domingo, 7 de marzo de 2010

Un recuerdo de Josefina Vicens (y una digresión sobre los medios)

DGD: Paisajes-Serie ártica 3, 2009
*
1. Consignas
*
En 1985, Alejandro Toledo y yo hicimos a Josefina Vicens (1911-1988) una entrevista larga que luego incluiríamos en el libro Josefina Vicens: la inminencia de la primera palabra. El 23 de noviembre de 1986, fecha del onomástico número 75 de la autora de El libro vacío y Los años falsos, iba a hacérsele un homenaje en la Feria del Libro del Palacio de Minería; Toledo y yo la acompañamos. Al entrar en el populoso y laberíntico Palacio, alguien se acercó para decirle que ciertos reporteros querían grabar en video una entrevista con ella, que sería transmitida por televisión; para esto, en un salón adjunto se había dispuesto un set improvisado con un par de sillas y algunas luces (en lugar de ir con el equipo técnico a los diversos auditorios del Palacio de Minería en donde estaban los escritores en distintas presentaciones y mesas redondas, estas personas cómoda y rutinariamente los hacían ir uno a uno a ese set). Josefina se dejó guiar hasta ahí, fue ubicada ante los reflectores y un técnico le colocó en una solapa un micrófono de “clip”. Sin mayor preámbulo, la cámara comenzó a grabar; entonces se sentó frente a ella una entrevistadora y con toda naturalidad, casi con displicencia, le hizo esta pregunta: “¿Y usted cómo se llama y a qué se dedica?”.
*
En el reino del ego en que vivimos, no pocos escritores —y en este caso habría que darles la razón— se habrían levantado en plena indignación para abandonar sin más tal “entrevista”. En cambio, La Peque (era el sobrenombre cariñoso que había recibido desde la adolescencia y que gustaba de oír en su círculo de amigos) no se inmutó y, con su proverbial humildad, con el inmenso calor humano que la caracterizaba, respondió: “Me llamo Josefina Vicens y he escrito un par de libros”.
*
Una apabullante vergüenza ajena debe haberme impedido oír la segunda pregunta (muy probablemente “¿y cuáles son esos libros y de qué tratan?”); pensé entonces, con tristeza, que la sencillez de Josefina no daría una lección de humanidad y profesionalismo a esa reportera, sino que no haría sino incrementar su pereza y reafirmar su soberbia (que es la del medio al que esta muchacha, a fin de cuentas “bien intencionada”, representaba en ese momento): confirmaría su certeza de que todo mundo se rinde de antemano a la gran importancia de los medios; de que los artistas aspiran a ser exhibidos; de que toda exhibición es equivalente y por eso ni siquiera es necesario saber los nombres u oficios. Pensé también que un escándalo iracundo o una respuesta fría y sangrientamente satírica tampoco habrían dado a esta entrevistadora la lección opuesta: simplemente habría llamado al siguiente de la lista para cumplir su cuota y llenar los insaciables vacíos mediáticos de ese día.
*
Alejandro Toledo ofrece una posible justificación de la entrevistadora: “Ella no hizo sino acatar una exigencia técnica que le habían hecho sus jefes: los personajes a los que entrevistara debían decir su nombre y oficio ante la cámara para que quedara de esa forma registrado en los archivos videográficos”. Es sin duda un sólido argumento para entender lo sucedido; sin embargo, creo que en ese caso la reportera debió haber comenzado con una advertencia a la entrevistada, algo que podría haber sido tan sencillo como esto: “Mire usted: nosotros tenemos una consigna, y nos piden que de entrada cada autor diga ante la cámara su nombre y a qué se dedica; por eso le voy a hacer una pregunta que podría sonar ingenua y hasta insultante, porque parecería que no tengo la menor idea de a quién estoy entrevistando”. Mi memoria no registró ninguna advertencia previa; si yo hubiera escuchado algo así, este recuerdo no habría sido tan doloroso. El hecho es que la entrevistadora comenzó con la pregunta que he citado, y no con la explicación necesaria.
