jueves, 26 de marzo de 2015

¿En qué modo el mal puede ser un “cierto bien oculto”?


DGD: Redes 93 (clonografía), 2009

“Cuando la oscuridad es nada más que la ausencia de luz y no es producida por la creación, entonces el mal es meramente falta de bondad”, dice san Agustín, y así llega a su no poco terrible conclusión: “El universo sería menos perfecto si no incluyera al mal”. No pocos han preguntado, por ejemplo: ¿el siglo XX sería “menos perfecto” si no hubiera existido el Holocausto?

Esa pregunta se formula, desde luego, descontextualizando a la aseveración agustiniana; y sin embargo, ¿es que las preguntas acerca del mal (o de lo divino, o del universo, o de cualquier elemento suficientemente hondo) sólo pueden plantearse en un determinado contexto, es decir, insertándolas en una especie de respuesta previa?

Aún más terrible es la culminación de la fe en santo Tomás: Si malum est, Deus est, “Si hay mal, existe Dios” (Contra Gentes 3, 71). Esta tesis tomista exclama que “el fuego no podría existir sin la corrupción de lo que consume. El león debe matar al asno para vivir. Si no hubiera ningún hecho malo, no habría ninguna esfera para la paciencia y la justicia”.

Según Agustín, la corrupción de los objetos materiales en la naturaleza está ordenada por Dios como medio para llevar a cabo el “plan del universo”. El mal existe como consecuencia de la infracción a las leyes divinas y es, por tanto, debido a un designio divino. El universo, pues, sería menos perfecto si sus leyes pudieran violarse con impunidad. Nótese que Agustín habla ante todo del mal moral y si acaso de algunas formas del mal físico; el mal metafísico queda tan por encima del ser humano, que éste no tiene otra injerencia en él que sufrirlo de modo atroz: no es una ley que él pueda infringir sino un estado del ser —o mejor dicho, una forma de interrelación de las manifestaciones del ser— del que no puede escapar aunque quiera.

Por este camino se ha llegado al extremo de definir al mal como un “bien menor”: Maimónides, en la Guía de perplejos, lo llama privato boni alicujus, “cierto bien oculto”. Los estoicos incluso lo habían llamado una necesidad, y para el Maestro Eckhart el mal, incluido el pecado, tiene su lugar en el esquema evolutivo por el que todos los procesos, desde y hacia Dios, contribuyen en los órdenes moral y físico para el cumplimiento del propósito divino. Según Dionisio y san Agustín, los errores de la humanidad surgen de haber confundido las verdaderas condiciones de su propio bienestar y han sido la causa del mal moral y físico. Dios permite el mal del pecado (culpæ), pero en ningún sentido este mal es debido a la divinidad; su causa está en el abuso de la libre voluntad de ángeles y hombres.

Y aquí Agustín aporta un curioso matiz: la perfección universal, en la que de alguna forma el mal es necesario, es la perfección de este específico universo, no de cualquier otro. El mal metafísico está incluido como bien en el “plan de este específico universo” y es conocido parcialmente por los seres humanos; sin embargo, no puede decirse, sin negar la omnipotencia divina, que no podría crearse otro universo igualmente perfecto en que el mal no existiera. Por lo pronto, pues, no estamos en “el mejor de los mundos posibles”, según la célebre propuesta de Leibniz: el mal sólo existe en este universo y se debe a una especie de “falla de programación” en el plan que nos atañe en particular.

Evidentemente, todas estas opiniones dejan de lado la realidad de la experiencia humana. No es extraño, pues, que exista el acuerdo sobreentendido de que el mal es absoluto, pese a la maraña de opiniones de la que no parecen desprenderse sino paradójicas maneras —más o menos retóricas— de aludir a la relatividad esencial del mal. Tal vez el mal es “relativo” sólo en cuanto a que es tratado de modos muy diversos según los modos de expresión y las escuelas filosóficas en que se insertan esos modos. En las Confesiones, el propio Agustín, pilar de la teología positiva, admite su angustia inicial, previa a su conversión del maniqueísmo al cristianismo: Quaerebam unde malum, et non erat exitus, “buscaba de dónde provenía el mal, y no encontraba explicación”. Eso es precisamente lo que buscó durante toda su vida, y sin duda encontró deslumbrantes explicaciones: un paradójico y complejísimo aparato racional cuyo primero y último objeto era sostener su fe, preservar su personalísima e irrepetible relación con la divinidad.

Sin embargo, para otros pensadores la razón no sostiene más que a la razón misma. Una vez más, Schopenhauer desgarra a todo eufemismo: “El único fin que podemos señalar a la existencia es el de convencernos de que valdría más no haber nacido”. De modo más que paradójico, es el sutil y devastador pesimismo de E.M. Cioran en el siglo XX el que establece un punto medio: “El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es una razón para vivir, la única en realidad”. La pregunta, entonces, deriva hacia otro punto central: ¿habría un sentido en la vida del hombre si éste fuera Dios?

*

[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]



No hay comentarios: