miércoles, 25 de agosto de 2010

Tomás Segovia: el arte de pensar (II de III)

DGD: Textil 80, 2008
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II. La fe del incrédulo
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8. Tomás Segovia va delineando en su escritura los principios de la lectura por niveles: por ejemplo, “las cosas que se oponen una a otra se oponen siempre en cierto sentido y en cierto nivel. Fuera de contexto nada es lo contrario de nada”. La precisión casi geométrica de su pensamiento es siempre esclarecedora sin llegar a ser didáctica, sin proponerse moralizar o ilustrar; este párrafo de sus Cuadernos de notas es un buen ejemplo: “El círculo es también una espiral. En el plano horizontal unidimensional el círculo se cierra y cualquier punto de la circunferencia está a la vez antes y después de cualquier otro; pero en la tercera dimensión no se cierra porque antes de cerrarse ha cambiado de nivel y en esa dimensión el punto anterior sigue siendo anterior”. Es la propuesta de un punto de vista cambiante: lo que vemos como un círculo cerrado, desde otro nivel es una espiral abierta. El pensar en niveles es móvil; en un nivel el observador de un fenómeno acepta que éste tiene niveles, como un peatón que mira los distintos pisos que forman a un edificio; en otro nivel, ese pensamiento conlleva nuestro propio movimiento, el cambio de perspectiva que implica el aumento de dimensiones.
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9. Segovia no teme a las generalizaciones, pero sí al mal uso que se hace de ellas; así, cuando usa términos como “grupos” o “clases”, se preocupa por aclarar que “son nociones fuertemente funcionales o incluso estructurales; no se refieren a individuos sino a relaciones; los individuos mismos albergan en su seno funciones diversas y pueden pertenecer simultáneamente a grupos o clases diversos”.
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Es por eso que se cuida de evitar aquello que el propio Segovia objeta en Lacan: “La doctrina [lacaniana] acumula en una astuta confusión, mareante y protectora, gran cantidad de aseveraciones, formulaciones y nociones de los más diversos niveles y naturalezas sin aclarar nunca esos niveles y las relaciones que mantienen unos con otros”. Y para mantenerse en el centro de ese laberinto, que está en cada uno de sus puntos, advierte sin cesar: “No condeno esa clase de saber o de lo que sea. Digo simplemente que eso no es conocimiento sino doctrina. Lo que no puedo aceptar es que se lo presente como conocimiento y se aterre con él a los que se apartan de la doctrina. En lo que no puedo creer es en el dogma. Creo que ese discurso (como dirían ellos) ilumina algunas cosas; no creo que explique ninguna”.
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10. Su método como creador es el del poeta que piensa, no el de pensador que hace poesía (“todo el pensamiento”, escribe, “está en la poesía y es la poesía”). El pensamiento de Segovia sólo en un primer nivel es raciocinio. En este nivel se apoya, sí, en la razón y la lógica, pero a la vez —sigilosamente— no permite que la razón y la lógica se apoyen en su escritura. Es por ello que no le sucede lo que a casi todo pensador racional, la pérdida de la capacidad de asombro. Así, encontramos en los Cuadernos entradas como esta:
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Tal vez la verdadera religiosidad, quiero decir el sentimiento que habita más o menos sepultado en la raíz de toda religiosidad y que es universalmente válido, consista en esa especie de fe invertida que es la aceptación paradójica de la naturalidad del prodigio, de lo vertiginosamente increíble de lo natural. O sea, como la fe en el sentido oficialmente religioso, creer en lo increíble, pero a diferencia de esa actitud, creerlo porque es natural, no porque sea excepcionalmente “religioso”. Por eso siempre me ha parecido lo menos religioso del mundo creer en los milagros, y más aun pedir o esperar milagros. El milagro es el todo, pero si en ese todo hay cosas milagrosas que contradicen las otras cosas del todo que no son milagrosas, entonces el todo es simplemente mecánico y los milagros no son sino subversiones de Ley, trampas egoístas para desviar en favor de esto o de lo otro el sentido de la creación. También por eso siempre me ha parecido que la verdadera fe es la de mi santo patrón, la fe del incrédulo. La fe del crédulo no es más que eso: credulidad. Una especie de pereza o de debilidad del espíritu. Lo que en inglés se llama gullibility.
