DGD: Postales, 2023. |
r e t r a t o s (e n) (c o n) p o s t a l e s
Jorge Guillén: aireada claridad enorme (3)
D.G.D.
Jorge Guillén posee, más que un mundo, una cosmovisión: “Luz, luz. El resplandor es un latido”, porque “Todo lo inventa el rayo de la aurora”. La luz es escritura (“Letras de luz pronuncian, / Silabario del vértigo, / Palabrerías bruscas”) y es también aprendizaje (“Con la luz me perfecciono”).
La luz indiferenciable del sonido: “¿No había orquesta, / La máquina del mundo era sonora?”; “El son me da un perfil de carne y hueso. / La forma se me vuelve salvavidas”. Para Guillén el sonido más puro y germinal es el silencio: “¡Oh noche inmóvil ante la mirada: / Tanto silencio convertido en pura / Materia”.
El mundo natural atisbado como un caos sin cesar fecundo en eterna autocreación: “En la luz, sin embargo, ya no es nada / Tanto desorden, y hasta el mismo duende / Tenebroso me fuerza a que yo cante”. El canto hace aún más tangible lo inmediato, comenzando por lo invisible: “Todo el árbol / Irguiendo está su ansia de la raíz al canto”; “¡Cuánto concurso de universo debe / Fluir por toda flor que al fin se abra!”.
El poema en Guillén no es objeto de una búsqueda sino de un encuentro: “No busco. Cedo al ímpetu que guía / —Varia salud— la sangre por la vena”. Tampoco tiene los límites previsibles: “Ser henchido de ser jamás empieza / Ni termina”; “Tanta acción de un destino acaba en alma”. Sin embargo, el poeta maneja con cuidado esa palabra: “¿Destino? No hay destino / Cifrado en claves sabias”; “Si el azar no era ya mi fe, / Mi esperanza en acto era el viaje. / ¿El destino creó el azar? / Una ola fue todo el mar. / El mar es un solo oleaje”.
El poema, desde luego, es también una forma del agradecimiento: “Gracias, noche, que resuelves / Ese mundo que no vemos, / Bajo tus claros de nubes, / En sosiego de misterio”. Qué audacia colocar, como título de un poema, la palabra Ocaso entre signos interrogativos —y con ello cuestionar asimismo a todo concepto conclusivo—, pregunta a la que responde el último verso: “Nada se pierde. La tierra en su ser profundiza”. (Pero en Guillén el último verso de un poema no es sino el primero del siguiente canto.)
El poeta vuelve a su claridad infantil: “La noche toda es fondo. / Espera, pues. // El sol descubrirá, / Bellísima inocente, la simple superficie”. El niño no es lo que el adulto deja atrás, sino la única meta de la madurez: “Entre sombras perdura aquella infancia. / Aun la impone una espera indestructible”.
Guillén asume cada elemento del mundo no como cosa sino como elección: “El sí, el no del animal que elige, / Que ya se elige humano, / Tan capaz de ser hombre”.
Es un verdadero gozo encontrar, por una vez, una poesía que no se basa en el tempus fugit: “El momento no acaba. / Sobre su propia cima permanece, / Visible, soleado”.
Un poeta como Guillén centra la atención (“¡Cuánta suma / Real aguarda el paso del atento!”) en individualidades —sol, nube, flor...— pero en cada ocasión le es imposible no decirlo todo: “¡Cuántas verdades! Sea la tarea. / Si del todo vivir, decir del todo”; “Todo hacia la palabra se condensa. / ¿Cuánta energía fluye por tan leve / Cuerpo! Postrer acción, postrer defensa / De este existir que a persistir se atreve”.
No
se trata tampoco de la singularidad de la voz contrapuesta al torrente de lo
diverso: “Poesía forzosa. De repente, / Aquella realidad entonces santa, / A
través de la tarde trasparente, / Nos desnuda su esencia. ¿Quién no canta?”. Entrañable poeta aquel a quien asombraría el que hubiera un solo ser consciente que no cante.
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[Leer Tomás Segovia: el cuerpo pensante (1)]
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P O S T A L E S / D G D / E N L A C E S
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