*
*
2. La norma y la modalidad
*
Aquí se requiere una digresión técnica, puesto que no debe confundirse la “norma” con la “modalidad”. Desde el principio de la magnetofonía en la radio se estableció una “norma” (o costumbre, o utilidad práctica): la de identificar verbalmente la cinta de sonido. Lo mismo sucede en cuanto al uso del video en la televisión: es generalmente el locutor o entrevistador quien identifica a la cinta con su propia voz en un segmento que luego es eliminado al editarse pero que permanece unido a la cinta cuando ésta es archivada. La identificación técnica, pues, es una “norma”, una antigua costumbre de la radio, heredada a la televisión, y más que una costumbre es una necesidad: la de saber qué hay en cada cinta (eso sin contar que en los archivos, que suelen ser grandes y caóticos, alguien identifica a la cinta por escrito sobre la caja, y si existe una mínima organización, en el catálogo o reporte general).
*
Otra cosa muy distinta es la “modalidad” de que sea el propio entrevistado quien diga su nombre y oficio ante el micrófono y/o la cámara. Esto ya no responde a aquella necesidad técnica, sino a la invención de algún “creativo” (o de algún funcionario con veleidades de “innovación”) a quien se le ocurrió que sería “original” que el propio entrevistado se identificara. Fue el “rasgo propio” de alguna serie en particular, el identificarla o singularizarla de ese modo. Puede haber sucedido que otros programas o series culturales hayan copiado esa “modalidad” (o que algún despistado la confundiera con la “norma”), pero siempre considerada como tal porque, independientemente de que el entrevistado se presentara a sí mismo o no, de todas maneras el entrevistador o un técnico habría identificado la cinta verbalmente del modo acostumbrado según la “norma”.
*
En suma: el que sea el entrevistado quien dice su nombre y oficio es una “idea creativa”, seguramente inventada por alguien que quería comenzar así cada programa o entrevista (para singularizar a la serie), o bien hacer un montaje de entrevistados, todos diciendo su nombre y oficio: algo bastante mecánico que, como toda “modalidad”, habrá tenido poco tiempo de vigencia.
*
Por otro lado, esta “modalidad” no es tan noble como parece, puesto que no equivale sino a otra comodidad del medio para clasificar, e incluso para jerarquizar. Si Octavio Paz aparece en pantalla y dice su nombre y oficio, esto será comprendido como una elegante concesión de este autor a los media, casi una coquetería; no obstante, en muchos otros casos será el registro de una triste imposición, de una oprobiosa autopresentación que nunca habría hecho el entrevistado por propia iniciativa —al menos no en el solemne mausoleo de los medios. Muchos consentirían en hacerlo si el sentido fuera lúdico, pero todos en el fondo intuyen que la función de esa “modalidad” no estriba en colocar a los artistas en el nivel whitmaniano de afirmación metafísica de la personalidad (“Yo, Fulano de Tal, un cosmos, de Tal-Parte-del-Mundo el hijo”...), sino simple y llanamente en el nivel de “Mamá, soy Paquito; no haré travesuras” (es decir: “Yo me llamo ‘X’ y he hecho ‘Y’, pero el mero estar aquí diciendo esto implica que coloco mi fe en el poder de los medios y que doy mi anuencia a lo que ellos hacen del arte día con día”, y sobre todo: “Puesto que el medio me salva del horrendo vacío del anonimato, yo lo correspondo con el acto de colocar mi yo dentro de los férreos límites de la definición mediática de la identidad: la carrera de obstáculos, la ascensión en la pirámide del poder, la personalidad como el aullido de un náufrago en el océano del olvido”).
*
Podría también hacerse el intento de justificar al inventor de esta “modalidad”: en caso de que una televisora cultural quisiera hacer un programa sobre tal o cual artista a partir de material de archivo, esa presentación ante la cámara podría resultar interesante... una vez. Ya en la segunda vez en que fuera utilizado, este recurso abandonaría todo interés y revelaría lo que es: una parte más de la burocratización de la cultura. (La modalidad es una forma de diferenciarse de la norma, un método para singularizarse; sin embargo, la norma se construye precisamente a partir de los esfuerzos individuales de diferenciación: tarde o temprano la modalidad —ruptura— es incorporada a la norma —tradición—; en todo caso, qué sospechosa es la facilidad con que puede confundirse a una con la otra.)
