sábado, 26 de diciembre de 2015

Auras y rasgos del ensayo (VI)



DGD: Redes 187 (clonografía), 2012


13. Cosmovisión. Todos estos autores reúnen visiones heterogéneas que —como sugiere Octavio Paz— se amalgaman no tanto por lo que el autor ve “sino por el lugar desde donde ve al mundo y se ve a sí mismo”. En otras palabras: lo que cada uno de ellos presenta es una constelación de temas unidos por el punto de vista personal; éste puede entenderse, en un nivel, como personalidad, y en otro nivel, como estilo. “El estilo es el hombre”, dicen que dijo Buffon, otro gran enciclopedista, en el siglo XVIII. (No es gratuito que el mismo Buffon haya sido, con su Histoire naturelle en 44 volúmenes, uno de los enciclopedistas que pretendieron compendiar todo el saber humano sobre el mundo natural. Casi podría decirse que, no sólo en el caso de Buffon, “el compendio es el estilo”.)

Personalidad, estilo... A esto también se podría llamar una cosmovisión, siempre y cuando se recuerde su máximo riesgo, ya especificado por Walter Pater; éste pensaba que cualquiera que sea el valor objetivo de un sistema filosófico como medio para entender el mundo, cada uno de estos sistemas es siempre la expresión de un temperamento particular. Es por ello que Virginia Woolf advertía que, en el ensayo, la personalidad del autor es a la vez la herramienta más delicada y la más peligrosa si ese yo no se vuelve un nosotros y, en el caso más esencial, un ustedes.

Aunque aquí aparece la circularidad, y críticos como Michael Bell advierten que incluso al hacer esas advertencias, tanto en Pater como en Woolf es notorio “el impacto coherente de un poderoso temperamento que cobra, de manera muy convincente, un dominio interpretativo”. Las auras del ensayo lo vuelven terreno propicio para la egolatría; en principio ello es comprensible puesto que el ensayista, si realmente emprende un viaje arriesgado, si cuestiona a la autoridad y propone ángulos que nadie más parece apreciar, debe atrincherarse en cierto modo en su propia personalidad.

Es el caso de quien escucha la advertencia de Hawthorne en su relato “El artista de lo bello”: “Sucede que las ideas que crecen dentro de la imaginación, y que en ella parecen tan atractivas y de un valor que está más lejos de lo que cualquier hombre puede llamar valioso, están expuestas a ser sacudidas y aniquiladas por el contacto con lo práctico. Es requisito del artista ideal poseer una fuerza de carácter que apenas parece compatible con su delicadeza; debe mantener la fe en sí mismo mientras el mundo incrédulo lo ataca con su total escepticismo; debe erguirse frente a la humanidad y ser él su único discípulo, tanto respecto a su genio como a los objetivos a los que se dirige”.

Sin embargo, esa defensa de la visión personal, en sus excesos, termina por volverse auto-gratificación e incluso auto-reverencia. Los ensayistas verdaderamente exigentes (respecto al mundo no menos que respecto a sí mismos) nunca emplearían fórmulas tan frecuentes en el medio cultural como “en el presente ensayo intento explicar...”, en donde se reclama de antemano una clasificación genérica que no existe (o no debería existir, en tanto prerrogativa de libertad. Woolf pide un conjuro del yo por medio del nosotros, pero aún así permanece el peligro porque también el nosotros tiende a convertirse en una máscara más del yo (este es el “dominio interpretativo” al que alude Bell); de ahí que Woolf entrevea la necesidad de dar un paso más. Se trata de una vía tan necesaria como aparentemente imposible: un ceder el lugar del nosotros al ustedes. (Es en este sentido que el propio Hawthorne añade, en el relato citado: “el artista, ya sea en la poesía o en cualquier otro territorio, no puede contentarse con el gozo interior de lo hermoso, sino que debe perseguir el misterio aleteante más allá de este dominio etéreo, y aplastar su frágil ser al captarlo materialmente”.)

En una página citada por Borges, el poeta inglés Lascelles Abercrombie decía que Whitman “extrajo de su noble experiencia esa figura vívida y personal que es una de las pocas cosas grandes de la literatura moderna: la figura de él mismo”. En esta frase algunos críticos quieren entender que el elogio se dirige a todo sí mismo que sepa imponerse; otros, en cambio, deducen que Abercrombie señala en exclusiva a Whitman como una de las pocas grandezas de la literatura moderna, justamente porque su canto a sí mismo es un canto al nosotros, y a la vez al ustedes, y de manera casi inaudita, al ellos.

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Bibliografía
Michael Bell: “Nietzsche, Borges, García Márquez on the Art of Memory and Forgetting”, en Romanic Review, marzo-mayo de 2007.
Jorge Luis Borges: “Nota sobre Walt Whitman”, en Discusión, Manuel Gleizer, Buenos Aires, 1932.
Nathaniel Hawthorne: “The Artist of the Beautiful”, en Mosses from an Old Manse, 1846. [“El artista de lo bello”, en Musgos de una vieja rectoría, Valdemar, col. Novela Gótica, Barcelona, 1994; trad. de Marcelo Cohen.]
Octavio Paz: “El arquero, la flecha y el blanco”, en Vuelta, vol., 10, núm. 117, agosto de 1986.

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