lunes, 25 de mayo de 2015

Las imposibilidades de Dios


DGD: Redes 195 (clonografía), 2012

¿Por qué un Dios infinitamente bueno permite el mal? De modo aún más desgarrador, a veces esta pregunta sustituye el verbo “permitir” por los de “crear” o “causar”. Si esa divinidad es todopoderosa, no puede estar bajo ninguna necesidad de crear o permitir el mal; por otra parte, si estuviera sujeta a tal necesidad —o a cualquiera otra—, no sería todopoderosa. San Anselmo, en su respectivo intento de respuesta, conecta al mal con la “manifestación parcial” del bien de la creación, cuya plenitud reside exclusivamente en Dios.

Sin embargo, la respuesta más hábil proviene de san Agustín; en La ciudad de Dios, este teólogo sostiene que el mal es permitido para castigo del malvado y juicio del bien; bajo este aspecto, el mal tiene la naturaleza del bien y es por tanto agradable a Dios, no debido a lo que es, sino a de dónde proviene, es decir como consecuencia penal y justa del pecado. Agustín acepta, pues, que Dios permitió el mal —aunque como parte de un propósito absolutamente bondadoso— y agrega de paso que, de haberlo querido, lo habría evitado. Pero en esa mención “de paso” radica el quid del asunto, y la pregunta se vuelve entonces: ¿por qué no quiso evitarlo? Una enormidad de temibles ramificaciones se desprenden de una simple frase: de haberlo querido.

En el momento en que Agustín enfrenta las preguntas ¿por qué la divinidad permitió la existencia de un mal “que podría haber evitado”?, y ¿cómo reconciliar eso con su infinita bondad?, abandona su vehemencia y sólo responde, como harán los teólogos que llegan a un callejón sin salida, aludiendo a lo “incomprensible” de los designios de Dios. Si la de Agustín es la respuesta más hábil (porque logra dar vuelta a la atormentadora sospecha de que Dios no puede evitar el mal), existe sin embargo otra aún más brillante y contundente; es quizá la suma y la esencia de todas las preguntas que marcan no sólo el fin de la infancia individual sino colectiva. Se trata del célebre argumento de Epicuro (citado por el apologista cristiano Lactancio en su De ira Dei y más tarde muy admirado por Voltaire y Borges):

O Dios quiere quitar el mal del mundo, pero no puede; o puede, pero no lo quiere quitar; o no puede ni quiere; o puede y quiere. Si quiere y no puede, es impotente; si puede y no quiere, no nos ama y es malvado; si no quiere ni puede, es a la vez malvado e impotente; si puede y quiere, entonces ¿de dónde viene el mal real y por qué no lo elimina?

La versión corta indica: “O Dios quiere evitar el mal y no puede, y entonces no es omnipotente; o Dios puede y no quiere, y entonces no es bueno”. Pero la ortodoxia ha respondido incluso a esto y en la Enciclopedia católica puede leerse: “Dios no pudo haber impedido la creación del hombre por el hecho de prever su caída. Esto habría significado la limitación de su omnipresencia por una criatura, y habría sido destructiva para Él. Dios era libre de crear al hombre aunque previó su caída, y lo creó otorgándole libre voluntad y dándole los medios suficientes para perseverar en el bien”. Esto explica el mal moral, y acaso el mal físico (que se supone existe como castigo al mal moral), pero no así el mal metafísico: Dios coloca toda clase de limitaciones en su creación y en su criatura, es decir que inserta en éstos el mal, pero ¿no puede limitarse a sí mismo para no perder su omnipresencia, porque ello habría sido “destructivo para Él”? Esto implica la imagen de un Dios que 1) sabe lo que pasará con su criatura si le da libre voluntad; 2) duda largamente entre crearla o no, porque limitarse a sí mismo sería “destructivo para Él”, y 3) termina por dar marcha a la creación obligado por ella misma (“Dios no pudo haber impedido la creación del hombre por el hecho de prever su caída”).

Si se hiciera una especie de encuesta entre creyentes, de todas esas versiones la que más impera es la de que Dios “puede (porque es omnipotente) y no quiere (por alguna oscura razón)”, aunque ella conduce directamente a la imagen de un Dios malvado. Una de las pocas mujeres que han llegado a ocupar sitios importantes en la teología católica (y que fue expulsada debido a la libertad de su pensamiento), Uta Ranke-Heinemann, explica por qué:

Un Dios poderoso encuentra más partidarios que un Dios compasivo. Esto se debe a que usamos nuestra propia imagen para modelar a Dios. La potencia y el poder significan mucho para nosotros (algunas veces lo significan todo) mientras que la compasión significa poco (algunas veces nada en absoluto).

Resulta innegable que existe una tendencia general a “salvar la bondad divina” (por así decirlo), y de ahí esa imperante necesidad de los teólogos de “justificar” a la divinidad: a esto la teología llama precisamente teodicea: “justificación de Dios”. Pero la misma necesidad de “salvar” existe en la cultura popular, y a ello aluden los refranes y proverbios: “Dios aprieta pero no ahoga”, “Dios escribe derecho con renglones torcidos”, etcétera.

Sin embargo, también interviene en esto un profundo conflicto ontológico: ¿qué sentido puede tener el debate en torno a la rebelión de los ángeles si no se parte del presupuesto de que la divinidad podría haber evitado ese mal? La discusión de Job con Dios está llena también de una voluntad positiva, de una suprema necesidad de rescatar la bondad en la más grande contradicción jamás manejada por la imaginación humana. Y en la “teodicea popular” también está presente un pavor primigenio: da menos terror aceptar a un dios que quiere y no puede, es decir a uno que es impotente pero bueno, que atribuir el dominio del universo a un dios malvado, que puede eliminar el mal pero no quiere hacerlo.

