suponen la existencia de la verdad”.
[2] Entre ellos: James Lovelock: Gaia:
a New Look at Life on Earth (2000); Lynn Margulis, Dorion Sagan y Philip
Morrison: Slanted Truths (1997); Tyler Volk: Gaia’s Body (1997).
Cfr. también Alan Ereira: The Heart of the World (1990) y Tom Brown Jr.:
Awakening Spirits (1994).
Libros y artículos citados
Smith, Huston: Forgotten Truth: the Common Vision of the
World’s Religions (1976), Harper & Collins, San Francisco, 1993.
Malebranche, Nicolas de: Œuvres complétes Tome I: De la recherche de la vérité: Où l’on traite
de la nature de l’esprit de l’homme et de l’usage qu’il en doit faire pour
éviter l’erreur des sciences (1674), Librairie J. Vrin (Bibliothèque des
textes philosophiques), París, 2002.
Galeano, Eduardo: “El poder se
alza de hombros: cuando este planeta deje de ser rentable, me mudo a otro”, en La Jornada, México, agosto 21 de 2002.
Lawrence, D.H.:
“Nemesis”, en Pansies, P.R.
Stephenson, Londres, 1929.
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