martes, 15 de noviembre de 2022

Postales: imagen hablante y vocablo icónico (II)


 

 

Postales: imagen hablante y vocablo icónico (II)

Entrevista con Daniel González Dueñas

Praxedis Razo

 

 

¿A qué crees que se deba ese desequilibrio que mencionas entre las imágenes y el mundo textual de Internet?

            —No sólo de Internet. Es un tema vasto y complejo que sólo podemos revisar aquí muy someramente; para eso, pongamos algunos ejemplos. Los pintores, fotógrafos y cineastas consideran a la palabra como un elemento subsidiario de su oficio (sirve para poco más que comentar y apoyar la obra personal, o para prepararla como en el caso de quienes escriben guiones fílmicos) y en general leen poco; incluso los que son ávidos lectores es muy infrecuente que se entreguen a la palabra con la misma pasión, la misma reverencia con que contemplan a lo icónico. Por su parte, los escritores conciben a la imagen como ilustración del texto, y así ven poco cine, pintura, fotografía (en todo caso, en las carreras de letras y los talleres de creación literaria no se contempla como esencial dar historia del arte o técnicas de artes gráficas). Desde luego hay pintores que escriben y escritores que pintan, pero ellos mismos reconocen estar visitando territorios que no son suyos en la medida en que les pertenecen sus oficios respectivos (es decir, su especialidad; en nuestra cultura el especialismo es muy promocionado: a quien incursiona en más de un lenguaje artístico se le aplica aquel refrán según el cual “el que mucho abarca poco aprieta”). La gran excepción a esto son las fotografías tomadas por Juan Rulfo, tan profundas y arquetípicas como su obra escrita.

 


            Otro ejemplo que podríamos mencionar, más cercano a nuestro ámbito: en México, en la segunda mitad del siglo pasado, cada generación hablaba de “la crisis del cine mexicano”; esta crisis se “solucionó” de la forma más irrisoria: sencillamente se dejó de usar la palabra “crisis”. Una de las razones que en las décadas pasadas se mencionaba como causa de la crisis era la “falta de guiones”, es decir de ideas (es decir, de palabras). En el mejor de los casos, los cineastas entendían esto como necesidad de adaptar al cine más obras literarias, o sea servirse de las ideas de escritores famosos y “traducir” a imágenes ese océano de palabras. Y es que la palabra tiene mala fama entre los hacedores de imágenes: en las escuelas de cine se rechazan ciertos guiones como “demasiado literarios” y sin cesar oímos a los maestros reprochar a los alumnos “demasiado diálogo”.

            También en las escuelas de cine se oye mucho el lema “Hay que mostrar, no decir”, según el cual a la audiencia cansada de sermones no se la convence con palabras sino con imágenes impactantes. Es un lema muy tramposo porque presupone la existencia de un público con una percepción fresca, casi diríase inocente y totalmente dispuesta, cuando en realidad el espectador está asimismo harto de sermones icónicos y ha aprendido a consumir imágenes impactantes con mayor o menor indiferencia.

            Otro ejemplo: en cuanto a la literatura, la búsqueda de un verdadero re-equilibrio entre imagen y palabra es minoritaria; viene de inmediato a la memoria uno de los libros más alucinantes jamás escritos, Gödel, Escher, Bach: Una eterna trenza dorada, del físico-matemático Douglas R. Hofstadter (sin duda prefiero la traducción del CONACYT de 1979 a la posterior de Tusquets, que también tradujo no muy meritoriamente la continuación: Yo soy un extraño bucle, en 2013). Uno puede estar o no de acuerdo con la teoría de la conciencia que ahí desarrolla Hofstadter, pero lo que resulta irresistible es el modo en que llega a ella, los ejemplos que utiliza, las imágenes que deja correr en paralelo al discurso verbal (entre ellas los ambigramas, que son fascinantes y muy antiguas maneras de unir imagen y palabra) y cobrar su propio impulso.

 

Existe la idea de que los libros ilustrados son “didácticos”.

