sábado, 5 de enero de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (III: Naturaleza y civilización)


DGD: Textiles-Serie roja 28 (clonografía), 2012

(III) Naturaleza y civilización

Una de las encarnaciones más espinosas de la dicotomía tradición-ruptura surge cuando toma la forma naturaleza-civilización, o instinto-razón. La sociedad entiende que el contacto con el mundo natural es indispensable para el equilibrio psíquico del hombre urbano, y proporciona a los ciudadanos dos formas de ese contacto; por un lado, la “experiencia inmediata” se les ofrece en zoológicos, invernaderos, museos, parques y jardines, aunque esto tiene más bien un sentido “simbólico”, de naturaleza pasteurizada y descafeinada, casi diríase sustitutiva y de mera representación. El resto, la “experiencia mediata” o in situ (la parte mayoritaria por ser más verdadera), se surte al ciudadano medio —que no puede costear safaris o cruceros— por medio de la industria del entretenimiento.
          Instituciones privadas, dotadas de grandes presupuestos y revestidas de autoridad, mantienen canales televisivos de programación documental ininterrumpida. Un verdadero caudal de documentalismo se encarga de llevar “al seno del hogar” las imágenes de lo que sucede en muy diversos puntos del globo (o en el remoto pasado por medio de las técnicas de animación por computadora), de la mano de aguerridos exploradores y especialistas que se internan en el corazón mismo de lo “salvaje” y transforman su experiencia en imágenes de consumo masivo. El documentalismo actúa en principio como un importante divulgador de la ciencia.
          De modo vicario pero no menos resonante, el telespectador visita los polos, los desiertos, las tundras, desciende a los abismos marinos y trepa a las cimas inaccesibles en una visita virtual al vasto mundo desconocido que rodea a las ciudades. En teoría, lo único que circula aquí es la información, y sería el último lugar para buscar una ideología. Pero es uno de los primeros en donde ella se encuentra.

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De una manera natural (y en el uso de este adjetivo está la clave), la televisión asume esta labor. Los documentales son prioritariamente televisivos y muy rara vez cinematográficos, puesto que se sobreentiende que el medio electrónico es eminentemente divulgativo, mientras que el cine es más imaginativo y reflexivo (en la industria del esparcimiento son muy raros los documentales de largometraje, puesto que la gran soberana en esa industria es la ficción).
          Quien consume una buena cantidad de estos documentales televisivos, advierte por reiteración las reglas de este juego, es decir las condiciones que debe reunir un documental para ser digno de integrarse en la tradición pedagógica de un determinado canal televisivo (en Estados Unidos es, de hecho, la única clase reconocida de televisión cultural); estas condiciones son tres ante todo: objetividad científica (frialdad), neutralidad ideológica (antimaniqueísmo) y mostración desapasionada (rechazo tajante a la antropomorfización). A través de estas reglas se garantiza la imparcialidad y, aún más, la verdad de lo mostrado; y desde detrás de lo mostrado surgen por sí mismas las “leyes de la naturaleza”, iluminadas por la verdad, apoyadas por la evidencia y sancionadas por la autoridad.
          Mostrar es definir pero no a través de palabras: las leyes del mundo mostrado son menos enunciadas que sobreentendidas. Y la primera y más esencial de esas leyes es la devastación absoluta, sin principio y sin final. La rapiña infinita se repite en ciclos que, superpuestos, no ofrecen otra evidencia objetiva y científica que la de una megacarnicería.

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A cada imagen del torrente icónico, las “leyes” se decantan por sí mismas; no se pronuncian sino se hacen sentir (no pasan al acervo verbal del espectador, en donde podrían ser discutidas, sino a su acervo sentimental). Si se tratara de ponerlas en palabras habría que decir: “el pez gordo devora al chico”, “sólo sobrevive el más apto, según el principio de la selección natural”, “toda criatura responde a un ‘instinto básico’: matar o ser matado”.
          Por una extraña “coincidencia”, estos son los mismos principios del llamado darwinismo social, doctrina que sin el menor escrúpulo quiere pasar del naturalismo de Darwin a la ideología y dar de una vez por todas un origen biológico a la agresividad humana.

