sábado, 25 de mayo de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XVII: Misantropía y altruismo)


DGD: Redes 191 (clonografía), 2012

(XVII) Misantropía y altruismo

En el prólogo a Facundo de Sarmiento, Borges dejó estas líneas, cuya esencia solía repetir en muy diversas circunstancias: “El mayor escritor comprometido de nuestra época, Rudyard Kipling, comprendió al fin de su carrera que a un autor puede estarle permitida la invención de una fábula, pero no la íntima comprensión de su moraleja. Recordó el curioso caso de Swift, que se propuso redactar un alegato contra el género humano y dejó un libro para niños. Regresemos, pues, a la secular doctrina de que el poeta es un amanuense del Espíritu o de la Musa. La mitología moderna, menos hermosa, opta por recurrir a la Subconsciencia o aun a lo Subconsciente”.
          Borges se hace eco de la ironía de Kipling, sin que ello contradiga la seriedad y profundidad de la tesis. Resulta inquietante, y revelador, el que los inventores de fábulas puedan conocer la forma pero no del todo el contenido; en cierto modo es un llamado a la humildad el que deban considerarse amanuenses del Espíritu, o de la Musa, o del Subconsciente, o del Inconsciente colectivo, vehículos de un algo que se dice a través de ellos, y de lo que no están del todo conscientes. Uno de los mayores ejemplos sería el de Cervantes, que cree estar haciendo una sátira de las novelas de caballería y lo que deja es un hondo testimonio de la tragicomedia humana, un retrato del alma que se niega a dejar de soñar.

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Sin embargo, el ejemplo que Kipling y Borges ofrecen es equívoco, porque dicho de esa forma —“se propuso redactar un alegato contra el género humano y dejó un libro para niños”—, oscuramente sobreentendemos que tal cambio fue obra de un Destino o de una Musa y que éstos, pese a las intenciones del autor, dieron a Los viajes de Gulliver su rostro “verdadero”. Pero quien transformó a una cosa en la otra fue una sociedad, una cultura, aquella contra la cual Swift levanta su crítica y que se venga convirtiendo a ese manuscrito corrosivo en un “simple libro para niños”, con lo cual los niños se vuelven, una vez más, “simples”, y se muestra con qué facilidad la más aguda crítica contra la sociedad puede banalizarse; dicho de otra manera, se prueba con qué insolencia la ruptura más virulenta puede ser transformada en la más ortodoxa tradición.

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Existe otro equívoco, más grave, al decir que Swift “se propuso redactar un alegato contra el género humano”, porque aquí se trasluce una de las más tramposas equiparaciones que a todos se nos hace sobreentender: la de humanidad con sociedad. Esta tramposa sinonimia es gemela de otra: el tan frecuente decir “la vida” cuando lo que se quiere significar es “la vida social”, que no son lo mismo en absoluto.

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Cuántos suicidas habrían tomado otro camino si se hubieran dado cuenta de que es perfectamente posible escapar de la vida social sin renunciar a la vida. Y es que, en general, no sólo equiparamos humanidad con sociedad, sino con nuestra sociedad; perdonamos hasta nuestros mayores errores, mientras que somos severísimos con las menores equivocaciones de sociedades lejanas a la nuestra, en tiempo o en espacio.
          Al respecto dice Swift: “cuán vano intento es en un hombre el de hacerse honor a sí mismo entre aquellos que están fuera de todo grado de igualdad o de comparación con él”. La comparación es uno de los temas fundamentales de Gulliver; gigante entre diminutos, o diminuto entre gigantes, el narrador termina por intuir que “la comparación me inspiraba un lamentable concepto de mí mismo”, y lo que hace en consecuencia es que “pasaba por alto mi propia pequeñez, como es corriente en cada uno hacer con sus defectos”. Uso primordial del discurso de la conveniencia.

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La posteridad ha actuado respecto a Swift del mismo modo que ante otros autores irreductibles: lo ha acusado de misántropo, es decir, de odiador de la humanidad. Y quienes transmiten esta etiqueta se respaldan en el famoso pasaje de una carta de Swift a Alexander Pope, en el que aquél afirma: “Principalmente odio y detesto a ese animal llamado hombre”. Al reiterar hasta el cansancio esta cita, la crítica está filtrando no sólo la obra entera de Swift sino su vida misma, de tal manera que quedará muy poco de la presencia de Swift en su posteridad (sólo permanecerá lo que ha sido filtrado, que es casi únicamente el de ser “autor de un libro para niños”). La crítica quedará muy satisfecha al usar palabras de Swift para alejarlo de los lectores.
          Y sin embargo, aquí no se está haciendo sino poner en práctica una de las más burdas y a la vez eficientes tácticas del discurso de la conveniencia: el citar de manera incompleta, gran ejemplo de lo cual es el “errar es humano” de Séneca, casi un lema de la modernidad del que se ha expurgado la segunda mitad: “pero perseverar en el error es diabólico”. Lo mismo se hace con aquella frase de Swift, de la que se ha censurado la parte final: “Principalmente odio y detesto a ese animal llamado hombre, aunque con todo mi corazón amo a Juan, a Pedro, a Tomás, y así”. Swift desconfía de la masa, que tiende a la abstracción manipulable, y confía en el individuo, que tiene como características la concreción y la imprevisibilidad.

