viernes, 6 de enero de 2012

Tomás Segovia: una antología temática (VI. Lenguaje, no lengua)


DGD: Redes 127 (clonografía), 2009

[De El tiempo en los brazos. Cuadernos de notas, de Tomás Segovia; anotación del 1 de noviembre de 1987, hecha en Madrid (título de DGD).]


Un texto de Tomás Segovia


Sentir el lenguaje desde el ojo, no desde la pluma. Lenguaje, no lengua.

Típico del arte “moderno”: empezar por la otra punta. Dejarse bobamente seducir por las curiosas, curiosísimas, ingeniosísimas posibilidades aprovechables que cualquier sistema de expresión ofrece gratuitamente, y que cualquiera que cuenta con suficiente ociosidad puede multiplicar indefinidamente, que incluso se multiplican solas indefinidamente. Curiosidad típicamente infantil. En esa música “moderna” y “experimental” que escucho masivamente en la radio francesa la cosa es clarísima: esos “compositores” están puerilmente fascinados por las chistosas sonoridades que pueden producir o descubrir ya producidas. Pero ¿qué tiene que ver eso con la música? Ese “artista”, que habría que llamar descompositor, no quiere hacer música, no quiere decir nada, no sólo no tiene nada que decir sino que tampoco escucha nada que decir. O sea, ante esas posibilidades aprovechables sigue negándose a dejarse guiar por una Visión, a orientar esos acontecimientos auditivos para entrar en el sentido —que como su nombre lo indica está siempre orientado). El artista descompositor no está buscando lo decible de la realidad, el mundo como decible, la relación entre lo que se experimenta y lo que se dice, sino que vacía el decir para desmenuzarlo no como un significar sino como un acontecer.

El arte que el establishment, los bien-pensantes, los cursis de esta época siguen llamando “moderno” es como desmontar un reloj y maravillarse con sus ruedecitas ignorando enteramente que sirven para indicar la hora.

De eso nuestra época ha hecho no sólo alarde, sino incluso terrorismo. Y, cosa increíble, desprecio por el otro arte, el que siempre ha tenido sentido.

Pero a pesar del consenso terrorista de toda esa época, algunos hemos seguido proclamando que un reloj desmontado y reprimido de indicar la hora es muy “interesante” pero de ningún modo superior a un reloj que anda. Y especialmente que el niño encantador pero evidentemente tonto, y mimado hasta la corrupción, que desmonta el reloj sin volver a montarlo (por obvia impotencia) no sabe más, sabe menos que el relojero que conoce infinitamente mejor que él todas las chistosísimas piezas, pero las monta en su lugar en vez de hacerse el chistoso con la travesura de esparcir las piezas, y lo pone a andar en vez de destruirlo con una impertinencia de privilegiado irresponsable.


Apostilla a lo anterior:

El problema cuando se polemiza con estos vanguardistas o descompositores o despoetas (porque es una des-poiesis) consiste en que el criterio último es efectivamente oscuro (y por supuesto indemostrable). Hay que aceptar esa oscuridad, pero sólo como última. De eso he hablado ya otras veces (en Poética y profética, p. ej,). Añadiré ahora que por eso la discusión sobre el arte, como sobre el Valor en general, no puede ser teórica. El Valor —y por ende la significación como valor y el valor como significación— está directamente incorporado en el Círculo de la Existencia. Sólo una estrategia, o sea una praxis práctica, una interpretación del uso, una reflexión en y sobre el tiempo puede abordarlo. La reflexión sobre el arte, como sobre el Valor (o sea sobre “la vida”) no puede ser teórica porque no puede captar sus condiciones de posibilidad, que son incaptables, sino sólo darlas. No hay teoría del arte como no hay teoría de “la vida”. Hay meditación. (Tampoco, en rigor, hay teoría del lenguaje, por supuesto.)

Así p. ej. yo no puedo teorizar el criterio que sin embargo me permite distinguir con toda certeza, ahora que estoy tan acostumbrado a escuchar música, cuándo un músico va a algún lado, está guiado como en una especie de vuelo imantado, obedece a algo, a una oscura clase de “necesidad” —y cuándo está poniendo notas “innecesarias”, gratuitamente, a ver qué pasa. O no a ver qué pasa, sino copiando en frío, ya sea copiando a otros músicos o a un estilo establecido, ya sea copiando unas reglas o criterios seguidos desde fuera. Y Dios me libre de intentar teorizar esos criterios, porque bien sé que abundan los que se dejan ir a esa tentación y bien veo el resultado. Porque claro que la falsedad del arte se da de muchas maneras. El reloj de mi ejemplo puede presentarse en apariencia perfectamente montado y andando, y dar en realidad una hora falsa, ficticia, engañadora; hacer como que da la hora y no darla, que es otra manera menos visible de estar en el fondo desmontado. Esos relojes falsamente palpitantes son los que proporcionan a los despoetas (y más aún a los críticos, amanuenses del arte despoético) su justificación para romper los relojes y dejar por ahí tiradas las ruedecillas (pero eso sí, cuidadosamente exhibidas). O sea: el arte despoético alega la hipocresía de los otros para justificar la estupidez propia. Mecanismo típico de la cursilería.

Dentro de 50 o 100 años se verá con obviedad que la cursilería de nuestra época no es por supuesto Darío o Verlaine (que ni siquiera eran cursis en su tiempo), sino Dalí y Stockhausen y André Breton.

Es característico además que la crítica despoética, tan denunciadora de retóricas y convenciones, se deje engañar con tan increíble facilidad por esas hipocresías apenas están un poco hábilmente manipuladas. Dejemos de lado a Dalí, cuyo museo y Torre Galatea acabo de ver en Figueras y que desde luego se tiene bien merecidas ambas cosas. Más interesante me parece un caso de inteligencia cursi, extrema pero cursi, como el de Michel Foucault. Acabo de leer por ahí un texto suyo donde ve con toda lucidez que Manet es el primer pintor que pinta para los museos. Sólo que él lo dice llenándose la boca. Asómbrense, pobres ingenuos que creían, sin pararse demasiado a reflexionar, que pintar para los museos estaba mal. ¿Por qué ha de estar mal? ¿Dónde está la teoría que demuestre ese mal? Aquí tienen un pensador sin un pelo de tonto (aquí mi mala leche fue involuntaria) que no se deja engañar por la tradición y que ve lúcidamente que Manet ganó, puesto que todo el arte triunfante y aclamado y pagado a altos precios del siglo que siguió se abalanzó por ese camino. ¿Qué significa pues pintar para los museos? ¿No se han dado cuenta? ¿No se han fijado en lo que busca todo ese arte que reúne a la vez la buena conciencia de declararse maldito y rebelde y amenazado, y la buena suerte de monopolizar todo el éxito, los honores y el dinero? Busca no decir.

Bueno, pues a Manet se le ocurrió primero. Porque pintar para los museos es obviamente sacar a la pintura de la vida, y Manet había entendido ya que la pintura no puede dejar de veras de decir del todo; lo que pasa es que se lo va a decir a ella misma: los cuadros ya no significan más que en y para el museo, para otros cuadros y otros pintores, para la historia incoherente y gratuita de la pintura en sí, y para la crítica especializada y toda la parafernalia que crece como hongos parasitando todo eso.

Esa es la manera real de no decir. Casualmente, nunca los cuadros han tenido más valor comercial. Porque casualmente, con ello han entrado en los circuitos mercantiles de la economía neocapitalista (que ellos seguramente preferirían llamar post-moderna). Al mismo tiempo que el museo llega a ser institución estatal hasta la médula, el arte llega a ser mercancía neocapitalista pura, o sea mínimamente dependiente de la producción y máximamente dependiente de la especulación y la manipulación por los medios de comunicación. Claro que de esto último Foucault no habla mucho. ¿No es cosa de decir: Dios mío, qué delirante cursilería (la de Foucault y la de Manet, tal para cual)?

Después de eso, Foucault se lanza a demostrar que la tentativa de Flaubert es la misma que la de Manet. Qué error, según yo. Porque La tentación de San Antonio y Bouvard y Pécuchet son sin duda tentativas monstruosas, pero diametralmente opuestas a la de Manet, y para empezar hechas en el desgarramiento y no en la autosatisfacción y la buena conciencia como la obra de Manet. Por algo La tentación no pudo terminarse nunca. Porque Manet acecha la vida para llevarla al matadero, o sea al museo, mientras que Flaubert se mete en el museo (digamos; luego comento eso) para intentar sacar de allí la vida, aunque es cierto que Manet lo logra con holgura mientras que Flaubert se parte los cuernos y fracasa con estruendo en casi toda la línea. Pero justamente lo que más se parece a Manet en Flaubert no son las obras “monstruosas”, sino Salammbô, que es la que más se le quedó dentro del museo, aunque es claro que también allí lo que intentó fue sacarla, pero mucho más ingenuamente.

Y si dije “el museo” fue por aproximación. Porque de todos modos no es lo mismo el museo que “la cultura”, aunque sea una cultura. Flaubert intenta, en esas obras, moverse en la cultura occidental entera. La cultura (aunque sea una cultura, pero vista desde dentro como la cultura) se confunde con lo humano, y si el museo tuviera esa misma amplitud, la noción de “pintar para el museo” perdería su sentido al convertirse en “pintar para la humanidad”. No es el caso, como decía, porque en realidad Flaubert no sólo no quiere meter la vida en la literatura como Manet en el museo (que es lo que afirma Foucault), sino que ni siquiera quiere meterla en la cultura occidental, sino más bien sacarla. Más bien, porque en ese nivel estamos en lo general y abierto, la cultura es la historia que es el sentido que es el hombre, y no tiene mucho sentido hablar de meter lo uno en lo otro.

Flaubert hace lo que la creación ha hecho siempre, moverse en ese espacio, en el Círculo de la Existencia, mientras que Manet efectivamente traiciona esa tradición e inaugura una época “nueva” y nefasta.


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1 comentario:

mensajes claro dijo...

Muy interesante el texto de Tómas segovia.