viernes, 15 de mayo de 2015

Los tres posibles orígenes del mal


DGD: Redes 49 (clonografía), 2008

Ningún acuerdo existe en la cuestión del origen del mal, sin duda el mayor de los problemas metafísicos. Schopenhauer lo llamó “el punctum pruriens [punto incómodo] de la metafísica”, pero en ese punto, más que una mera incomodidad, hay angustia y hasta terror. “Piedra de toque del ateísmo”, llamó Büchner al mal. En primer lugar, esto se debe a que la cuestión no puede ser resuelta a través de un mero análisis experimental sobre las condiciones reales de las que surge el mal. El problema no se refiere tanto a las muy variadas manifestaciones del mal en la naturaleza, como a la causa oculta que hace posibles (y hasta necesarias, según otros) a esas manifestaciones.

Así como hay tres categorías del mal (físico, moral y metafísico), se acepta que sólo puede haber tres posibles orígenes de él: la divinidad (teoría angular), el hombre (teoría circular) o la naturaleza/el azar/el destino (teoría radial). Aunque también deben considerarse las combinaciones, como la ardua afirmación tomista causa mali est bonum (“la causa del mal es el bien”), que es a la vez angular, circular y radial. Tal argumento se basa en la idea de que toda causa positiva y real, por el mero hecho de serlo, es un bien, puesto que toda entidad es buena. Cabe recordar aquí que el tiempo en que escribía Tomás de Aquino era el reino de la teología natural y que ésta no discutía sobre la religión sino sobre Dios. Más tarde surgiría la filosofía de la religión, menos optimista y basada en una discusión racional sin apoyo en la revelación por la fe. Esa línea generaría el gran golpe asestado por Kant; antes de este filósofo, la teología era una racionalidad basada en la fe; retirada esta base, la razón sola comenzó a soñar monstruos. Pero aun en tiempos de la teología natural era claro que cada pensador estaba luchando no por dotar de argumentos a la religión sino por salvaguardar su amor personal a la divinidad de todas las pavorosas contradicciones que amenazaban a ese amor. La mayor de todas, la imbatible, es el origen del mal.

En cuanto a este punto no hay siquiera seguridades; no puede decirse que cada autor proponga una solución tentativa, sino más bien que casi todos ellos se dedican a refutar propuestas y contrapropuestas anteriores, todas ellas provisionales. Ningún sistema filosófico ha logrado iluminar la oscuridad profunda en la que el problema sigue prácticamente intocado. Si se admite que el mal consiste en una determinada relación del hombre con su circunstancia, ¿cómo explicar que todas esas “relaciones” parecen formas de una guerra eterna? Si se acepta que el todo es bueno per se, pero que el mal brota en la relación entre sus partes, ¿es entonces el mal la “interconexión” en sí, o un elemento infaltable y hasta imprescindible sin el cual las partes no podrían relacionarse?

Hay quienes sostienen que el mal metafísico es ni más ni menos que el “método de la naturaleza”, y que no significa sino una continua redistribución de los elementos materiales en el universo; de ahí surge el apoyo filosófico a todas las doctrinas políticas de dominio, conquista y devastación más o menos “racionalizada”: se trataría simplemente de “ser fiel” a la manera del cosmos, la guerra perpetua. No hacemos el mal —exclaman estas ideologías—: somos el mal. Éste es ontológico y sólo cabe “racionalizarlo”, es decir, mitigarlo (democracias) o utilizarlo (imperialismos).

Porque la experiencia diaria indica que quien incurre en la maldad nunca confiesa estarla haciendo directamente, sino que se respalda en motivos, lemas, consignas, doctrinas, idearios... Una de las más frecuentes ideas-de-apoyo es precisamente “el bien común”. El individuo que lastima a sus hijos “por su bien” hace lo mismo que el dictador que perpetra un genocidio. Es la figura del que Dostoievski llamó endemoniado, alguien que se obsesiona por un específico fin que para él justifica a todos los medios y lo hace dejar de ver las consecuencias de éstos. Las ideas políticas suelen ser la clase más siniestra de este tipo de “fines”, como bien testimonian Hitler, Stalin o Pinochet.

Freud se encargó de fundamentarlo desde el lado de la psicología:

La verdad oculta tras de todo esto, que negaríamos de buen grado, es la de que el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se la atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo. [El malestar en la cultura (1930).]

El hombre es al mismo tiempo deseo (impulso, instinto, barbarie) y límite de su deseo (contención, ley moral, civilización), y él mismo se impone esos límites porque de otro modo se extinguiría. Para Schopenhauer, el hombre “no puede querer lo que no quiere”, no puede dejar de ser lo que es, ni actuar como si fuera distinto de lo que ya es. Y ¿qué es? La suma de sus actos y no un “alma” que podría ser algo diferente de lo que hace. A partir de este “determinismo ontológico”, Nietzsche concluye que “todos somos inocentes”. Si no hay Dios, si no somos libres, si somos una “máquina”, ¿de qué y ante quién podríamos ser culpables?

Sin embargo, a estas ideologías “negativas” se oponen otras “positivas”, que a su manera se alían con la religión al exclamar que el sufrimiento humano no es congénito sino opuesto a todo concepto de unidad o armonía en la naturaleza y por tanto, prescindible y evitable. La religión tiene menos problemas para sostener su tesis iluminista, puesto que atribuye la creación a una divinidad absolutamente benevolente. Mas esto, que debería ser la base tranquilizadora de todo juicio, es en realidad la fuente de los mayores conflictos, angustias y pavores. Puesto que este mundo incluye tanta maldad, ¿por qué debió haberlo creado un Dios absolutamente bondadoso?

Más allá de la razón febril está la imaginación dolorida. En el fondo, casi todos los analistas sienten una única certeza: el origen del mal, como el de todas las cosas, es inexplicable. El pragmático William James lo dice desde el lado de la ciencia: “Por ninguna posibilidad podemos entender el carácter de la mente cósmica cuyo propósito es plenamente manifiesto por la extraña mezcla del bien y el mal que encontramos en este particular mundo real. La simple palabra ‘plan’ no tiene por sí misma ninguna consecuencia y nada explica” (Pragmatism, 1907). Desde esta declaración no hay mucha distancia a aquella otra que intuye que tal “mente cósmica” debe corresponder a una divinidad subsidiaria, o pueril, o ya francamente senil, por no mencionar a aquella teoría gnóstica que tantos escándalos ha causado: la de que se trata en realidad de un demonio disfrazado de dios.

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Bibliografía

Sigmund Freud: Das unbehagen in der kultur (1930), Fischer, Frankfurt, 1994. [Civilization and its discontents, W.W. Norton, Nueva York, 1999. / El malestar en la cultura, Alianza Editorial, Madrid, 1975.]

William James: Pragmatism: A New Name for Some Old Ways of Thinking, Harvard University, 1907; Hackett, 1981; Dover 1995. [Pragmatismo: un nuevo nombre para viejas formas de pensar, Alianza Editorial, Madrid, 2000.]

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[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]



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