miércoles, 26 de diciembre de 2012

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (II: Guerra y paz)


DGD: Redes 103 (clonografía), 2009

(II) Guerra y paz

Para la razón occidental, los cuatro jinetes del Apocalipsis se llaman Paradoja, Ambigüedad, Contradicción e Incertidumbre. Occidente no sabe qué hacer con ellos y los encuentra a cada paso que da. Pero en cierta forma sí ha sabido qué hacer: manipularlos para basar en ellos una muy retorcida forma de la autoafirmación, a partir de una apariencia según la cual Paradoja, Ambigüedad, Contradicción e Incertidumbre son anomalías (rupturas) en una Tradición que constantemente triunfa sobre ellas.

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Los enfoques se manipulan para que la tradición sea en unos casos deseable y modélica, y en otros indeseable y aberrante. Por ejemplo, se espera que la juventud sea irruptora para que la madurez se vuelva una confirmación de lo tradicional. De ahí el extendido refrán “El que a los veinte años no es un rebelde no tiene corazón, y el que a los cuarenta no es un conservador no tiene cerebro”. La ruptura se vuelve tan rutinaria como en otro nivel las revoluciones se institucionalizan.

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Uno de los aforismos más significativos a este respecto se halla en Los siete pilares de la sabiduría (1926) de T.E. Lawrence, el libro autobiográfico del legendario aventurero y militar inglés que, conocido como Lawrence de Arabia, se unió a la insurrección árabe contra el dominio turco durante la primera guerra mundial. En este libro, el aforismo en cuestión es colocado por el autor en labios del cínico y poderoso príncipe árabe Faysal (que más tarde sería el rey Faysal I de Irak): “Los hombres jóvenes hacen la guerra, y las virtudes de la guerra son las virtudes de los jóvenes: valentía y esperanza en el futuro. Entonces los viejos hacemos la paz, y los vicios de la paz son los vicios de los viejos: desconfianza y cautela. Así debe ser”.
          Es una forma muy simétrica y conveniente de plantear a la guerra como una “tradición de la ruptura”, cuyos motores son la valentía y la esperanza en el futuro, y a la paz como una “ruptura de la ruptura” que hace retornar el orden (la tradición), definido como un vicio necesario que se traduce en desconfianza y cautela (hipocresía).
          La guerra queda definida como juventud/virtud y la paz como vejez/vicio. Los rebeldes de veinte años devastan con valentía y esperanza en el futuro, y luego los conservadores de edad madura pactan una paz que se sostiene con pinzas a través de la desconfianza —no sólo entre bandos sino entre los miembros de un mismo bando—, hasta que llegue la siguiente guerra (es decir, el futuro, visto con esperanza por los jóvenes y con temor por los viejos). Y el broche de oro: “Así debe ser”.

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Lo retorcido del asunto es que no se habla de dos bandos separados e inmutables que se contraponen, sino de un bando que eventualmente se convierte en el otro: esos jóvenes valientes y esperanzados (necesariamente idealistas) que hacen la guerra porque tienen corazón, se transforman con el tiempo en esos ancianos cobardes e hipócritas (obligatoriamente realistas) que hacen la paz porque tienen cerebro.

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Los siete pilares de la sabiduría fue adaptado a la pantalla por Robert Bolt en el clásico Lawrence de Arabia de David Lean (1962). Ahí Lawrence está planteado como un personaje profundamente contradictorio: por un lado es una especie de Mesías que se compromete con la causa insurgente de los árabes contra el brutal yugo de los turcos, en principio traicionando —por su carácter rebelde, independiente e imprevisible— al imperialismo colonialista británico del que procede, y por otro es un caudillo sanguinario aclamado como héroe por ese mismo imperio. Este hombre se convierte en una ruptura que hizo un gran servicio a la tradición.

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La película representa a Lawrence joven como rebelde, idealista y temerario (exclama que nada está escrito sino hasta que uno mismo lo escribe); a continuación se pormenorizan sus choques con la “realidad” y su amargura creciente; cuando ha madurado, su conflicto primordial radica en que no se resigna del todo a convertirse en un hombre cínico, hipócrita, conformista y duro, es decir, lo diametralmente opuesto a lo que fuera en sus primeros tiempos.
          Pero en realidad el peor de sus choques surge cuando se da cuenta de que la oscuridad contra la que lucha no sólo está fuera sino también dentro de sí mismo. No en balde el filme acentúa aquel momento en que Lawrence (Peter O’Toole) confiesa que tuvo que matar a un hombre; a continuación comenta que hay algo en ese crimen que no le gusta, y lo explica en dos palabras: “Lo disfruté”. Esta secuencia culmina en aquella otra en que se le ve en batalla, cubierto de sangre, matando a diestra y siniestra en un frenesí demencial.
          Lawrence enloquece porque se percata de que lleva en sí mismo esa tiniebla a la que de joven contemplaba como “caos que puede reescribirse” y que luego de su experiencia se le quiere imponer como “orden inevitable”. También su aliado, el príncipe Faysal (interpretado en la película por Alec Guinness), comenzó como joven idealista dispuesto a cambiar el mundo; también, como casi todos los personajes del realismo hollywoodense, los choques con la realidad lo han vuelto “más triste y más sabio”, lo cual significa que ha aprendido a “navegar” en la tormenta, sobrevivir en medio de la devastación, y a cambiar el discurso de la conciencia por el de la conveniencia, inmerso, como está, en una realidad en la que “el que no se dobla, se quiebra”. Ha aprendido a “doblarse” con una apariencia de dignidad: se ha vuelto un anciano realista que acepta la imposibilidad de cambiar el mundo. Es, pues, uno de esos líderes aclamados por el “orden mundial”: su sabiduría práctica no radica en sus victorias sino en las concesiones que hace para obtenerlas.

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La única diferencia entre Faysal y Lawrence es que este último no termina por aceptar lo “imposible”. No le queda, pues, sino el desquiciamiento, cuando a pesar de todo sigue negándose a admitir la “evidencia” según la cual un verdadero cambio de “orden mundial” implicaría la desaparición de lo humano.

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Un bando se transforma en el otro para la “ordenación” del mundo, pero éste es un mundo masculino. Lawrence de Arabia es una película sin mujeres (no hay un solo nombre femenino en el reparto principal y de cuadro); éstas sólo aparecen como cadáveres en las aldeas arrasadas por los turcos, o como siluetas silenciosas que contemplan a los hombres ocultas por las celosías del harén. En el patriarcado, que es la tradición, lo femenino es una ruptura férreamente regulada. En el mundo de la guerra la mujer no tiene un papel sino un uso, y está ajena por completo a la regulación de ese mundo.

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Las rupturas están férreamente reguladas en todos los niveles. Sin rupturas no hay “avance”, y por ello resultan indispensables puesto que surgen del temido territorio off limits (primera contradicción: son imprevisibles y a la vez están predichas y hasta reguladas de antemano). Constantemente se las induce para garantizar la “continuidad”, pero de un modo controlado, extraoficial, sobreentendido, con objeto de evitar la aparición de las rupturas que en verdad podrían poner en peligro a la tradición, cuestionar sus valores, poner en duda sus “logros”. ¿Qué tradición es ésta? La que se adapta día con día para seguir los lineamientos no de una riqueza cultural pretérita sino del discurso de la conveniencia del poder.

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