domingo, 5 de mayo de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XV: El cambio y lo inmutable)


DGD: Textiles-Serie del vino 22 (clonografía), 2001

(XV) El cambio y lo inmutable

Todas las artes narrativas pueden sintetizarse (con los riesgos de toda síntesis) en dos tipos de personajes: los que cambian y los que permanecen inmutables pese a todo. Estos últimos son la tradición; aquéllos, la ruptura.

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Entre todos los géneros dramáticos hay uno que se caracteriza por el esquematismo: el melodrama superficial, que plantea lo que se llama “simplificación maniqueísta”, esto es, retratos en blanco o negro, con una ausencia casi total de grises intermedios. En otras palabras, sus caracteres son, o inmensamente “buenos”, o radicalmente “malos”.
          Los demás géneros se proponen pintar seres más “complejos” (más “reales”): reclaman un juego de matices del gris y rechazan caer en los polos blanco o negro. Sin embargo, en todos los géneros, del más simple al más complejo, el acento radica en el cambio que sufre el protagonista, en general como resultado de una toma de conciencia (anagnórisis) surgida de la fatalidad.

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En el esquemático melodrama superficial, tal cambio es eso precisamente: esquemático (abreviado, reducido a lo elemental, sintético), y sólo por ello en este territorio dramático resulta muy claro lo que otros géneros y estilos intentan sumergir en la ambigüedad o en la ambivalencia (a eso se llama complejidad o matices del gris, es decir, personajes irreductibles a esquemas).

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Esquemáticamente, hay cuatro opciones fundamentales en el transcurso de un personaje:

1. Es bueno y cambia (se hace malo).
2. Es bueno y no cambia (sigue bueno).
3. Es malo y cambia (se hace bueno).
4. Es malo y no cambia (sigue malo).

En el cómic “tradicional”, por ejemplo, las opciones (2) y (4), que representan a lo inmutable, sólo funcionan para héroes (2) o villanos (4); de estos últimos no se espera ningún cambio (solamente, si acaso, un castigo rutinario), pero un héroe inmaculadamente bueno resultaría intolerable para el público mayoritario si no arriesgara a cada paso cubrirse de oscuridad (ahí radica, en el cómic “moderno”, el éxito de la vertiente Dark Knight de la saga de Batman).

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El cambio es el resorte nuclear, pero ¿de qué clase de cambio se habla? El melodrama superficial (cuya ulterior degeneración se llama telenovela) permite un atisbo de respuesta; en él, las opciones (2) y (4) sólo funcionan para personajes secundarios (las historias no suelen centrarse en un personaje que no cambia). Los protagonistas solamente pueden ubicarse en las opciones (1) y (3); se espera, pues, un cambio en ellos, o de otra manera esa historia en particular no se estaría contando.
          Sin embargo, sólo la opción (3) implica una “purga moral” en el espectador, a quien se invita a “redirigirse hacia la bondad”. En la opción (1), en cambio, el personaje bueno que se hace malo pasa a representar una purga en sí mismo, puesto que su resorte es ahora la venganza: el acento ya no está en el cambio que él ha sufrido sino en su nuevo “móvil”: hacer pagar a otros el haberlo cambiado. Es la única permutación que parece aceptar el espectador.

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Se dice que “los media dan al público lo que éste pide”, pero Enrique Serna ha demostrado que en ese lugar común se oculta sistemáticamente la parte final: “...luego de entrenarlo para pedir basura”.

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Independientemente de si son planteados como “buenos” o como “malos”, los personajes que no cambian ofrecen un subtexto de estabilidad, de integridad, de fidelidad a sí mismos; por comparación, en los que cambian existe una especie de traición, sin importar si van del bien al mal o en la dirección contraria.
          Hay siempre una traición asociada con la ruptura, sea en el nivel que sea. En el simple nivel fonético asombra, pues, la cercanía entre las palabras tradición y traición.

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La famosa “purga moral” que el melodrama superficial supuestamente provoca en el público —y que es su principal resorte “didáctico”— consiste en transmitir historias en las que un personaje “malo” se vuelve “bueno”, es decir, que cambia en el sentido de expiación y redención. Es esta una mecánica que no puede sino resultar muy curiosa si se confronta con la sabiduría popular, según la cual “la gente no cambia”; si uno encuentra filósofos prácticos menos tajantes, los oirá decir que el cambio es la faena más ardua para el ser humano. Acaso de ahí lo fascinante de los personajes que “cambian”, independientemente de cuál es su estadio anterior y cuál el posterior. Lo inmutable corresponde, en este nivel, a la tradición (lo que casi no puede cambiar), mientras que el cambio es la ruptura (lo que redirige, reconforma, redefine). O al menos así parece.

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La afirmación de que la gente no cambia puede significar que resulta casi imposible al individuo salir de todo aquello que lo hace ser como es —ser quien es—, en donde el acento cae en lo externo —en lo que lo hace, lo afecta, lo determina— antes que en lo interno —el ser quien es.

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El misterioso convencimiento popular no dice que a la gente resulta difícil cambiar, sino que no cambia. Acaso ello explica la necesidad de que los protagonistas de las historias de difusión masiva sufran una transformación: ésta es vicaria, fascinante en la medida en que no funciona “sobre” el espectador sino por él. El público sobreentiende que los grandes cambios (aquellos que dan un giro a la vida individual) sólo son realmente posibles en la ficción. Todo cambio ulterior pertenece (así lo hacen sobreentender los media) al terreno de lo hipotético, lo ideal, lo esquemático.

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En el cine hollywoodense existen miles de refranes que apoyan a la tradición del poder predador y casi ninguno que fomente a la ruptura de esa tradición. No es una limitación del lenguaje ni tampoco una “verdad autoevidente”: no se trata más que de pura conveniencia. Gran ejemplo se halla en la última parte de la rapaz trilogía The Matrix, en la que un prototípico villano exclama: “El propósito de la vida es terminar”.
          Este tipo de refranes, máximas y sentencias de apoyo a la definición fascista del mundo se inculcan (“inculcar” significa instruir por medio de la repetición, que es la característica de la tradición... y de la propaganda y la publicidad), y la forma de inculcar esas sentencias consiste en ponerlas en labios de personajes que, como ése de The Matrix, son “villanos” derrotados y castigados pero que, a la larga, salen triunfando... sencillamente porque jamás cambian: son fieles a sí mismos y por tanto resultan modélicos, como no lo son los personajes que cambian (aquéllos son vistos como reales, mientras que éstos no pasan de ser percibidos como hipotéticos).

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En todo caso, la “purga moral” es tolerada por el espectador como una suerte de trámite moroso e inevitable que él no toma en serio y que desde luego no le provoca “cambios” en su conducta personal o en sus definiciones del mundo. A la vez, la mecánica opuesta sí es tomada muy en serio, es decir, la historia de un personaje esencialmente “bueno” que es cambiado en “malo” por una sociedad depravada o por personajes viles o por sucesos aciagos que redirigen sus objetivos, antes vagos e inciertos, hacia una sola meta ahora concreta y muy clara: la venganza.

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La venganza es el esencial y más exitoso resorte dramático en el dominante realismo hollywoodense, que es un esquematismo tajante vestido de una engañosa complejidad. La revancha, la sed de desquite es vista como “fortaleza adquirida a la fuerza”, mientras que la transformación de un personaje malo en bueno se sobreentiende como debilitamiento inaceptable. (Uno de los caracteres más respetados y abundantes en la mitología hollywoodense es el vengador anónimo, que es un individuo “bueno” que se transfigura en letal a partir del lema “La rata acorralada muerde”.)

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Es el discurso de la conveniencia lo que vuelve conmovedoras a algunas de estas historias y tediosas a las otras. Lo que conmueve y sacude no es lo éticamente coherente, sino todo aquello que confirma a lo conveniente. La tradición se ha vuelto confirmadora de conductas predadoras, al mismo tiempo que las “rupturas” (convencionales) sólo sirven para destacar y clasificar a las formas de la “debilidad”.

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Cuando un personaje “bueno” es transformado en “malo” debido a actos humanos perversos, es decir por causa de una injusticia social, su venganza sucede en un nivel horizontal y se desenvuelve en el terreno del melodrama y hasta del thriller. Sin embargo, cuando lo que lo afecta es una fatalidad, un acto imprevisible e imponderable debido a la naturaleza o al “destino”, su venganza se desarrolla en un nivel vertical: el terreno de la religión y la teología. Es el antiguo resorte del hombre que se vuelve contra Dios (o contra el universo) debido a una injusticia metafísica.

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Entonces surge la dicotomía climática: la divinidad es equiparada a la tradición y el hombre a la ruptura. Ante tal marco de referencia, todo en el mundo humano se vuelve ruptura, porque incluso se vuelven pequeñas o relativas las mismísimas tradiciones que lo vuelven humano. Si el orden es inhumano, el caos se vuelve absoluto: es lo único que puede llamarse humano. En ese nivel de consideración, lo que se define como tradición y lo que se entiende por ruptura quedan al arbitrio de un único discurso: el de la conveniencia.

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Las opciones humanas serán, o bien tradiciones, o bien rupturas, de acuerdo a lo que, en determinado tiempo y lugar, convenga a los intereses del poder que impone definiciones y certezas. De ahí que las artes narrativas, independientemente de géneros y estilos, demuestran que optar por lo conveniente es superior a toda consideración moral, ética, filosófica o incluso mística. Es lo natural, mientras que detenerse por consideraciones éticas o humanitarias resulta antinatural. Los actos humanos quedan definidos como aquellos que son capaces de ejercer una justificadísima venganza contra la máxima injusticia: los actos divinos o fatales.

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Una de las más resonantes definiciones del Mal con mayúscula es precisamente esa: la venganza contra Dios, sobreentendido como divinidad indiferente, cínica, tiránica, sanguinaria.
          (De ahí la tremenda fuerza cuasi-arquetípica de aquella secuencia de Blade Runner en que la criatura besa a su creador en los labios y luego lo mata hundiéndole los pulgares en los ojos.)

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El personaje malo que se hace bueno es una ganancia de un bien al que se contempla como “ideal” (un estancamiento fastidioso y rutinario, es decir, una “tradición” entre comillas), mientras que el personaje bueno que se vuelve malo es una ganancia del Mal que es definido como “real” (el Mal es el único móvil, lo único que mueve, es decir que la “ruptura” entre comillas se concibe como mera reacción bestial). El realismo de Hollywood y los media no quiere un cambio sino una enésima corroboración del mismo antiquísimo discurso. El cambio —el verdadero cambio— es en realidad lo único proscrito.



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