lunes, 15 de febrero de 2021

El misterio de los cien monos (LXVIII)

DGD: Postales, 2021.

 

 

La consonancia remota

 

En principio puede preguntarse si hubo alguna influencia entre Kammerer y Schoenberg, en sus muy distintos territorios, o si entre ellos sucedió lo que en ese mismo periodo y ciudad se dio entre Schoenberg y Josef Matthias Hauer, quien desarrolló un sistema similar al serialismo sin tener ninguna conexión con Schoenberg (más tarde Hauer reclamó la paternidad de esta teoría). Sea como sea, la coincidencia es lo suficientemente tajante como para permitirnos asegurar que habría interesado al propio Kammerer. Como en la anécdota de los dos Franz Richter, liga al biólogo y al compositor una “serie” de similitudes: ambos músicos, individualistas, ambiciosos, inquietos, ansiosos por la ruptura de fuertes tradiciones culturales a las que al mismo tiempo amaban, y creadores de respectivas teorías complejas y audaces que casi tienen el mismo nombre: serialidad, serialismo.

          En este sentido, ¿es posible aventurar la hipótesis de que Schoenberg, en tanto músico, logró lo que Kammerer sólo soñó y nunca se atrevió a realizar? ¿De haberse decidido por la música en vez de por la biología, Kammerer habría llegado a un resultado similar al de Schoenberg? Y este último, de haber optado por la ciencia, ¿habría desembocado en una teoría como la de Kammerer? ¿O bien ambos resultados habrían sido por completo diferentes? ¿Por qué entonces la similitud de nombres, intuiciones, propuestas, atisbos, combinatorias, aunque sean tan distintos los territorios de cada uno de ellos?

          Resulta asombroso comprobar que ciertos términos ideados por uno podrían haber sido empleados por el otro, así sea a nivel metafórico y haciendo omisión de su específico significado técnico; así, por ejemplo, en “Composition with Twelve Tones” Schoenberg describe el fenómeno de la disonancia como “consonancia remota” (remote consonance). Kammerer podría haber usado el mismo término en sus observaciones: la coincidencia es una consonancia, y a la inversa. Ambos autores se relacionan tanto en el mundo de la ciencia (los dos usaban un lenguaje cuasi-matemático) como en el del arte (a través de la música se desarrolla una muy especial sensibilidad hacia el mundo). Su primordial contraposición —Kammerer instaba a una lectura absoluta de las recurrencias, mientras que Schoenberg pedía utilizarlas sin preocuparse más que por su sentido inmediato— no parece, en el fondo, sino una mera diferencia de rango o alcance (una “consonancia remota”).

 

 

La memoria de Alma Mahler

 

Schoenberg fue discípulo de Mahler y la esposa de este último, Alma, dejó agrias páginas en su autobiografía (Mein Leben, 1960) dedicadas a Kammerer. Vale citar el fragmento completo:

 

Entre las muchas personas a quienes conocí entonces, estaba el destacado biólogo Paul Kammerer, uno de los seres más extraños con que he tropezado en mi vida. Caótico e ingenuo a la vez, pedía igual que un niño, con lloros y gritos, el cumplimiento de cualquiera de sus deseos.

  Le había escrito una carta a Gustav Mahler, en los últimos años de éste. Era una carta tan original que Mahler lo citó y charló con él larga y seriamente. Kammerer volvió a visitarnos en Toblach el verano siguiente, pero esa vez no nos hizo mucha gracia lo ridículo de su persona. Tenía un toque de sensacionalismo, y fue desfigurada su gran carga artística natural.

  Apenas sabíamos quién era, y Mahler había olvidado ya su frase cortés (“¡Venga a vernos en el curso del verano!”) cuando empezó a llegar cada día una pila de correspondencia con las siguientes señas: “c/o Director Gustav Mahler para el Dr. Kammerer”. Por último llegó él en persona. Después de semejante propaganda postal, nuestra recepción fue muy fría, pero no quiso notarlo. Pensamos en aprender algo de él y llevamos la conversación a temas biológicos. Sin embargo, Kammerer no quería hablar más que de música, y Mahler se sintió tan fastidiado que cortó la visita por lo sano.

  Ya muerto Mahler, me encontré con Kammerer en el tren, en el trayecto de Munich a Viena. Todavía muy afectada por la pérdida de mi marido, había asistido, en Munich, al estreno de La canción de la tierra, dirigida por Bruno Walter. En aquel trayecto se puso a desarrollar Kammerer sus ideas sobre mi futuro próximo. Opinaba que por una temporada debía abstenerme de la música y me ofreció un puesto como ayudante suya en el laboratorio de investigación biológica del Prater. Me gustó la propuesta y acepté en seguida. Me inicié con un experimento mnemotécnico. Él quería averiguar si las mantis religiosas pierden la memoria al cambiar de tegumento, o si la fase constituye sólo una reacción cutánea superficial. Para eso tenía que inculcarles una costumbre, pero a esos bichos no hay manera de enseñarles nada. Yo tenía que darles de comer en la parte de abajo de la jaula. Ellos comen siempre arriba y a la luz. La jaula estaba a oscuras por abajo. No hubo manera de que aquellos insectos perdieran su bonita costumbre y complacieran a Kammerer.