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El repudio que el documentalismo naturalista televisivo dice tener respecto a la antropomorfización, implica de entrada separar a la humanidad del mundo animal; mil veces se nos dice que en los animales no hay amor sino únicamente sexualidad; que no tienen hijos sino crías; que no poseen más lenguaje que una comunicación elemental; que no forman familias sino manadas; que carecen de toda forma de pensamiento complejo y se limitan a reaccionar instintivamente, etcétera.
          Una vez establecida la apabullante “superioridad” humana (en el sentido exacto de la palabra supremacía, la condición que permite y justifica a toda rapiña del mundo humano sobre los orbes “inferiores”: el animal, el vegetal, el mineral), viene entonces un muy curioso proceso, puesto que de maneras más o menos subliminales son rotas las condiciones que acababan de establecerse con insistencia, y entonces la manada es inferida como “familia”, las crías como “hijos”, el instinto como forma embrionaria de la razón, etcétera.
          Así, el espectador es una y otra vez conmovido a través de manipulársele la compasión (situaciones que ponen en peligro a la “familia”), la ternura (cachorros en peligro) o la identificación con determinado animal al que la cámara sigue como “protagonista” (destino manifiesto: del débil a sucumbir, del fuerte a dominar). El trasfondo de Caminando con dinosaurios es, a fin de cuentas, el mismo de Bambi.

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Sucede lo mismo con el odio manifiesto hacia el maniqueísmo: se nos insiste en la objetividad de la mirada documental y en que la naturaleza no consiente adjetivos humanos, y sin embargo en el documentalismo televisivo no hay otra cosa que predadores letales y víctimas condenadas (de igual modo que en el melodrama maniqueísta sólo hay buenos y malos). El “desapasionamiento” sólo sirve para fundamentar una sensación de horror y rechazo en el espectador; si éste cambia el canal a un programa de noticias, en realidad no ha cambiado el canal: sólo habrá percibido el sustento biológico de la devastación que le muestran las “actualidades periodísticas”. Porque cuando existe un determinismo biológico, toda ética, así como todas las humanidades, resultan tan superfluas como indeseables y contraproducentes. Son debilidades en un mundo en donde sólo sobrevive la fortaleza monolítica y la realidad de los objetos.

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Una enorme excepción (ruptura en más de un sentido) se contiene en dos documentales de largometraje en co-producción franco-italiana y formato cinematográfico: Microcosmos (1996) y Génesis (2004), de Marie Pérennou y Claude Nuridsany. Una buena presentación de ambas propuestas es el epígrafe de la segunda: “Estar vivo es tejer una historia desde un principio que no recordamos hasta un final del que no tenemos la menor idea”.
          Puesto que ambos documentales (complementados con La clé des champs, 2011) se separan de la tónica general de “expresar verdades de la ciencia”, de modo muy curioso se les ha acusado de “antropomorfización”. “Nuestro principal objetivo”, dice Nuridsany, “fue estimular el vínculo fraternal entre el mundo animal y el humano sin caer en el antropomorfismo. [...] Nuestra idea fue la de generar una especie de vínculo en la mente del espectador para que tal vez diga: ‘Después de todo, no soy tan diferente de estas criaturas a las que solía ver con desprecio y horror’”.
          Marie Pérennou va más allá en las implicaciones de la acusación: “A veces nos preguntan si ponemos sentimientos a los animales. Eso pone de relieve el tema del antropomorfismo, que consiste en aplicar a los animales sentimientos y emociones a partir de nuestra comprensión del mundo. En general nos dicen que es muy peligroso el antropomorfismo, y claro que lo es, si se practica en exceso: se puede caer en una especie de delirio que se convierte en cualquier cosa. Pero prohibir por completo el antropomorfismo me parece igual de peligroso. No podemos encasillar a todos los animales”.
          Y es que resulta absurdo pensar en que puede abolirse absolutamente la mirada antropomórfica, lo cual implicaría romper por completo los puentes con el espectador (o dejar de manipularlo). De lo que se trata en realidad es de proscribir los sentimientos, ridiculizarlos como “anticientíficos” y luego proceder a manipularlos. A la corriente ideológica que ha re-inventado a la “naturaleza” como gran coartada no le importa si se atribuyen o no sentimientos a los animales, sino eliminar la sentimentalidad de los seres humanos (solidaridad, compasión, empatía). Solamente individuos duros y “desapasionados” sirven para mantener un orden del mundo basado en la rapiña.

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En una de sus reseñas bibliográficas, Oscar Wilde escribió: “El peor uso que el hombre puede hacer de la naturaleza es convertirla en un espejo de sus propios vicios. Jamás los secretos de la naturaleza se revelan a quien se aproxima a ella con ese espíritu” (Pall Mall Gazette, enero 20 de 1888).


