domingo, 5 de septiembre de 2010

Tomás Segovia: el arte de pensar (III de III)

DGD: Redes 41, 2008
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III. El secreto amorío con la vida
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14. El inveterado gusto de Segovia por escribir en cafés queda bien explicado en sus cuadernos. En primer lugar, le gusta porque “El poder no puede vivir en el espacio público, sino sólo ocuparlo momentáneamente; su presencia en la calle se llama precisamente ocupación”. Luego, acude ahí porque “veo caras humanas”. En tercer lugar (pero no hay en realidad una escala), estos sitios le permiten recuperar la “vieja época, la época de mis largas horas de escritura y ensoñación en los cafés, de lo que yo llamaba entonces ‘vivir con secreto’ —el secreto amorío con la vida”. Ese amorío cobra por momentos la forma de una liturgia, a la que de inmediato habría que colocar el adjetivo “erótica”; así cuando Segovia intenta verse en tercera persona e imagina a un “personaje que toma notas en un café —siempre diferente, incluso en diferentes partes del mundo—, que se familiariza poco a poco con los otros parroquianos, se siente secretamente emparentado con ellos, descansa en su alma cuando vuelve a encontrarlos cada tarde en sus lugares acostumbrados, comparte toda una relación imaginaria con algunos de ellos, una relación que evoluciona, que tiene sus altos y bajos, que tiene su historia”.
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En el café Segovia se aísla en medio de la gente, es decir se aísla de la gente pero también de sí mismo: “De ahí sin duda, en parte por lo menos, mi necesidad de escribir en los cafés: es una manera de sentir menos la renuncia a estar en otro sitio y haciendo otra cosa mientras escribo”.
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Esa liturgia no está exenta de violencias: “Todo esto me lo envilece bastante la música ‘de fondo’ (¡ojalá!) del café donde estoy escribiendo (café de France, Prades)”. Es “la implacable música que llaman paradójicamente ‘de fondo’, cuando es pura superficie agitada y turbia”. Otra violencia es la invasión verbal-sonora: “Siempre me sorprenden esas personas que hablan literalmente sin parar, con angustiosa premura, como si las frases fueran unas especies de carretillas precipitadas sin freno pendiente abajo, o como si temieran que a la menor pausa se va a abrir en el tiempo un gran boquete que se va a tragar todas sus palabras y a ellas mismas de paso. El boquete está efectivamente abierto: todas esas palabras están destinadas a que se las trague el olvido”.
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Pero esto es minoritario; cuando llega a un nuevo café, o a uno en donde todavía no es demasiado conocido, Segovia evoca en primer lugar “mis viejas horas de secreta magia en los diferentes cafés de mi vida”. Finalmente es en ciertos cafés respetuosos, antiguos, dóciles y generosos en donde se siente a gusto. En uno de ellos le sucede volver en sí, que es “estar vuelto hacia afuera. Maravilla del recobrarse, de la reconfirmación, de la reconciliación. Sentir no sólo que está uno vivo, sino que está uno en su vida, habitante de la vida particular, domiciliado en una vida individualizada y concreta”.
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15. Esos cafés privilegiados son, pues, sitios de reconciliación: “Y esa cosa de puerto y de refugio que tienen estos cafés (en vías de extinción, ¡ay!) donde se está sin prisa, sin música impertinente, sin mezquindad de espacio ni atropello; esa cosa de escala protegida y abastecida, donde la ceremonia del estar juntos lo es todo”. Y de manera prioritaria: “En ningún sitio se da mejor que en estos viejos cafés el sentido de la pura pertenencia, de la pura comparecencia, ese estar presentes unos ante otros sin ningún grado de posesión. No pasivamente, porque en estos espacios de copresencia uno se presenta decididamente, abiertamente, pero precisamente por la pura presencia común, sin otra meta que use ese estar juntos como instrumento; sin otra comunidad que la de la especie en su silencio y su ociosidad”. Y esto porque “escapar hacia la pura esencia humana es escapar de las pertenencias. Reafirmar nuestra pertenencia a la no-pertenencia. Por eso es tan emocionante la idea tan cristiana de la grey, del rebaño”. Exigencia de redefinición de las palabras usadas: “el silencio del rebaño está mucho más allá de la mudez de los rebaños”.
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En el café se da un proceso importante que es gemelo del proceso de pensamiento de Segovia (si es un proceso): lo lleva ahí “una furiosa sed de soledad en la que generalmente prefiero no pensar”, y son justamente esos sitios los que le permiten (o incluso lo obligan) a pensar en esa sed. “Reconozco esta especie de secreta patria mía que es el ambiente de los viejos cafés. Especialmente aquellos donde no me conoce nadie [...]. Es ese viejo sentimiento que en una época yo llamaba ‘la invisibilidad’. Nunca pensé con suficiente intensidad sobre ese sentimiento. Habría que tratar de entender a fondo por qué para mí la extranjería es la única verdadera grandeza, la invisibilidad se sitúa tan alto y la soledad embelesada se parece tanto a la dicha edénica. Y a la libertad edénica”.