  Yo llevaba anotaciones minuciosas, aunque Kammerer habría preferido anotaciones inexactas pero positivas. No quiero decir que él fuera capaz de hacer trampa; no, pero deseaba tan ardientemente el éxito de sus investigaciones que era capaz de desviarse inconscientemente de la verdad. Esto me explica también su posterior proceder y la descalificación de los laboratorios ingleses de investigación, que diagnosticaron: “Los resultados de sus investigaciones no son concluyentes”. Se trataba entonces del mimetismo en los lagartos. Aquel experimento —en cuya supervisión colaboré— se publicó demasiado pronto, y sin la debida observación. En Inglaterra llegaron incluso a acusar a Kammerer de falseamiento. En cierta ocasión me llevó al sótano del laboratorio biológico. Se trataba de habituar a unos ajolotes a que comieran a la luz para que aquellos animales ciegos recuperaran la vista. Cuando volví a casa y comuniqué el resultado a Oskar Kokoschka, me dijo: “¿Y qué ven entonces?... ¡A Paul Kammerer!”.

  En aquellos meses Kammerer se enamoró seriamente de mí. Me escribía varias cartas al día, todas disparatadas. Sólo he conservado algunas. Tenían muy poco que ver con la realidad. Él estaba totalmente equivocado en cuanto a nuestras relaciones. Como amigo lo apreciaba, pero, como hombre, me resultaba repulsivo.

  Había logrado, una sola vez en el curso de los años, arrebatarme un beso absurdo, que interpretó inmediatamente como promesa de matrimonio. Hubo una época, en 1912, en que nos tuvo a todos temblando por su culpa. Su pasión por mí, que se había inventado él solo, lo convirtió en el hazmerreír de todos sus conocidos. Cada día salía de mi casa asegurando que iba a pegarse un tiro, y sobre la tumba de Gustav Mahler además. Decía que Mahler se le había aparecido, y cosas por el estilo. Al principio me asustaba, pero, al fin, me acostumbré.

  Por último, llamé a su mujer, le pedí que se ocupara más de él y que tratara de serle indispensable. Pero le pedí sobre todo que le quitara una pistola que sacaba a todas horas y con la que amenazaba matarme y matarse él. Le recomendé que se convirtiera en su ayudante de biología del laboratorio de investigación. Yo dejé de serlo en cuanto me di cuenta de su estado. Dije a su mujer: “¡Dele gracias a Dios de que su corazón abandonado haya ido a parar a mí. A mí no me gusta, por eso usted no lo ha perdido!”. Se fue dándome las gracias. Durante algún tiempo dio la impresión de que su matrimonio había mejorado. Las dos nos habíamos prometido mutuamente no decir una palabra a Kammerer de nuestro encuentro. Desde luego, yo mantuve la promesa.

  Recuerdo que, en mi primera práctica del laboratorio biológico, tenía que dar a los animales gusanos de harina. Me daba entonces algo de grima ver la enorme caja llena de gusanos que se retorcían. Kammerer lo notó, tomó un puñado de gusanos, se los metió en la boca y se los comió ruidosamente.

  En otoño de 1915 me casé con Walter Gropius y perdí a Kammerer cada vez más de vista. Él se había divorciado y vuelto a casar. Me presentó a su segunda esposa, pero me di cuenta en seguida de que ella le hacía la vida imposible y se sentía superior a él. Aquel matrimonio duró muy poco. Kammerer marchó después a Estados Unidos, en donde pronunció conferencias sobre la teoría de rejuvenecimiento de Steinach. Y parece que tuvo éxito. El hecho de que las revistas especializadas inglesas hubieran puesto sus trabajos en tela de juicio por las razones mencionadas, lo llevaron a aceptar una cátedra en Moscú con grandes perspectivas. Y marchó a Moscú. Pero todo había sido un engaño; no tenían ahí intención de cumplir ninguna de las promesas con que lo habían llevado. Regresó a Viena, desesperanzado y tocado de muerte.

  Parece que hubo todavía una última historia sentimental y, para terminar, lo hallaron muerto en 1924, en la Rax, apoyado en una roca, con la sien atravesada por un balazo. En las cartas que dejó, incluyó graves acusaciones contra la Universidad de Viena, en donde no había hallado su lugar.

 

Contra el declarado desprecio implícito en esta versión, sólo se alzó una voz: la de Arthur Koestler; éste no niega la excentricidad o temperamento pasional de Kammerer, pero no usa estas características para asociarlo con la demencia. A la inversa: Koestler apuesta por la honestidad de Kammerer en el infausto experimento que le causara la vida, y cita otros testimonios que privilegian sus dones como músico, su eficacia en tanto observador de la naturaleza y su amor por las criaturas vivientes, así como por el carisma de su exposición, capaz de emocionar a los espectadores de sus conferencias lo mismo que a sus oponentes científicos.

          ¿Compartía Schoenberg el desagrado que Alma y Gustav Mahler sentían hacia el biólogo? Según sus biógrafos, la única persona en el mundo a quien Schoenberg despreciaba era Stravinsky. Acaso Schoenberg miraba a Kammerer como sólo un biólogo, o acaso no lo miraba en absoluto. En la dirección opuesta, ¿cómo veía Kammerer a Schoenberg? Este último no era críticamente aclamado; Mahler solía callar las protestas y burlas de los críticos cuando se interpretaba música de Schoenberg, y veces lo defendía incluso a través de violencia física. Kammerer apreciaba en gran medida la música y la figura de Mahler, de tal manera que es muy posible que asimismo apoyara la obra de Schoenberg, un compositor tan duro y complejo como lo es Kammerer en tanto teórico.

 

*

 

Libros citados

Mahler-Werfel, Alma: Mein Leben, Fischer Verlag, Frankfurt, 1960. [Mi vida, Tusquets, Barcelona, 1987.]

Schoenberg, Arnold: “Composition with Twelve Tones” (1941), en Style and idea: selected writings of Arnold Schoenberg, St. Martin’s Press, Nueva York, 1975; University of California Press, Berkeley, 1984.

 

 

[Leer El misterio de los cien monos (LXIX).]

 

 

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