viernes, 5 de mayo de 2023

Manuel Altolaguirre: “No he nacido de mí”

DGD: Postales, 2023.

 

r e t r a t o s   (e n)   (c o n)   p o s t a l e s

Manuel Altolaguirre: “No he nacido de mí”

D.G.D.

 

Los poetas cuyos nombres no circulan con tanta insistencia como otros son afortunadamente numerosos, como lo prueba el escuchar con frecuencia la frase “No conocía a este poeta”, exclamación asombrada que es en realidad una pregunta: “¿por qué no conocía a este poeta?”. (Una pregunta que cuestiona directamente el sistema de difusión en el que se basan los media.) Cada lector exigente tiene sus poetas favoritos, y los atesora con una cierta usura hasta convertirlos en joyas de una colección privada, pero con estos poetas, que son hierofantes de pequeñas logias, la crítica en general suele ser más severa y condescendiente que con los consagrados. Así lo parece, por ejemplo, cuando James Valender, prologuista de la obra de Manuel Altolaguirre (Málaga, 1905-Burgos, 1959), escribe: “fue un poeta desigual (como casi todos los poetas), que (a diferencia de muchos) en sus mejores momentos nos dejó unos poemas verdaderamente memorables. Poco dotado para escribir poemas de circunstancias (su elegía a Lorca, por ejemplo, resulta muy decepcionante, y más todavía si se recuerda la estrecha amistad que uniera a los dos andaluces desde su juventud), el malagueño fue sobre todo un poeta involuntario, y casi siempre el primero en sorprenderse ante la experiencia que su poesía solía ofrecerle”.[1] Pero no se trata de una forma de paternalismo sino del tono de confianza que usamos para hablar de amigos en el sentido de “sus defectos o carencias no los hacen menos queridos ni menos entrañables”. El lector que se interne en la poesía de Altolaguirre entenderá ese calificativo de “poeta involuntario” no como un individuo en el que el hallazgo caía como don inesperado sino como un artista que nunca creyó en las categorías usuales por medio de las cuales se define al arte (un hombre renuente a llenar un sitio preestablecido, es decir a volverse personaje, autoridad y estilo) y que, en efecto, fue siempre el primer asombrado por los hallazgos que su escritura le propiciaba.

            En ese contexto, la aseveración final de Valender se libra de equívocos: “la gracia (es decir, la magia) de la poesía de Altolaguirre estriba no tanto en lo que nos dice como en el movimiento mismo de su decir, en su ritmo, [...] en esas repentinas aceleraciones o cambios de sentido, quiebros que producen en nuestra percepción del mundo una transformación de tal intensidad que por un momento todo nos parece posible. Logro poético, pero también humano, en el que todo movimiento es una entrega amorosa y vital”.

 


            En la diversidad de la cultura humana siempre habrá alguien que ignore a alguien: imposible conocerlo todo, andar en todas partes, enterarse de todas las entrevisiones, algo que es deseable sólo por imposible: la ubicuidad se atisba en cada acto de desconocer un poco menos. El único pecado verdadero es detenerse, plantarse como en los juegos de cartas, contentarse con lo conocido, creer que lo que no se ignora es suficiente.

            Manuel Altolaguirre no se detiene en el lenguaje: para este poeta las palabras son medios, no fines, cuyo propósito es registrar experiencias perceptuales y psíquicas surgidas en el terreno de lo excepcional. Por ejemplo, su “Poema del agua” abre con una imagen espléndida en tres endecasílabos: “El reflejo soledades ausenta. / Sobre cristal que copia cielos verdes / largas planicies anda el marinero”.

 

              El “poeta involuntario”, mote que sería aceptado ciertamente por la modestia —y la proverbial inconformidad— de Altolaguirre, se funda en un dolor ulterior, el del oficio de escribir: “y ver luego que todo / se queda siempre dentro, / que las palabras fueron / espejos engañosos...” (“Soledad sin olvido”). Pocos poetas osan enunciar desde tal transparencia el dolor esencial de todo ser consciente, el de un mundo adolorido, cruel e injusto: “Huyo del mal que me enoja / buscando el bien que me falta. / Más que las penas que tengo / me duelen las esperanzas” (“Cerrando los ojos”).