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16. ¿Qué es esa invisibilidad, y cómo se relaciona con la sed de soledad? Segovia está muy consciente de los posibles equívocos de ambas nociones, y por eso las deja bien claras:
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Y a la vez odio el mito de la soledad, ese orgullo narcisista de quien se convence de que nadie es digno de él. Por eso yo hablaba de invisibilidad y no de soledad. No se trata de estar por encima de nadie sino justamente de que eso no importe, de que no nos estén mirando para situarnos, sino en todo caso para mirarnos mirar. Ser invisible en el sentido en que yo lo decía es justamente no ocultar la mirada. Sólo que el que no oculta la mirada resulta para los otros invisible en todo lo demás. A la mirada de los otros que nos fija le escapa siempre algo: nuestra mirada. El que me clava en su tablero como una mariposa no clava conmigo a mi mirada. Pero desde el punto de vista de una regla de comportamiento, lo esencial es que la gente quiere ser clavada en un tablero: hacerse visible en esa objetividad espectacular y plana. El propósito de “practicar la invisibilidad” era una decisión moral: la de rehuir esa visibilidad mundana, registrable y alegable.
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Hacia el principio del nuevo milenio se desencadena casi de súbito una serie de reconocimientos a Segovia (el premio Octavio Paz de Poesía y Ensayo, el de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, el Extremadura a la Creación, y a duras penas se salva —así lo comenta— de un doctorado honoris causa por la Complutense de Madrid) que si bien son sinceramente agradecidos por el autor, a la vez le resultan muy temidos, puesto que ve en ellos la culminación simbólica de una “carrera” de escritor impuesta desde fuera con el disfraz de la pompa celebratoria (“Necesitaría menos aplauso y más atención”, reclama en su cuaderno de 2005). Sobre todo en esta época, el café es un punto de reunión y de reconciliación: “Pero hoy llego al café temprano, saco mi relegado cuaderno, y vuelvo a probar el sabor de mi vieja, inmortal libertad. Imagen para mí del hombre libre: un hombre solo, a la orilla de algún espacio público, que observa apostado en su pensamiento”.
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17. Esa es la invisibilidad que Segovia lleva, a la manera del personaje de aquel cuento de Robert Silverberg, como un escudo de armas. Pero está también el lado oscuro de la invisibilidad, y la reflexión sobre ese lado oscuro lleva a la entrada más confesional —en lo que tiene de desgarrador y a la vez de afirmativo— de los Cuadernos (21, 22 y 23 de marzo de 1995), que debe citarse completa:
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Hay que mirar también la otra cara, la cara negativa, de la invisibilidad. Doloroso ejercicio de lucidez. Porque hay también esos ratos (o periodos) de desolación en que “envidio” la suerte de los visibles.
___Envidio entre comillas, por supuesto, con lo cual quiero dar a entender que esa envidia ni sustituye ni ahoga al orgullo de fondo, innegociable, de mi invisibilidad. Pero en este momento, por ejemplo, en el café donde escribo, el parroquiano de la mesa contigua está leyendo a Pavese. Yo sé que mis libros podrían darle una riqueza, si no igual, por lo menos comparable con la que puede darle Pavese. Y sé que ha leído algo mío (lo conozco del café y alguna vez le he dado algún libro). Pero sé positivamente que mis libros no lo han enriquecido como los de Pavese, no porque tengan menos riqueza, sino porque no me lee igual. No me lee igual simplemente porque no soy visible.
___Cuántas veces he visto mis mismas ideas, casi siempre más chapuceras y peor expresadas, en autores profusamente reseñados, citados, traducidos, cuando no hay ni un solo libro mío traducido a otra lengua y ni siquiera en la mía se me cita prácticamente nunca. Cuántos libros he traducido de escritores mucho peores que yo que en cambio no sólo no me traducen a mí sino que ni siquiera pueden leerme porque no me traduce nadie. ¿No vi una vez un poema traducido del portugués hecho enteramente de citas de poemas míos, sin que me mencionaran para nada ni el autor ni el editor, a pesar de que ese editor era la revista Vuelta, de la que se suponía que yo era miembro? Nunca he visto en cambio un poema mío traducido al portugués.
___Pero claro que “yo me lo busco”, como me dicen muchos amigos. Tal parece que soy un “perdedor nato”, como dicen nuestros anglosajonizantes de moda. Esta misma confesión que hago aquí es una confesión de perdedor nato. Un triunfador jamás arriesgaría tanta ingenua petulancia.
___Yo me lo busco y a la vez no puedo evitarlo. O sea que es un destino. A veces una maldición, a veces un signo de elección.
___Pero hay momentos en que a mí mismo me cuesta trabajo creerlo. Más que una maldición parece casi una persecución. Sé bien todos los precios, incluso anodinos, que no he querido pagar. Conozco también las condiciones no elegidas, pero asumidas, que me empujan hacia los márgenes: el desarraigo (reivindicado, además), la no militancia, la no coincidencia, todo lo inaprovechable de mi inevitable manera de ser. Pero aun así hay momentos en que es apenas creíble.