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El ajuste de óptica es preciso desde Microcosmos, cuya esencial invitación podría enunciarse así: “No resulta necesario ir a la luna, internarse en los abismos subterráneos o surcar las selvas amazónicas para hallar a la otredad, al misterio, a la naturaleza: basta mirar hacia abajo, a una mata de hierba silvestre”. Microcosmos se concentra precisamente ahí, en la zona más invisibilizada de lo cotidiano, para encontrar en lo inmediato lo que el documentalismo tradicionalista insiste en que sólo se obtiene por suma de esfuerzos y, sobre todo, en la mayor lejanía posible respecto al espectador.

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La co-directora de Génesis se opone al verdadero maniqueísmo, el de toda la ideología instintivista: “No es que en los humanos haya amor y en los animales sólo sexualidad. Existe una graduación y poco a poco el documentalismo la ha ido aceptando. Ha habido una apertura frente a algo que antes era un tabú. Y con eso aprenderemos mucho, porque hasta ahora hemos minimizado las capacidades de los animales”. Sin embargo, el tabú sigue siendo tabú: el ser humano continúa midiéndose por comparación con lo que considera “inferior”.

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No se trata de que Microcosmos o Génesis sean excepcionales porque tiendan a suavizar u ocultar la devastación, sino porque se niegan a colocar ahí el acento y descalificar a todo lo demás. Claude Nuridsany declara: “La película presenta a la muerte, pero sin connotaciones negativas: la muestra como la metamorfosis de las cosas”. He ahí la excepcionalidad, bien explicada por Marie Pérennou: “Los científicos no hablan de la misma manera que nosotros los narradores. Hacen constataciones: ‘Los átomos no mueren’. Cuando escuché eso me dije: ‘Estoy hecha de átomos, y la materia de la que estoy hecha no muere’. Es una idea vertiginosa. Quedé impactada porque me sentí pertenecer al resto del mundo, más allá de mi condición humana. Tuve un sentimiento mucho más global”. Se trata de la única globalización a la que no fundamenta el nuevo orden mundial, porque es la única que no opta por lo unidimensional.

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A fin de cuentas podría entenderse la mirada de esos dos documentales como oriental, y así lo revela esta afirmación del narrador de Génesis, Sotigui Kouyaté: “La vida es una forma que perdura, una forma que lucha contra el tiempo, una forma que perdura obedeciendo a la ley universal que empuja a toda cosa organizada hacia el desorden, el caos; y es más extraño todavía: una forma que permanece idéntica a sí misma aunque la materia con la que está hecha se renueva sin cesar. Mi boca, mi lengua, mis labios que te hablan, cambian continuamente sus células sin que yo me dé cuenta. Cada hora del día, millones de células en ellos mueren y son remplazadas en mi cuerpo. Por tanto, yo soy todos los días yo, de la misma manera en que el río es el mismo aunque agua nueva corre por su cauce. No estamos hechos de materia, sino de formas irregulares de materia, de ríos vivientes y briosos, que trazan su curso sinuoso en el paso del tiempo”.
         Esto último es una visión oriental, integradora, de lo que Occidente sólo puede contemplar como la dicotomía entre tradición y ruptura. Podría ponerse en otros términos: “La vida es una tradición que permanece idéntica a sí misma aunque la materia con la que está hecha se renueva sin cesar, es decir que está en constante ruptura de sí misma. La verdadera tradición está hecha de formas inciertas, ambiguas, contradictorias, paradójicas, que irrumpen y trazan su curso en el paso del tiempo”.

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Cuando el discurso de la conveniencia quiere privilegiar una supremacía, no duda en calificar al ser humano como la cúspide de la evolución, la forma biológica más exquisita y desarrollada; cuando, en otros momentos, pretende justificar la predación, la mentalidad fascista y la deshumanización, surge el instintivismo (esencial vocero ideológico de la ultraderecha) para gritar que el hombre no es otra cosa que un “mono desnudo”. En todo este proceso resulta evidente que la definición de la palabra “inteligencia” es precisamente la que le dan los aparatos policiacos y las agencias de espionaje, es decir, des-inteligar no sólo las partes de lo humano sino las del equilibrio en el que éste se halla sumergido. Por una vez, Microcosmos y Génesis han intentado un uso de la inteligencia que sea una vuelta a una verdadera tradición.



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