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Swift redactó un alegato contra la vida social, no contra la vida. Es muy fácil calificar a los críticos de la sociedad como “misántropos”; es, de hecho, la más efectiva de las armas para minimizar su virulencia, para acallar la exactitud de sus denuncias, para deshacerse de la tremenda incomodidad que surge de verse en un espejo tan nítido, tan insobornable. Pero ese espejo —hay que reiterarlo sin fin— no fue construido contra el género humano, sino contra la sociedad, y su primera virulencia consiste en hacernos ver que ambos términos no son, ni con mucho, sinónimos.

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Rubén Bonifaz Nuño, en el prólogo a su traducción de Cármenes de Catulo, sostiene que “hay, en todo verdadero gran poeta, una médula básica de malignidad, mezcla de admiración y desprecio profundo por los hombres, con la cual él se considera a veces a sí mismo, y mira, siempre, hacia todo cuanto externamente lo condiciona”.

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Swift coloca en Los viajes de Gulliver (el libro original, no el pasteurizado por su posteridad) una verdadera bomba, que es justamente un antídoto contra todos los condicionamientos. Es por ello que resultan casi intolerables los párrafos como aquel en que un personaje se atreve a resumir la historia humana en “un montón de conjuras, rebeliones, asesinatos, matanzas, revoluciones y destierros, justamente los peores efectos que pueden producir la avaricia, la parcialidad, la hipocresía, la perfidia, la crueldad, la ira, la locura, el odio, la envidia, la concupiscencia, la malicia y la ambición” (II-6).

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La frase “pasteurizado por su posteridad” permite un juego de palabras no demasiado burdo: la pausteridad. En efecto, eso es precisamente lo que hace cada modernidad: pasar el pretérito por un tamiz, por un filtro, y sólo rescatar lo que esa modernidad valora, desechando todo lo demás. Y lo hará en un sentido de “purificación” e incluso de “sanidad” (en el sentido de “filtración sanitaria”). En el territorio del arte, la posteridad pasteuriza de tal modo que en el imaginario y la memoria colectiva sólo permanece lo conveniente.

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Swift denuncia implacablemente cada una de las lacras que observa en las sociedades, en todos los niveles, y sin duda su observación está cargada de pesimismo, e incluso de nihilismo, pero eso no lo hace un misántropo. El verdadero misántropo se encierra en una torre de marfil, que es una torre de desprecio, y nunca habla a aquellos a los que repudia. Swift, y otros grandes satiristas como él, salen a la calle y hablan a quien quiera oírlos. Hacen obra, se arriesgan al territorio del decir y del hacer.

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Al respecto puede recordarse lo que escribió Tomás Segovia: “El lenguaje es un espacio para una transparencia, y ‘decir’ es ponerse o querer ponerse bajo unos rayos X. Hablar es exponerse. La transparencia es pues expuesta, mientras que el poder y la fuerza están defendidos. El hombre impenetrable y opaco no nos permite entrar en él y así parece real como un objeto” (“El silencio y el resto”, 1964).

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Los grandes satiristas no son “misántropos”, e incluso bien podrían ser vistos como los únicos verdaderos altruistas: si desprecian algo es a su sociedad, no al hombre; algo en su interior les dice, con plena y casi dolorosa claridad, que la vida no es ni con mucho un sinónimo de la vida social, ni el hombre sinónimo del aparato de poder que lo domina. El verdadero misántropo es impenetrable; el altruista se transparenta, se arriesga a equivocarse, se deja ver.

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En Gulliver, Swift afirma que la corrupción de la facultad de razonar es peor que la brutalidad misma. Pero agrega: “Con todo, [...] no era razón lo que poseíamos, sino solamente alguna cierta cualidad apropiada para aumentar nuestros defectos naturales, de igual modo que en un río de corriente agitada se refleja la imagen de un cuerpo deforme, no sólo mayor, sino también mucho más desfigurada”.
          A la vez, con Rabelais, Swift piensa que “la verdad, la justicia, la moderación y sus semejantes residen en todos los hombres” y que “la razón por sí sola es suficiente para dirigir a un ser racional”. Para este autor, el Mal comienza con la aparición de los aparatos autonombrados como intermediarios: la Iglesia, intermediaria entre Dios y el hombre; el Estado, intermediario entre el hombre y el mundo; la burocracia, intermediario entre el hombre y el Estado. Llamar a estos autores misántropos es confabular con la verdadera misantropía, la del poder, que quiere ser, a fin de cuentas, el intermediario entre el hombre y el hombre mismo, es decir el que se interpone entre el hombre y su conciencia, o su psique, o su alma.



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