___Ni siquiera —o sobre todo— como signo de elección. Porque también hay momentos en que me siento tentado a pensar que soy una especie de caso arquetípico, de modelo futuro (o eterno), de invención de un tipo de escritor, si no nuevo, ni tampoco eternamente único, por lo menos lo bastante puro para que un día u otro haya que contar con él. Alguna vez he dicho bromeando: “No sé por qué me humillan tanto. No creo tener tanto genio”.
___Pero claro que tampoco eso me lo puedo creer. Cierto que ahí están casos como el de Hölderlin y el de Van Gogh —o Musil, o incluso Kafka; o en cierto modo Nerval y hasta Cervantes. Pero escritores de mi edad tan invisibles como yo, la verdad no encuentro ninguno en nuestros tiempos que hubiera merecido mejor suerte. Si los hay, difícilmente podré encontrarlos, pues serán tan invisibles como yo mismo. Pero ese círculo vicioso no invalida mi apreciación, sino que muestra su sentido.
___Además es que no me identifico para nada con la figura del “genio incomprendido”. Esa bandera es justamente en nuestros tiempos una de las más fáciles y de las que más repugnan a mi puritanismo. Esa es otra de mis poco digestibles anomalías: no ser ni un genio incomprendido ni un talento comprendido.
___Cuando miro las vidas de los escritores (sobre todo, naturalmente, los de mi siglo y de mi edad, que son los más claramente comparables), siento que no son de la misma especie animal que yo. O más bien que yo no soy de la misma que ellos, porque no dejo de darme cuenta de la profunda normalidad de esas vidas. O tal vez no debería decir “vidas”, sino “biografías”, porque siempre me he identificado a fondo con los escritores cuando los leo, quiero decir cuando leo lo que han escrito de veras. Y también con su vida “íntima” (o sea real) siempre que asoma con alguna inocencia. ¿Qué hay entonces en mí que me hace visiblemente no-figura, no-escritor, no personaje con quien contar? ¿Es una salud que me preserva de un contagio corruptor o deformador —una especie de contagio vampiresco? ¿O es una incapacidad y una impotencia, una especie de inmadurez y de huida de la vida real? Podría decirse también que no es más que falta de importancia real, falta de talento, falta de valor. Pero no se trata de eso, porque no hablo ahora ni siquiera de la invisibilidad, sino del hecho sorprendente de que una vida de escritor me parezca la cosa más ajena del mundo.
___De cualquier manera, a esas preguntas no se puede contestar. Mientras tanto, es claro que seguiré practicando la invisibilidad, aunque sea con amargura y entusiasmo alternativamente.
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Segovia cierra esta entrada con una advertencia al lector que cree comprenderlo: “Si no entiendes mi adoración de la dependencia y mi adoración de la independencia no has entendido mi libertad”.
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18. En agosto de 2010 los Cuadernos registran una reconciliación que es el acto supremo de esa libertad:
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Releo mi cuaderno y vuelvo a ser consciente de lo importante que ha sido siempre para mí ese momento de recogimiento y concentración en que me parapeto en mi silencio y mi “soledad” para redactar estas páginas. Pongo “soledad” entre comillas porque siempre he escrito mis cuadernos en los cafés.
___Esa escena en que estoy en algún café del mundo escribiendo en mi cuaderno es para mí la imagen por excelencia de la paz y el equilibrio y el diálogo con el mundo. La escucha del mundo, porque el diálogo con el mundo es una pura escucha unilateral; pero esa escucha es un diálogo. La situación es la misma (para mí) que la del poeta haciendo un poema: esa escritura es una escucha, como esa otra escucha que digo es una expresión. Hay un modo de escuchar tan expresivo como un modo de hablar. Cuando estoy en un rincón de un café absorbiendo la vida que fluye a mi alrededor, a esa vida le digo mi escucha.
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Tomás Segovia ha encarnado y compartido el arte de pensar en una época en que el pensamiento no sólo ya no es considerado un arte sino ni siquiera un oficio (en un mundo tan maquinal y conductista como el nuestro se infiere al pensamiento como un mero “hecho biológico” que cada uno tiene, de manera tan automática y “cerrada” como la digestión o la respiración). Pero no únicamente eso: Segovia nos ha aportado un sentido del pensar. A la mezquina invisibilidad con que se “castiga” al artista que reivindica al sentido, Segovia contrapone no más invisibilidad sino transparencia.
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A quienes intentan silenciarlo no les responde con mayor silencio sino con mayor escucha: con ello no sólo los vuelve receptivos, sino que les enseña que son también un escuchar. Inmediato resultado: toda torre de marfil se derrumba: pensar ya no es encerrarse con la soledad en llamas, sino devolver a todos (en un acto que es sin duda el mismo que el del poeta haciendo un poema) el secreto amorío con la vida.
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