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Para Segovia todo es metáfora, todo es una imagen que puede incrementar a la imaginación. La metáfora le sirve ante todo para ejemplificar, y además de un modo preciso y rotundo. Una muestra elocuente es aquel momento de los Cuadernos en que recuerda una película inglesa cuyo tema era la invención del avión a chorro: “Contaba que los primeros aviones que rompieron la barrera del sonido se estrellaban todos irremediablemente. Después de varios pilotos de pruebas muertos, los ingenieros descubrieron que al pasar esa barrera se invertían los mandos del avión: el piloto intentaba subir y lo que conseguía era precipitarse a tierra”. Lo revelador es lo que hace con esa imagen: “Esto podría ser una metáfora del arte moderno. Ese arte se va acelerando incontrolablemente hasta que con las vanguardias rompe una ‘barrera del sonido’. A esa velocidad los mandos se invierten. El no-arte toma el lugar del arte. Por otro lado, el arte ya no lo hace el artista, lo hacen los críticos y el director (de museo, de ministerio, de revista especializada); el artista se vuelve comentarista de esos hacedores. Lo que es más difícil de calcular es cuánto nos falta para dar en tierra”.
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11. Un pensamiento como el de Segovia parece no tener lugar en este mundo, lo cual no es sino una apariencia, y debería avergonzarnos vivir en un mundo que no parece tener lugar para ese pensamiento. Segovia se llama herético porque su constante crítica de la modernidad lo pone en sentido contrario a las ideas aceptadas —aceptadas, sobre todo, por los “hombres de ideas”—: “Lo que me hace tan diferente es que para mí (y no creo que para muchos otros) asumir sin falsía mi tiempo implica resistir radicalmente a mi época”.
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Esta resistencia se traduce en lo que Segovia llama su “incompatibilidad con los iniciados”: “Siento que me borran, o más bien que quedo borrado, que resulto borrado, porque nadie, por supuesto, se dedica deliberadamente a borrarme, sino que me olvidan, me esfumo, desaparezco del mapa, simplemente porque en ese mundo tan cerrado de intereses tan limitados yo no sirvo para nada, ni siquiera como orientación o punto de referencia. Soy como una moneda sin denominación, es decir una moneda que tiene o es como si tuviera el cuño borrado; o sea que no tengo ni curso, ni nombre, ni rostro”. Con una diferencia: “La actitud femenina sigue siendo bien diferente de la masculina. Las mujeres pueden mucho más fácilmente interesarse en algo que no cuente directamente para su triunfo, o su consolidación, o su avance. Pero los hombres... Y si además son académicos, Dios nos libre”.
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Aun esos escollos adventicios tienen un sentido: “La cara terrible del desarraigo es la exclusión. Pero está claro que el reto es para mí no dejarme envenenar por esa envidia, sobre todo no volverme yo veneno”. He aquí, de nuevo, no sólo la personalísima y salvadora declaración de principios, sino los principios de una salvación abierta a quien la necesite:
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Buscar siempre los ojos a la vida.
___Ser siempre ese ser libre, abierto, disponible, que mira todo en torno asintiendo a la existencia de lo que existe, sosteniendo en la luz de la mirada el despliegue de lo que vive, el curso de lo que quiere perdurar —mimando a lo real.
___Esa figura vuelve a estremecerme. Vuelvo a exigirme eso.
___Eso es ser fiel a lo natal. Lo natal no es lo que la mirada originaria e incondicional mira: lo natal es esa mirada. No somos nativos de un lugar sino de un mirar.
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A fin de cuentas los Cuadernos son la búsqueda de recuperar y salvaguardar una cierta forma de escribir y de leer el mundo que Segovia ve en trance de perderse cada vez más. Primero supone que él la ha perdido, pero de inmediato se pregunta si sólo él ha resentido esa pérdida, y termina por observarla en todas partes, puesto que se debe a “unos rasgos del modo de vida actual difícilmente compatibles con ese tono, esa atmósfera y ese ritmo”. La evidencia es que “se ha perdido una manera de mirar, un tono de voz, una atmósfera que rodeaba al que lee como también a los que hablan”. Las razones son más que palpables: “la evidente deriva de la vida social, desde el fin de la Guerra Mundial, hacia la exteriorización, la banalización, la tiranía de la superficie y lo superficial, el culto de la imagen, el vaciamiento del contenido y la sospecha arrojada sobre toda profundidad, toda comunicación, toda buena fe”.
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De ahí lo que llama su “eterna fidelidad a los cuadernos”: “Porque ese lugar que me parece amenazado es a la vez un lugar desde donde se escribe, desde donde se lee, desde donde se dialoga cuando se logra la sintonía —y en el que me he recogido siempre para dialogar con la vida, buscando siempre sintonizar. Y vuelvo siempre a esa figura de mí mismo (mítica sin duda), escritor solitario en el café, invisible más que solitario, porque esa figura no evoca para mí ninguna idea de soledad, sino de abertura, de entrega, de interés absorto y plenamente correspondido”.
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12. Segovia ha recibido lecciones y no hay discípulo más atento, lo cual no significa incondicional. De su admirado Ramón Gaya, por ejemplo, lo que precisamente admira es que “nunca dio lecciones a nadie, pero nos dio una lección a todos. Una lección sin rastro de apostolado”. Segovia ha hecho exactamente eso. Y es de esta manera que utiliza palabras condenadas por la modernidad, y al utilizarlas las carga de nuevo sentido, o las rescata del despojo de sentido en que son mantenidas. Una de ellas es la palabra “santidad”: “Hay una santidad que es todo lo contrario de la beatería, de la devoción, de la contrición. (Con la devoción me refiero a la actitud devota, porque seguramente hay otra clase de devociones.) El respeto sin reservas a la santidad de la vida es en sí mismo una santidad. Una santidad excluida de todo confesionario, de toda doctrina, incompatible con cualquier tendencia clerical, incluso nimia”.
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13. Sin duda Tomás Segovia tiene muchos lectores, no en el sentido en que se dice eso de un best-seller sino en el de un pensador que ha formado a ensayistas, poetas, investigadores, traductores, filólogos y narradores de varias generaciones. En otro nivel todos somos sus deudores, así sea a la manera en que lo somos de Borges, incluidos los que no lo han leído. Lo que quiero decir es que Segovia nos ha hecho conscientes del lenguaje y a la vez nos ha dado las armas para no quedar subyugados por esa conciencia y subsumidos en ella.
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Y he aquí la que es acaso su mayor lección, algo que —como todas las evidencias que Segovia trasluce sin el menor intento de volverlas precisamente “lecciones”— debería ser muy claro y que en nuestra época resulta lo más oscuro. El uso del “yo” en la literatura y ante todo en el ensayo no tendría que considerarse como un hecho dado sino como una culminación: abundan los escritores que de entrada imponen su personalidad (“yo pienso”, “he dicho”, “me parece a mí”) en un acto de “autoridad” (es decir de opacidad). La postura insolente y luminosa que Segovia adopta es esta: usa con toda soltura y con pleno derecho la primera persona del singular no como ejercicio de la autoridad (para imponer, someter o engatusar) sino de la transparencia.
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En el reino de los media, independientemente de las opiniones y las ideas respectivas, hay un gran malentendido que consiste en confundir niveles y jerarquías. Hablar es identificar el sitio desde donde mira quien habla, y por lo general quien nos habla nos mira desde arriba, como situado en el pedestal de su propio yo. Son muy pocos los que no anteponen el yo para ganar jerarquía usándonos precisamente como referentes (el yo-arriba con el ustedes-abajo, la opacidad del monumento con el anonimato y el silencio de los sometidos a la autoridad), sino para dialogar con cada uno de nosotros en la pluralidad de niveles (el tú con el tú, la transparencia con la transparencia).
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Segovia, desde luego, no lo pone en estos términos, sino en otros más universales: “Es importante que haya voces primarias que no hablen en nombre de nada delimitable e instituible; que hablen en nombre propio, o sea como ser humano, como ser social, y no como miembro de cualquier cosa menos vasta que eso”. Todos hablan “como algo” (hijos, ciudadanos, suizos, cristianos, demócratas, doctores en filología, especialistas en especialismo, etcétera), y muy pocos —casi ninguno— sabe ya hablar como ser humano. Esto, que debería ser lo más elemental, es precisamente lo más difícil de encontrar, aquello que jamás se menciona en las escuelas. Es la más aplastante de las contradicciones en que se basa la modernidad: hablar como ser humano se ha vuelto casi clandestino, y en todo caso implica al mayor de los exilios.
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1 comentario:

Anónimo dijo...

Querido Daniel:
Hay muchísimas cosas en las que nos hace pensar Tomás Segovia. Todas me impactaron. "Todos hablan "como algo"(...especialistas en especialismo).Hablar como humano se ha vuelto clandestino y en todo caso implica el mayor exilio". Sí, pero como ya nos has dicho en los inclasificables, todos ellos son valientes y no les importa que los exilien, son leales a sus ideas, a su búsqueda y les gusta más ser "invisibles más que solitarios".
Grandes ideas para grandes reflexiones.
Martha