sábado, 6 de agosto de 2011

Tiempo y control

DGD: Paisajes-Ciudad alienígena 13 (clonografía), 2001


Desde épocas remotas se ha cultivado la idea según la cual medir es controlar. Gran ejemplo es el tiempo y, con él, ese mecanismo de larga historia y cuyo nombre es reloj. Las antiguas civilizaciones observaron que el universo era modular: el día y la noche o los ciclos de la luna eran sucesivos, pero esa sucesividad no se cerraba en sí misma: era la expresión de una portentosa simultaneidad. Para el hombre “arcaico” medir el tiempo no era controlarlo sino reconocerse parte de esa expresión cósmica. Desde el presente concebimos a esos hombres como encerrados en una maquinaria de ominosa regularidad a la que debían adaptarse (tal como hacemos nosotros, que todo lo definimos como maquinaria), pero ellos no se contemplaban de ese modo. Aún no había nacido el tiempo como invención humana de control.

Tres milenios antes de Cristo, los chinos (y más tarde los egipcios y los incas) usaron el reloj de sol: brillantemente notaron que la sombra de una arista dispuesta sobre un disco podía marcar fragmentos del día a los que luego se llamó horas. Sin embargo, las noches y los días nublados quedaban sin medida (es decir sin la ilusión de ser “controlados”); los romanos solucionaron en parte ese problema por medio de velas con marcas regulares cuyo propósito era sentir las horas nocturnas.

El siguiente paso fue apoyarse en el agua, que era otro fluir semejante al del tiempo: en Babilonia, Egipto, Grecia y Roma se impuso el bello diseño de la clepsidra, en la que más tarde el agua se cambió por arena: otra forma de flujo, como sabían los hombres que veneraban el desierto. (Vitrubio habla de un reloj de aire cuyos pormenores nos son desconocidos.) Alfonso el Sabio cuenta que hacia el año 1267 se fue afinando el mecanismo de movimiento rotatorio continuo cuyos antecedentes se remontan a los ilustres nombres de Leonardo y Galileo.

Hacia principios del siglo VIII los relojes de pesas adornaron las torres de las iglesias europeas, imagen simbólica de la eternidad divina. Era, en efecto, una forma de control, pero no del tiempo sino de los fieles, que a cada tanto debían volver las miradas hacia la iglesia para medir el tiempo (y aunque no lo hicieran, las campanadas les recordaban no sólo sus obligaciones religiosas sino su lugar subordinado en el universo). Si ya para la ciencia de la época el mundo era un mecanismo, la iglesia lo convirtió en un reloj cuyo centro inalterable era la institución religiosa. Las torres “laicas”, como la de Londres, se basaron en el mismo principio, sólo que sustituyendo la omnipresencia divina por la del poder del Estado.

Fue justamente en un grupo de refugiados que huían de las persecuciones religiosas y que hacia el año 1535 se ubicaron en los Alpes suizos, que comenzó la idea de construir un reloj que midiera el tiempo humano en independencia de la ominosa eternidad que la iglesia había monopolizado. Así nació el reloj del que el herético Harry Lime se burla cuando en The Third Man (1949), desde la historia de Graham Greene y la cínica voz y expresión facial de Orson Welles, emprende su célebre elogio del mal como motor de la historia: “En Italia durante treinta años bajo el dominio de los Borgia hubo guerra, terror, asesinatos y baños de sangre, pero produjeron a Miguel Ángel, a Leonardo da Vinci y al Renacimiento. En Suiza proclamaron el amor fraterno: tuvieron quinientos años de democracia y paz, y ¿qué produjeron? ¡El reloj cucú!”.

Todos los cronómetros están sincronizados, en el sentido de que existe un acuerdo universal en la medida del tiempo: en todas partes se “controla” el devenir de igual modo. Por eso es tan interesante el reloj japonés o wadokei, que medía las horas tradicionales de esa cultura; sucedió que el reloj occidental, llevado a Japón por misioneros jesuitas y comerciantes holandeses en el siglo XVI, fue adaptado a husos particulares del Japón; el primer paso fue dotarlo de seis unidades de tiempo diurnas y seis nocturnas. Mientras que los relojes europeos medían horas siempre iguales, el wadokei variaba con las estaciones: las horas diurnas duraban más en verano y menos en invierno, y a la inversa. Lo fascinante es que este reloj iba hacia atrás: la hora novena comenzaba a medianoche; luego venían la octava y la séptima; la sexta marcaba el amanecer; después de la quinta y la cuarta, al llegar el mediodía se retornaba a la hora novena (no se usaban los números 1 a 3 porque ellos estaban reservados al ámbito de lo sagrado). Además, a cada hora correspondía un signo del zodíaco oriental. Este meritorio —y complejo— esfuerzo por mantener unidas la sucesividad y la simultaneidad terminó en 1873, cuando el gobierno japonés se avino al estilo occidental: desde entonces también en Japón hay igualdad con el calendario gregoriano y horas desgajadas del sustento arquetípico.

No es el único ejemplo de una gran pérdida: también en Mesoamérica había un calendario, el Tonalpohualli, y la versión maya, el Tzolkin, que medían el tiempo de acuerdo con una visión integral: el orden humano coincidía con órdenes mayores y medir no era controlar sino sincronizarse. Las cuentas cortas (kalendarium: libro de cuentas) eran parte de las cuentas largas, y la más larga estaba presente en la más corta. El tiempo no era una máquina opresiva consagrada a la producción sino un organismo vivo, consciente. Ahora se mide; antes se contaba, en el mismo sentido en que se dice contar un cuento o un mito.

Y aunque en el siglo XX y el XXI la industria relojera es ya cuestión de robótica, cuarzo, sistemas numéricos y fibra óptica (y, sobre todo, en que los relojes son símbolos de distinción y de clase), la ilusión es la misma: el hombre cree que controla el tiempo pero en realidad es controlado por él, y a tal grado, que la simultaneidad ha desaparecido por completo de la mentalidad humana. Miramos las manecillas que como cuchillas nos dividen en tajadas el día y la noche, pero ya no contemplamos la carátula misma en conjunto, que contiene todos los signos a la vez.

Ese era uno de los portentos que lograba el wadokei con su sola presencia: el hecho de numerar los fragmentos de tiempo con una numeración inversa (de 9 a 4) era un conjuro mágico que permitía a quien se regía por él mantener viva la certeza de que el ir hacia adelante no es la única dirección posible del tiempo. Las repercusiones de este conjuro son profundas e inagotables; la más inmediata es que el japonés se liberaba de la esclavitud con un simple cambio de mirada. El occidental se concibe como esclavo del tiempo, pero lo es del poder que ha inventado el tiempo exclusivamente sucesivo como una “carrera contra el reloj” sin posible escapatoria.

Lo que los relojes omnipresentes miden no es el tiempo sino la prisa. No es el tiempo al que se da tanta importancia, sino a la premura por la producción y el “progreso”, la insaciable carrera hacia ninguna parte. Homo hominis lupus: el tiempo exclusivamente sucesivo es la mayor y más eficiente forma de control del hombre sobre el hombre.

“No hay tiempo que perder”, dice Huidobro en Altazor. (Nótense de paso las dos posibles lecturas: la primera es la previsible: “hay que aprovechar el tiempo”, pero la segunda es una antigua intuición que ha sido eliminada por la idea moderna del tiempo útil: “no existe tal cosa como el tiempo perdido”.) El occidental entiende la frase “No hay tiempo que perder” como la desesperada exhortación a “aprovechar” cada segundo de una cuenta finita, de una clepsidra que se vacía inexorablemente. Sin embargo, los versos que siguen aclaran el sentido que persigue el poeta: “A la hora del cuerpo en el naufragio ambiguo / Yo mido paso a paso el infinito”. El cuerpo parece sumido en el naufragio (la inmersión en el tiempo), pero el adjetivo elegido es perfecto en cuanto a su conjuro mágico: el naufragio no es absoluto (unívoco) sino ambiguo (poseedor de distintos sentidos aparentemente contradictorios entre sí). Si desde el punto de vista de lo sucesivo la “carrera contra el reloj” —la finitud— parece imponderable, desde la mirada de lo simultáneo el cuerpo no sólo puede medir paso a paso el infinito (medir no como controlar sino como sincronizarse), sino que ello es su mayor desafío y su más profunda prerrogativa.

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