lunes, 16 de marzo de 2015

El mal, ¿un bien oculto?


DGD: Textil 65 (clonografía), 2009

Ya decía Ovidio Ingenium mala saepe movet, “A menudo la maldad agudiza el ingenio”. Existen muy distintas definiciones del mal: el exegeta y teólogo Orígenes (ca. 185-254) lo llama estéresis, un término procedente de Aristóteles que correspondería en términos muy generales a “ausencia de forma”; Alberto Magno adopta la frase de San Agustín y atribuye el mal a aliqua causa deficiens, “alguna causa deficiente”; Schopenhauer sostiene que el dolor es la condición positiva y normal de la vida, y que el placer es la mera ausencia parcial y temporal del dolor; no obstante, lo hace depender del fracaso del deseo humano de obtener plenitud: “el deseo es dolor en sí mismo”. Aquí bien puede preguntarse: ¿por qué el deseo de plenitud es sufrimiento en sí mismo? La plena realización del individuo sólo puede causar tanto dolor porque es una ausencia irremediable, y si realizarse resulta, pues, imposible, ¿por qué la aspiración hacia la plenitud existe como presencia imperativa?

En estas y otras definiciones subsidiarias puede observarse un rasgo común: el mal no es una entidad real, sino algo relativo: un determinado sujeto, objeto o acción sólo pueden considerarse malos a partir de un contexto de referencia tomado como bueno; tal contexto puede ser moral, político, social, religioso, etcétera, e incluso los contextos son relativos: lo que en uno de ellos es considerado malo, probablemente en otro sea visto como bueno y hasta impuesto. Las tres categorías de mal se trenzan en este nivel, en el que la ambigüedad se desata. Y esta es una de las cuestiones más arduas, y sin duda más dolorosas, como Shakespeare expone a través de uno de los personajes de Romeo y Julieta (II, iii): Virtue itself turns vice, being misapplied, / And vice sometime’s by action dignified (“La propia virtud se vuelve vicio al ser mal aplicada, / y a veces el vicio se dignifica en la acción”). Tomás de Aquino observa que el bien de algo no puede llegar a término sin el mal de otra cosa, y que el mal hace resplandecer al bien. De esto podría desprenderse que aun haciendo el bien se contribuye a la existencia del mal. De modo no poco terrible (y sospechoso), la experiencia humana enseña que esto no funciona a la inversa: el mal no necesita del bien. En otras palabras: hacer el mal sólo contribuye a la existencia del mal, y más aún: ni siquiera es necesario hacer el mal para que éste exista.

Consciente de este tipo de “evidencias”, Hegel intenta mirar el otro lado de esa balanza: “Es señal de máxima superficialidad el hallar por dondequiera lo malo, sin ver nada de lo afirmativo y auténtico”, dado que, en conjunto, “el mundo real es tal como debe ser”. Existe una libertad, pero ella sólo funciona en lo particular e individual, mientras que en lo colectivo y universal sirve para hacer al mundo “como debe ser”. Para Nietzsche, el aspecto moral del mal es un concepto transitorio y no primigenio: el género humano es “un animal todavía no adaptado propiamente a su medio ambiente”. Sin embargo, de modo tajante la filosofía práctica de la modernidad sólo define al bien a partir de la relación de éste con el mal: únicamente hay bien en donde hay mal, pero no lo contrario puesto que el mal parece existir de modo autónomo. Esto es lo que dicta la experiencia, pero los filósofos han insistido siempre en lo contrario: así, puesto que tal vez no hay forma de existencia que sea exclusivamente malvada en todos los contextos y relaciones, algunos concluyen que no puede decirse en realidad que el mal exista.

Así lo hizo Aristóteles, que en la Metafísica concluye que el mal es un aspecto necesario a los cambios constantes de la materia y no tiene en sí mismo ninguna existencia real. En ello concuerda Dionisio el Areopagita (también conocido como el Pseudo-Dionisio o Dionisio el Místico, el enigmático visionario del siglo quinto o sexto d.C. cuya influencia sería determinante en Meister Eckhart y Juan de la Cruz); en De los nombres divinos, Dionisio califica al mal como inexistente. Existe un apoyo bíblico esencial: Moisés se atreve a formular una audaz y temeraria pregunta al Dios del Antiguo Testamento: “¿Quién eres?”. La respuesta es una de las más breves y contundentes dadas por la divinidad: “Yo soy el que Soy” (Éxodo 3:14), es decir, “soy el ser”, “soy todo lo que es”. Por tanto, el mal es lo no-existente, lo que no participa del ser, que es divino en todas sus manifestaciones.

Sin embargo, de esa afirmación suprema de la divinidad proceden todos los terrores. Si el bien equivale a todo lo que es, el mal queda representado en toda inexistencia: la nada. Y si el hombre fue creado precisamente de la nada (ex nihilo), procede entonces del aterrador vacío que se llama el mal: éste le es esencial por origen. Y aquí yace lo más abrumador del problema: el sentido. Todo sentido refiere a lo que es, y por ello la nada carece de sentido (al menos humano). Por tanto, buscar sentido al mal es la mayor contradicción imaginable, puesto que todo sentido que se le encuentre lo vuelve existencia, presencia, y por tanto no lo atrapa. Buscar sentido al mal convierte al “No” en “Sí”. De ahí que Bataille exclamara que es falso cualquier mal que responde a algún “sentido”, sea propósito, ganancia o placer. Para este autor, el único verdadero mal, en su pureza, es el gratuito, el que carece de finalidad alguna: destruir por destruir, hacer el mal “porque sí”. Pero como el “sí” es ya una afirmación, entonces deberá decirse “porque no”. Mas incluso el “no” es una afirmación si se encuentra en una frase afirmativa, y entonces la frase debe colocarse entre signos de interrogación: “¿por qué no?”. Cuántos representantes del mal han respondido con esa pregunta aterradora.

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Bibliografía
Rowan A. Greer y Hans Urs Von Balthasar (eds.): Origen: an exortation to martyrdom, prayer, and selected works by Origen, Paulist Press, Mahwah (NJ), 1979.
Pseudo Dionysius: “The divine names”, en The complete works, Paulist Press (Classics of western spirituality), Mahwah (NJ), 1987. Eds.: Paul Rorem, Jean Leclercq y Karlfried Froehlich. [Pseudo-Dionisio Areopagita: “Los nombres de Dios”, en Obras completas, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1990.]

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[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]


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