            Y la respuesta fragorosa: “Ya que no puedo ser libre, / agrandaré mis prisiones” (“Sin libertad”). El modo primigenio de agrandar las prisiones es la mirada, un ávido beber que no sólo concierne a los ojos: “Yo junto al mundo y el mundo / comunicando conmigo, / que mis ojos son las puertas / de dos salones contiguos” (“Mundo y carne”), ya que “Si abro los ojos, por la doble herida / la luz me adentra carga muy pesada” (“Alma y tierra”). Escribir es el resultado de un intercambio: “Hemos cambiado / mundo y yo nuestras luces” (“Yo y la luz”).

 

 

            En “Alba quieta (Retrato)” accede a la simultaneidad en octosílabos: “En la alta mar de mi cuerpo / ojos veleros recortan / contra la luz de mi frente / lentas miradas en fuga”. Y ello por un poderoso motivo: “No he nacido de mí. Estoy conmigo / y quiero desprenderme de mí mismo, / ser padre mío en un espejo” (“Anhelo”). El poeta se yergue en lo intemporal: “porque mañana temprano, / desnudo de mi desnudo, / iré a bañarme en un río, / mientras mi traje con traje / lo guardarán para siempre”. (“Crepúsculo”).

            En un poemario que lleva por exacto nombre La lenta libertad, Altolaguirre hace una de esas preguntas hondísimas que sólo la poesía más transparente (la casi imposible) se atreve a formular, aquí en torno a la fugacidad: “¿Qué forma soñarás para tu alma? / ¿Cómo reconocerte si te encuentro?”. Y asimismo: “Yo soy éste que veo / brotar de mí, sobrepasarme, / el que fuera de sí ya no se encuentra, / el que agrandó sus brazos por buscarse” (“¿Te acuerdas?”).

            Es el poeta que ante un árbol se despoja de todo para vestirse con ese mismo desnudo ulterior, y le dice: “Si yo tuviera comunicaciones / con las duras raíces ancestrales, / si mis antepasados retorcidos / me retuvieran firmes desde el suelo, / si mis hijos, mis versos y las aves / brotaran de mis brazos extendidos, / como un hermano tuyo me sintiera” (de Las islas invitadas).

 

 

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Manuel Altolaguirre (1905-1959) fundó en 1923 su primera revista poética, Ambos, en colaboración con José María Hinojosa y José María Souvirón. A partir de 1926 co-dirigió con Emilio Prados la revista Litoral. Viajó a Francia en 1930 y estableció ahí su propia imprenta privada, que lo acompañó en todos sus viajes. En 1932 casó con la poeta Concha Méndez. De 1933 a 1935 hizo estancia en Londres, en donde siguió editando libros y fundó la revista hispano-inglesa 1616, en recuerdo del año de la muerte de Cervantes y de Shakespeare. En 1935 regresó a España y editó otra revista, Caballo Verde para la Poesía, dirigida por Pablo Neruda. En enero de 1936 fundó la colección poética Héroe, que publicó algunos libros de sus compañeros de generación. En la guerra civil luchó al lado de la República y continuó su labor de impresor. En febrero de 1939 abandonó España y se trasladó primero a Cuba y luego a México, en donde transcurrió todo su exilio y en donde fundó una colección poética con el nombre de La Verónica. A partir de 1950 fue productor cinematográfico; en 1959, durante un viaje a España, perdió la vida en un accidente de automóvil.

   Sus libros de poesía: Las islas invitadas y otros poemas (Málaga, 1926); Ejemplo (Málaga, 1927); Soledades juntas (Madrid, 1931); La lenta libertad (Madrid, 1936); Las islas invitadas (Madrid, 1936); Nube temporal (La Habana, 1939); Poemas de Las islas invitadas (México, 1944); Nuevos poemas de las islas invitadas (México, 1946), Fin de un amor (México, 1949); Poemas en América (Málaga, 1955); Poesías completas (México, 1960); Vida poética (Málaga, 1962) y Poema del agua (Málaga, 1973).

 

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Nota

[1] Manuel Altolaguirre: Antología, Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía (Centro Andaluz de las Letras), 2005; edición y prefacio de James Valender.

 

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 [Leer Jorge González Durán: “La soledad de todos”]

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