            —En efecto. Un ejemplo entre muchos posibles: cuando se cumplen treinta años de la publicación del gran éxito de Ken Follett, Los pilares de la tierra, se lanza una lujosa edición conmemorativa ilustrada con más de cien dibujos, y Follett se siente obligado a escribir una introducción en donde recuerda que “en la Edad Media todos los libros eran ilustrados” y que “el placer de un libro no proviene únicamente de su lectura: disfrutamos además el aspecto que le proporciona un buen diseño, elegantes encabezados de capítulo, una tipografía atractiva y un papel y un encuadernado de alta calidad... y también de las imágenes”. Subrayemos ese también. Al final de esa introducción, el autor se dirige didácticamente al lector: “confío en que tu imaginación se vea potenciada por las espléndidas ilustraciones de esta edición tan especial”; Follett intuye que debe decir algo así o de lo contrario el lector podría considerar que los dibujos son un insulto a su imaginación.

              Libros en que lo visual y lo verbal tienen igual peso como La vuelta al día en ochenta mundos y Último round son excepcionales, incluso en la bibliografía del propio Cortázar. La única tradición de libros narrativos ilustrados que ha perdurado es, en efecto, la dedicada a los niños. Se supone que la imagen “endulza” una píldora, atrae la “precaria” atención del niño y lo hace tragar moralejas a través de síntesis gráficas “simples y sencillas”. En la industria editorial las imágenes fuertes se destinan únicamente para la portada (por ejemplo la gran época de Alianza con Daniel Gil).

            Podría pensarse que en este desequilibrio del que hablamos, al menos la imagen ha llegado a una depuración meritoria, pero la verdad es que esa depuración, esa calidad, se deben a la decadencia de su contrario en la balanza: la palabra. El desequilibrio es global y tiene graves consecuencias. Se considera que son lenguajes distintos que sólo pueden llegar a “colaborar”. Difícilmente se habla de un único lenguaje con diversas manifestaciones.

            En cierto modo, la literatura tiene razón al ver con reticencia a las imágenes, sobre todo en una cultura que se ha ido saturando de imágenes huecas vía Hollywood y los media. Por otro lado, también los medios audiovisuales aciertan de alguna manera al desconfiar del exceso de palabras, en un ámbito en que la verborrea (sobre todo política, pero también mediática, académica, literaria e incluso filosófica) ahoga contenidos y entorpece a toda comunicación. Por eso precisamente se habla de crisis: acallar esta palabra o ver como ingenuo a quien aún se atreve a pronunciarla, no soluciona nada y más bien empeora todo.



  

Sigamos en las imágenes antes de adentrarnos en los contenidos. No obstante lo que dices de las imágenes en Internet, tú además a veces intervienes en ellas profundamente por medio de la técnica del collage. Habla de ese quehacer.

            —En algún momento de la hechura de postales surgió la necesidad ya no tanto de buscar imágenes como de “construirlas”, o sea “provocarlas”. El collage se impuso en ciertos casos como parte indispensable de la experiencia.





            Siempre admiré ese sentido de conjunción lúcida y lúdica que hay en el collage surrealista, no sólo el de Ernst sino también en Magritte, en Dalí, en Delvaux... Ese desafío asumido con igual intensidad por poetas y artistas plásticos es una llamada muy antigua: la creación de una imagen que, a diferencia de las demás, descoloque al espectador, desarme sus andamiajes racionales, sus sistemas de procesamiento de realidad, sus códigos de valores y de categorías. En el collage los artistas plásticos hacen lo mismo que los poetas cuando acuñan metáforas: una reunión imprevisible de elementos, casi diríase una revelación de partes desconocidas de lo real.

            A veces hay en el collage de los surrealistas una violencia directa, una crítica de choque; a veces la conjunción es más sutil. Podría decirse que mis collages buscan más bien esto último. Por cierto, me pregunto si podrían existir separados del texto que los acompaña.

 





            Algunas postales responden, desde luego, a lo que se supone en primera instancia que debe ser una postal: la imagen complementa al texto, lo abre a lo icónico para acentuar el significado, etcétera. No obstante, sobre todo cuando incluyen mis intentos en el collage, no trabajo en el nivel racional o lógico, no busco las correspondencias evidentes, no pretendo explicar el texto ni aclararlo, y ni siquiera colocarlo en un estrato comprensible. Sucede más bien como en el poema, en donde la extrañeza, jamás racionalizada, es el signo de un posible internamiento, de una enunciación en otro registro de la voz-mirada.


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