*
José María Espinasa me informa de que por la época de la anécdota vicensiana —e incluso después— era común someter a los artistas a la “consigna” televisiva de presentarse ellos mismos ante la sociedad. Cuando le llegó su turno de ser sometido a esta humillación institucionalizada, Espinasa dijo seriamente ante la cámara que su nombre era Saint-John Perse. Evidentemente, hizo más que burlarse de la indiferencia mecánica con que todos acatamos las “normas”: su respuesta equivalía a subvertir lúdicamente la monstruosa solemnidad que reviste a esas “modalidades” por medio de las cuales el poder se refresca a cada tanto. En este caso había elementos para que quien más tarde encontrara en un archivo la cinta con la entrevista a “Saint-John Perse” levantara una ceja dubitativa, pero nadie habría dudado si Espinasa hubiera elegido el nombre de uno de sus contemporáneos/coetáneos.
*
Si este juego se extendiera, la “modalidad” podría convertirse en actitud, esto es, en respuesta de los artistas a la burocracia cultural. Podría llegarse el caso de un anchor man del futuro que apareciera en pantalla para anunciar lo siguiente: “Con toda honestidad, los realizadores del programa que ustedes están a punto de ver —parte de una serie dedicada a escritores mexicanos del siglo XXI— confesamos ignorar si está dedicado a Ernesto Lumbreras, Sandro Cohen o Víctor Manuel Mendiola”.
*
*
3. La transparencia
*
Aquí es en donde todo esto se liga con la inexplicable falta de una explicación inicial a Josefina Vicens en aquella entrevista. Si la tónica de que el entrevistado se identifique hubiera sido la “norma”, es decir lo esencial en el medio, ello explicaría que la entrevistadora no haya hecho ninguna advertencia previa. Pero no fue de ninguna manera la consigna técnica fundamental: era una “modalidad”, y por tanto era necesario explicarla a la entrevistada. Es muy posible imaginar que, como esta reportera tenía que entrevistar a numerosos escritores cada día, sólo haya explicado la “modalidad” a los primeros. Luego le dio pereza con el avance de la rutina.
*
(Rutina es la palabra clave, puesto que otro creativo podría muy bien salir con una idea aún más cómoda: que el artista se entreviste a sí mismo; ¿quién sino él conoce mejor el “material” de base?, ¿quién podría formular las preguntas más incisivas, enteradas y oportunas? El medio se cansa de tener que fingir una importancia capital en todo lo que presenta: ¿qué mejor “modalidad” que la de enfrentar al artista con su propia imagen? Esta idea acaso terminaría por volverse subversiva: en una de esas los entrevistados, cansados de fingir, acabarían por enseñar al medio un fin que no fuera el medio mismo.)
*
Sea como sea, la reportera en cuestión estaba, como todos, educada por los media, y si Josefina Vicens hubiera montado en cólera (como no es difícil imaginar en otros escritores no advertidos de la “modalidad”), esa entrevistadora habría tomado tal arrebato según uno de los millones de sobreentendidos que nos “ayudan” a clasificarlo todo. Por ejemplo: “hay artistas que no saben agradecer la dádiva de difusión que se les ofrece”, o incluso “qué bien que haya hecho escándalo: la extravagancia vende”. El torrente icónico impide detenerse: de una protesta iracunda no habría quedado sino una “anécdota” pronto digerida y olvidada. Aún más rápidamente se habrá borrado aquel terso “Me llamo Josefina Vicens y he escrito un par de libros”.
*
Pero la autora de El libro vacío no reaccionó como lo hizo por alguna finalidad utilitaria. Simplemente respondió a su temple, a su transparencia. Es acaso porque los verdaderos maestros no dan lecciones: son en sí una apertura. Ya de cada quien depende qué hace con esa apertura, con esa transparencia.
*
***
*
Josefina Vicens: la inminencia de la primera palabra
Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo
Ediciones Sin Nombre (col. Los libros del arquero)/
Universidad del Claustro de Sor Juana
Editora: Ana María Jaramillo anajarami@hotmail.com
Distribuidor: Casa Juan Pablos Tel. 56590252
*
*

No hay comentarios: