martes, 5 de enero de 2016

Auras y rasgos del ensayo (VII)



DGD: Redes 178 (clonografía), 2012


14. Punto de vista sin imposición. Montaigne es el primero en reconocer que en su escritura hay menos visión que punto de vista, pero —esto hay que subrayarlo— se trata de un punto de vista que renuncia de antemano al poder del protagonismo y que por tanto renuncia a su peor exceso, que sería el intento de imponer ese punto de vista a los demás. Quienes celebran a Montaigne como ejemplo del yo protagónico suelen desatender las palabras iniciales de su presentación a los Ensayos, redactadas en 1580 (prefacio del que Borges comentó: “no es la página menos admirable de su libro admirable”):

Este es un libro de buena fe, lector. Desde el comienzo te advertiré que con él no persigo ningún fin trascendental, sino sólo privado y familiar; tampoco me propongo con mi obra prestarte ningún servicio, ni con ella trabajo para mi gloria, que mis fuerzas no alcanzan al logro de tal designio. [...] [S]ólo quiero mostrarme en mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria, sin estudio ni artificio, porque soy yo mismo a quien pinto. [...] Si yo hubiera pertenecido a esas naciones que se dice que viven todavía bajo la dulce libertad de las primitivas leyes de la naturaleza, te aseguro que gustosamente me habría pintado de cuerpo entero y completamente desnudo. Así, lector, sabe que yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no es razón para que emplees tu vagar en un asunto tan frívolo y tan baladí.

He aquí otro rasgo esencial del ensayo, o una combinación de dos rasgos: un punto de vista combinado con una desnudez. El ensayo no es para vestirse, sino para desnudarse.

La mayoría de las veces, la cosmovisión se usa para defender el punto de vista del autor (la personalidad es primero: se parte de ella para dar un viaje tras el cual se regresa a esa personalidad); en ciertas excepcionales ocasiones, el punto de vista no es más que una herramienta de su cosmovisión (la personalidad es un pretexto para el viaje conjunto). Sólo entonces podría hablarse de un equilibrio entre personalidad y desnudez, lo cual ayuda a entender que cosmovisión significa paso del yo al nosotros y —en sus casos más altos— al ustedes.

Es necesario decirlo: se llama al ensayo un ejercicio de la inteligencia, y sin duda lo es en una gran cantidad de casos. Sin embargo, conviene ligar este lugar común con aquella frase de un personaje de Rayuela que podría ser acaso la clave del ensayo más depurado: “Tienes la suficiente inteligencia como para destruirla ventajosamente”.

15. Ensayo y filosofía. En general se sobreentiende al ensayo como la forma moderna de la filosofía. Theodor W. Adorno se ha encargado de atentar incluso contra este sobreentendido; el filósofo alemán afirma que el quehacer del ensayista no sólo es radicalmente diverso del quehacer del filósofo, sino que el ensayo es la crítica del discurso filosófico. En eso Adorno se hace eco de Diderot, que veía en el ensayo la posibilidad de resolver en términos literarios las contradicciones de la filosofía.

Este es otro rasgo esencial del ensayo: su independencia a toda costa (de escuelas, disciplinas, movimientos, corrientes, consensos, costumbres, modas, o incluso de su propia modernidad). Y esto lo expresa inmejorablemente uno de los grandes ensayistas de Hispanoamérica, Tomás Segovia, en una frase breve y elocuente: “asumir sin falsía mi tiempo implica resistir radicalmente a mi época”.

16. Voluntad de estilo. Son muchos los que aprontan como rasgo del ensayo la “voluntad de estilo”, comenzando por Juan Marichal, que la define como “una impresión subjetiva que es también de orden formal”. Pero esta idea de la “voluntad de estilo”, que debería significar sencillamente una gana de decir las cosas, suele sobreentenderse, en términos llanos, como el deseo de singularizarse, de hacerse notar, casi a la manera neoliberal en que se dice lo mismo del administrador de empresas o del publicista, o bien de nociones como la de la “iniciativa privada”. En cuanto al ensayo, ese rasgo cae en la sugerencia de que se busca a priori una apariencia vistosa o deslumbrante o impactante, una “voluntad de imponer un estilo”.

Lejos del sobreentendido de “imponer un estilo”, esa voluntad de la que habla Marichal consiste en lo que hemos llamado sed de reconocimiento; esta es una forma útil de concebir el enciclopedismo, la voluntad de universalidad, de pasión por el conocimiento, de cosmovisión.

En este sentido es clave el momento en que Adorno ofrece su muy personal definición de ensayo: “el planteamiento de un ‘yo’ ante el mundo, un ‘yo’ que contempla a lo histórico, a las manifestaciones del espíritu objetivo y a la cultura como si fueran naturaleza”. En el más importante de los sentidos, esto equivale a ver al milagro como lo más común, o bien a la propuesta más delirante no como tal, sino como realidad cotidiana. De ahí que el mundo en su totalidad pertenece a quien lo transita con el mismo fervor con que recorre una biblioteca.

Es lo que puede verse en la obra de los grandes enciclopedistas (de Heráclito a Borges): no un apropiarse del mundo sino un reconocerlo como propio. Y no “propio” en el sentido de “conquista” sino en el de intimidad, del mismo modo en que son propias las manos del infante que se contempla. Es en esta perspectiva que Musil llegó a definir al ensayo en su más alta expresión como la vía del conocimiento intuitivo: “Esa repentina resurrección de un pensamiento, ese fundirse en él como una centella todo un complejo sentimental [...], de tal manera que se entiende de golpe al mundo y a uno mismo de otra forma, eso es el conocimiento intuitivo en sentido místico”.

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Bibliografía

Juan Marichal: La voluntad de estilo, Seix-Barral, Barcelona, 1957.

Tomás Segovia: El tiempo en los brazos, tomo III, Ediciones Sin Nombre, México, 2015; anotación del 2 de septiembre de 2008.

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