El teólogo español Andrés Torres Queiruga emprende una audaz teodicea:

Para empezar, la imagen de Dios como “potencia” está inviscerada en los más primitivos estratos de la conciencia religiosa de la humanidad: la reacción primaria, casi instintiva, de las capas profundas de nuestra sensibilidad prefiere negar —o dejar en la sombra— la bondad de Dios antes que poner en cuestión su omnipotencia; evidentemente, da menos miedo. Por otro lado, la imaginación colectiva está llena de fantasmas, símbolos y mitos en los que la divinidad aparece directamente implicada en toda clase de mal y de sufrimiento humano.

Según este teólogo, el Dios del Antiguo Testamento se cubre de estos estratos oscuros de la psique de sus escribas, y el avance del Antiguo al Nuevo Testamento marca “la dura conquista de la imagen que, desde Moisés, pasando por los profetas, culmina en Jesús de Nazaret”. A través de una avalancha de amenazas, represiones, cóleras, venganzas y castigos, poco a poco se abre paso la “revelación del rostro verdadero de Dios”, el bondadoso. Esto implica que el hombre ha “evolucionado”; se trata de un solo Dios, pero el primer hombre que trata con él es salvaje y primitivo, y por lo tanto atribuye a la divinidad esas características. Proponer la imagen de un dios malvado se debe —escribe Torres Queiruga— a “las fantasías de nuestro temor, a las deformaciones de nuestra voluntad de poder, a las trampas de nuestro egoísmo, a las estrecheces de nuestro resentimiento”. Vencer a todo eso y alcanzar la revelación del verdadero rostro divino es “el objeto más difícil y decisivo de nuestra fe”. Sin embargo, es notorio que este teólogo habla de “la dura conquista de una imagen” casi en el mismo sentido en que se menciona esa noción en la “cultura de la imagen” o en los “asesores de imagen” de los políticos. La fe, pues, debe conquistar no a una verdad sino a una imagen.

En ciertos casos la fe se presenta, en efecto, como un esfuerzo de remontar los estratos más primitivos de la psique humana sin ningún apoyo racional: la meta es vencer a la razón, que es el verdadero mal. La angustia de muchos teólogos los ha llevado, así, a apelar a una “renuncia a la razón” en nombre de la sola experiencia de la fe. (Cf. Juan Luis Ruiz de la Peña: Teología de la creación, 1986.) No es incomprensible ese horror ante el aparato racional: ninguna razón (superior o inferior) puede validar la presencia del mal en su realidad efectiva si ésta se concibe como evitable, y de ahí el calificativo de absolutamente injustificable que le da el ensayista Jean Nabert, quien observa en toda teología, y en especial en toda teodicea, un aire de disculpa o de artificio.

Un inmejorable ejemplo de esto se encuentra en el razonamiento central del obispo Graber de Regensburg:

Si el demonio no existe, entonces el hombre es el único responsable [del mal]. ¿Puede Dios haber creado al hombre tan monstruoso? [...] No, no puede, porque Él es amor y bondad. Si no hay demonio, entonces no hay Dios.

Dios “no puede” hacer tal o cual cosa: una y otra vez retornan las imposibilidades del Dios omnipotente. En este caso le es imposible crear al hombre tan monstruoso que sea el único responsable del mal; la palabra “único” sugiere que hay un co-responsable, que es evidentemente el demonio.

Ahí donde el ateísmo se da por satisfecho y se detiene, la febril teología sigue adelante y lleva a la lógica a sus últimas consecuencias: para no verse en la penosa (y peligrosa) necesidad de negar la existencia de Dios, le resulta indispensable confirmar la del diablo. Confirmarla, además, de tal manera que el hombre termina siendo monstruoso de todas formas, puesto que parece pactar con el demonio para no ser responsable único del mal y a la vez deja a Dios toda la responsabilidad del bien.

Herbert Haag, teólogo católico de Tubinga, responde a Graber: “El obispo parece haber olvidado que, de acuerdo con la enseñanza de la iglesia, también el demonio es una criatura de Dios [...] y, por tanto, Dios creó a un monstruo después de todo”. En el argumento del obispo late, en efecto, la disculpa, pero la clave está en la última frase: “Si no hay demonio, no hay Dios”. El artificio tiende a demostrar la bondad divina, pero al precio de sugerir —¿inadvertidamente?— que Dios crea a un monstruo para existir Él mismo.

Uta Ranke-Heinemann comenta: “La creencia en el demonio como causa del mal es una superstición. El hombre ha inventado al demonio para deshacerse de la responsabilidad. El ser humano no quiere ser responsable por sus acciones, pero él es el único responsable. Él y nadie más es el príncipe del infierno en la Tierra, lo cual no disminuye el poder del mal e incluso lo demoníaco del mal en el mundo”.

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Bibliografía
Uta Ranke-Heinemann: Putting away childish things, Harper, San Francisco, 1995.
Andrés Torres Queiruga: Creo en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre, Ed. Sal Terræ, col. Presencia teológica 34, Santander, 1986.
Juan Luis Ruiz de la Peña: Teología de la creación, Ed. Sal Terræ, Santander, 1986.
Jean Nabert: Le problème du mal, Cerf, París, 1966.
Herbert Haag: Vor dem bösen ratlos? [Helpless in the face of evil? / ¿Indefenso ante el mal?], Piper, Münich-Zürich, 1978.

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[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]



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