lunes, 15 de junio de 2020

El misterio de los cien monos (XLIV)

DGD: Morfograma 95, 2020.



La figura de retórica:
extrañamiento o desautomatización

Una de la primeras metas del nuevo pensamiento (de la conciencia rizomórfica o expandida) estriba en hacer una limpia en las metáforas en que se basa la retórica del poder y la manipulación.[1] La vía es, desde luego, la poética. En tanto lenguaje figurado, las grandes metáforas son simultáneas y actúan exactamente como los campos mórficos de Sheldrake. Decir, como en las canciones populares, “tus ojos son como luceros”, no sólo acerca e interrelaciona a los campos semánticos “ojos” y “luceros”, sino reconoce la liga previa entre ambos, la relación que permanecía invisible hasta antes de la fulguración metafórica (cabe decir, antes de la masa crítica potencial). No en balde la figura de retórica se llama “de extrañamiento o desautomatización”, y la metáfora se define como “tropo que produce un cambio de sentido, o sentido figurado, que se opone al sentido literal o recto”.
          Restos de ese antiguo lenguaje se manejan automáticamente en lo cotidiano: “la pata de la silla”, “nubes de mosquitos”, “la flor de la juventud”. Mas, en su sentido más alto, las metáforas, vistas por Giambattista Vico como instrumento cognoscitivo (Scienza Nuova, 1725), son simultáneas porque obligatoriamente nos colocan, así sea por un instante, en un punto anterior a la razón, que es fatalmente sucesiva. Si para Aristóteles la metáfora era “traslado de un nombre que designa habitualmente una cosa, a la designación de otra” (Retórica), trabajos más holísticos se detienen a examinar la esencial importancia que radica en desautomatizar lo literal y abrir el campo a lo maravilloso, al misterio intocado por la razón. “Y los peces resbalan / de piedra en piedra como escalofríos”, escribe Neruda (“El liquen en la piedra”). Así —en la perfecta descripción de Lausberg—, “dos esferas del ser son subordinadas figurativamente una a otra [hasta que se alcanzan] realidades espirituales”.[2]
          Estas realidades esenciales se encuentran más allá de la percepción cotidiana y es por ello que Huidobro llama a la poesía “el lenguaje del Paraíso”,[3] lo que también podría enunciarse como “el lenguaje del anima mundi”. Como escribe Helena Beristáin, “a través de las metáforas lo no humano se humaniza, lo inanimado se anima”.[4] No es que la poesía “antropomorfice” a lo no humano, no es que dé humanidad a lo inmaterial para adornarlo: es que reconoce el alma del mundo, y al hacerlo humaniza al hombre. Su herramienta más alta es la metáfora, pero ella es a la vez la base de todo arte mayor, puesto que percibe lo similar en lo desemejante y une elementos cuyas afinidades nadie sospechaba antes, es decir, revela su simultaneidad, o de otro modo, coloca a esos territorios en un nivel en donde la sucesividad deja de ser exclusiva y comienza a actuar también lo simultáneo.
          Porque una de las esenciales razones de que tantos pensadores de distintas disciplinas sientan necesario reunificar ciencia y religión, estriba en que esta última representa la simultaneidad en un mundo regido en exclusiva por el sucesivismo. Los antagonistas pueden ser llamados de varias formas: ciencias-humanidades, razón-intuición, lógica-Dios, devoción-conocimiento, hechos-espíritu, evidencia-eternidad, pero también y sobre todo sucesividad-simultaneidad. Seyyed Hossein Nasr, profesor de estudios islámicos en la Universidad George Washington, aporta un ejemplo:

En el principio, la Realidad era a la vez ser, conocimiento y gracia (la tríada sat, chit y ananda de la tradición hindú, o la que forman los conceptos qudrah, hikmah y rahmah que están entre los nombres de Alá en el Islam). La frase “En el principio” se ubica siempre en presente. En ese “ahora”, el conocimiento continúa poseyendo una profunda relación con esa Realidad primigenia y primordial que es lo Sagrado y la fuente de todo lo que es sagrado. [Knowledge and the Sacred, 1990.]

La ciencia ortodoxa separa, categoriza, desconecta (o ignora las conexiones secretas); lo que requiere es aquello que es la esencia misma de las tradiciones esotéricas más antiguas: la metaforización. Así, Kabbalah también significa “paralelo” (de la palabra hebrea hakbalah), porque la cábala traza paralelos entre elementos que no parecían tener ninguna conexión entre sí. No otra cosa sino un pensamiento metafórico, es decir abierto también a lo simultáneo, demanda Sheldrake para atisbar la portentosa relojería de los campos mórficos, cuya Figura alienta más allá de las concepciones usuales de tiempo y espacio.


El arrebato

La poesía es un ansia de totalidad, y la metaforización es su principal “ejercicio de abismo”. Acaso es en este sentido que a veces se dice que la poesía es amorosa o no es, en tanto la experiencia poética genera en el lector una revolución perceptual similar a la que viven los amantes de modo espontáneo. Ese arrebato, esa forma del despertar, están extensamente descritos en la historia de la literatura, por ejemplo en Vicente Blasco Ibáñez:

El amor había transformado a Juanito, su alma vestía también nuevos trajes, y desde que era novio de Tonica parecía como que despertaban sus sentimientos por primera vez y adquiría otros completamente nuevos. Hasta entonces había carecido de olfato. Estaba segurísimo de ello; y, si no, ¿cómo era que todas las primaveras las había pasado sin percibir apenas aquel perfume de azahar que exhalaban los paseos y ahora le enloquecía, enardeciendo su sangre y arrojando su pensamiento en la vaguedad de un oleaje de perfumes? No era menos cierto que hasta entonces había estado sordo. Ya no escuchaba el piano de sus hermanas como quien oye llover; ahora la música le arañaba en lo más hondo del pecho, y algunas veces hasta le saltaban las lágrimas cuando Amparito se arrancaba con alguna romanza italiana de esas que meten el corazón en un puño. El muchacho, antes tan sólido y bien equilibrado, mostrábase inquieto y nervioso, lloraba a solas por cualquier cosa o se entregaba a expansiones infantiles; pero, a pesar de esto, era más feliz que nunca. Su antigua vida parecíale la existencia soñolienta de una bestia amarrada a la estaca, rumiando la comida o durmiendo, sin noción alguna de un más allá. [Arroz y tartana, 1894.]

El inglés John Berger expresa de modo exacto lo que implica esa revolución en los sentidos del amante —que proviene de esa misma ansia de absoluto, de más allá— a través de la percepción de las correspondencias:

Los amantes incorporan el mundo entero a su totalidad. Todas las imágenes clásicas de la poesía amorosa lo confirman. El río, el bosque, el cielo, los minerales de la tierra, el gusano de seda, las estrellas, la rana, el búho, la luna, demuestran el amor del poeta. La poesía expresa la aspiración a esa correspondencia, pero es la pasión la que la crea. La pasión aspira a incluir el mundo entero en el acto de amar. El hecho de querer hacer el amor en el mar, volando por el cielo, en esta ciudad, en aquel campo, sobre la arena, entre las hojas caídas, con sal, con aceite, con frutas, en la nieve, etcétera, no significa que se precisen nuevos estímulos, sino que expresa una verdad que es inseparable de la pasión. La totalidad de los amantes se extiende, de manera diferente, a fin de incluir el mundo social. Todos los actos, cuando son voluntarios, se llevan a cabo en nombre de la persona amada. Lo que el amante cambia entonces en el mundo es una expresión de su pasión. [...]

  La totalidad de la pasión oprime (o socava) al mundo. Los amantes se aman con el mundo. (Al igual se podría decir que con todo su corazón o con sus caricias.) El mundo es la forma de su pasión, y todos los sucesos que experimentan o imaginan constituyen la iconografía de su pasión. Por eso la pasión está dispuesta a arriesgar la vida. Se diría que la vida es sólo la forma de la pasión. [Ways of Seeing, 1972.]

Profundamente extendida en la historia de la literatura en sus muy diversos niveles, esa universal aspiración a la correspondencia con el absoluto cobra otro rostro —el de los seres con mirada originaria— en la prosa de Doris Lessing:

¿Cómo podemos saber si vieron lo que nosotros vemos? Quizá cuando miraron las colinas, valles, árboles, se hicieron con lo que vieron en una forma que nosotros no comprendemos, como los aborígenes en Australia pueden ser parte de un paisaje a través del canto. Quizás, avizorando, de espaldas a las pinturas que habían ejecutado, ellos eran el paisaje, eran lo que veían. En ocasiones la gente de hoy tiene destellos o momentos, que son como si formaran “parte de todo”, y emergen en “todo”: ondean en árboles, plantas, suelo, rocas, y pasan a ser uno con ellos. ¿Cómo sabemos que esta condición, que se consigue sólo temporal y ocasionalmente, y por muy pocos, no fue su estado permanente? [The Doris Lessing Reader, 1988.]

Cabe ahondar la pregunta: ¿cómo negar que sigue habiendo destellos por medio de los cuales la fragmentaria percepción visual de la modernidad requiere no sólo ser parte del todo, sino recuperar una antigua mirada ya perdida que permitía al ser humano ser lo que veía y emerger en todo?

*

Notas 

[1] Cf. George Lakoff y Mark Johnson: Metaphors We Live By (1980); Robert J. Sternberg: Metaphors of Mind (1990).
[2] Heinrich Lausberg: Elemente der literarischen Rhetorik, Max Hueber Verlag, Munich, 1949. [Elementos de retórica literaria, Gredós, Madrid, 1963.]
[3] En la conferencia La poesía, dictada en el Ateneo de Madrid en 1921.
[4] Helena Beristáin: Diccionario de retórica y poética, Porrúa, México, 1988.


Libros citados 
Berger, John: Ways of Seeing (1972), Viking Press, Nueva York, 1995.
Blasco Ibáñez, Vicente: Arroz y tartana (1894), Plaza & Janés (col. Jet), Barcelona, 1995.
Lessing, Doris: The Doris Lessing Reader, Alfred A. Knopf, Nueva York, 1988.
Nasr, Seyyed Hossein: Knowledge and the Sacred, State University of New York Press, Albany, 1990.





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