martes, 5 de julio de 2022

Creer (XIII)

DGD: Postales, 2022.

 

Supongo que no existe ninguna base adamantina para sustentar creencia alguna. Pero uno va adquiriendo un hábito regular de tomar las cosas tal como vienen. Y luego llega lo imprevisto y lo estropea todo.

H.G. Wells: La visita maravillosa

 

William James respetaba la existencia de todas las religiones y afirmaba que pueden ser benéficas, siempre que se basen en la convicción, no en la imposición por autoridad. Pero ¿pueden realmente diferenciarse el convencimiento al que llega un individuo por sí mismo y aquel al que llega por inercia, negligencia o autoritarismo? ¿Cuánta autoridad hay en el fondo de las convicciones más orgullosas de su libertad?

          James tiene su propia convicción, y por ella escribe: es su motor, y actúa lo mismo que cualquiera otra convicción sin importar que ésta se enfoque precisamente en el concepto mismo de convicción. La de James puede enunciarse así: la materia es sólo una parte de un universo invisible y mucho mayor, caracterizado por la diversidad infinita; en este punto el filósofo cuestiona a la creencia, la confianza e incluso a la convicción, por considerarlas crédulas, y paradójicamente termina apoyándose en la fe.

          Y es en este punto —en el que su fe es más poderosa que toda su filosofía— que llega a su más memorable hallazgo, al decir que el universo invisible ofrece (promete) a los sentidos una revelación, y que en sus estadios más altos el cosmos sutil se revela por medio del aparato perceptual.

          A esta altura habla de conversión, de sanidad y de experiencia mística, y casi sin darse cuenta recomienda un ejercicio que bien podría verse como el centro mismo de su obra, y es el momento en que James aconseja la utilidad de una oración sin destinatario.

          ¿Qué queda de una oración si no tiene destinatario?, preguntarán los místicos, y ellos mismos llegarán a sólo tres posibles respuestas: bendecir, alabar, cantar. Quizás la mejor parte de todas las liturgias está en uno de esos verbos, o en los tres al mismo tiempo.

          Sin embargo, sigue habiendo un “para qué”, y aunque no lo hubiera, el propio ejercicio propuesto por el filósofo tiene una utilidad: no por otra cosa es un ejercicio. No obstante, resta un paso más allá: aplicar al ejercicio su propio enunciado, a través de lo cual deja de ser un ejercicio cuyo objeto es “llegar a”, y acaso se convierte en la clave misma y la demostración de haber llegado... sin saber a dónde y sin que importe saberlo.

          Un orar sin enfocar es lo contrario de la concentración (del todo a un punto) y se vuelve expansión pura (de un punto al todo). Tal vez sólo faltó a William James un pequeño paso para llegar a la única conclusión posible: el creer sin concepto, sin utilidad, sin concentrar ese acto (esa oración) en un punto. Un creer que, porque no tiene sujeto, o destinatario, o finalidad, no puede ser utilizado ni manipulado y por tanto desviado, y llega a su necesariamente misterioso destino. Es el único destino que debería preocuparnos.

 

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En Moby Dick se dibuja la figura del recio marinero Starbuck, que ha llevado una durísima vida en alta mar (en cuatro décadas sólo tres años ha pasado en tierra firme) y que ha visto de cerca la furiosa y demencial cacería que su capitán, Ahab, ha emprendido contra la ballena blanca. En el capítulo CXIV —muy cerca ya del arquetípico desenlace—, Starbuck lanza la frase más potente de la novela de Melville: “Que la fe expulse a los hechos; que la fantasía expulse a la memoria: yo miro a lo hondo y creo” (Let faith oust fact; let fancy oust memory; I look deep down and do believe).

          ¿En qué puede creer Starbuck? A fin de cuentas, de una manera muy extraña, en ese momento Moby Dick se vuelve la historia de Starbuck, y deja de ser la de Ahab. Starbuck no sabe en qué cree. Pero cree. Tal vez ahí está la clave: en no saber. Como en los sueños. Invariablemente, cada noche el soñador es “engañado”: el sueño es absolutamente real y quien está sumergido en él no tiene la menor conciencia de estar soñando; sólo al despertar sabe que soñó, es decir cuando la conciencia cambia de sintonía en la vigilia. Mientras estaba ahí creía, no sólo sin saber en qué, sino ni siquiera que creía. Cuando cree en esa realidad, de una cierta manera misteriosa cree también en el despertar, aunque no sepa que está soñando ni que hay otra realidad llamada vigilia. Un creer que no depende en absoluto de la convicción, o que es la convicción misma. Durante toda su vida, Starbuck había creído que creía en una u otra cosa, pero eso no era sino una sombra de aquello a lo que accede de súbito en ese instante fragoroso en que dice en voz alta “miro a lo hondo y creo”.

          No dice en qué cree y lo más probable es que no lo sepa. Sin embargo, por primera vez en su larga vida cree, fuera de toda duda, de toda suspicacia, de toda reserva. ¿Puede decirse que algo cree en él o a través de él? Tal vez, pero entonces el acto de creer —que quizás sea el acto humano por excelencia— es algo muy distinto de lo que comúnmente “se cree”. El creer es un darse cuenta, pero la fe ciega es lo diametralmente opuesto a la conciencia. Creer es un acto de poder (de toma de poder, de apertura de un crédito para adquirir una propiedad) sólo cuando se aplica a algo determinado, cuando se cree en esto o en aquello; cuando no tiene aplicación tampoco tiene uso (y entonces lo único que adquiere es una pertenencia).

          Qué terrible extrañamiento provoca Melville en ese instante fugaz y eterno; con toda su ambigüedad, con toda su irresolución, es acaso el único momento en que el lector realmente suspende la incredulidad, lo cual no significa que sólo entonces crea, sino que ha logrado el milagro correspondiente: el de suspender la credulidad, es decir el de mantener a la creencia suspendida en su punto más alto sin permitirle caer en el objeto (en qué creer) o el motivo (por qué creer).

 

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[Leer Creer (XIV).]

 

 

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