lunes, 5 de junio de 2017

La literatura “rara” y las corrientes subterráneas (VIII)




A fin de cuentas, todos estos acomodos (“típico”, “atípico”) resultan arbitrarios en cuanto se examinan casos particulares. Miguel de Cervantes luchó por ser algo más que “el autor del Quijote”;



lo mismo hicieron Michael Ende respecto a La historia interminable



o Julio Cortázar respecto a Rayuela.



Numerosos ejemplos podrían añadirse. Pocos son los autores que no hayan luchado contra la tipificación (que significa ser petrificados, encasillados, vueltos previsibles), y el resultado es que la crítica utiliza a esa actitud en la medida misma de su intensidad: mientras más luchan por no ser tipificados, con mayor y más redoblado ímpetu se les tipifica. Su forma personal de batalla contra la tipificación se convierte a la vez en estilo y en temperamento. En este sentido sería más honesto llamarlos tipificados, palabra que ya revela una maniobra exterior a su vida y obra.
          En cuanto a los “atípicos”, un mote menos equívoco sería “atipificables”; sin embargo, sería una etiqueta a la que la crítica no podría aceptar, en cuanto implicaría llamarlos “acriticables”: una crítica que aceptara que hay territorios a los que no puede llegar sería a su vez entendida —por decir lo menos— como “atípica”, y perdería toda autoridad (¿es esta la última definición sobreentendida de lo atípico, es decir, aquello que carece de autoridad?).



          Pero ¿qué importa el mote —preguntará el editor de este volumen— si al menos de este modo se les ofrece una cierta difusión, aquella de la que carecieron, sea por voluntad, sea por fatalidad? Difundirlos sería, en efecto, un acto meritorio, si no se diera de manera automática una mecánica de poder cultural: en la balanza de la mentalidad binaria se incrementa el sobreentendido de que todo escritor “atípico” necesariamente aspira a ser tipificado (no por “atípico” sino por escritor). A fin de cuentas se dice que lo típico es una etapa que, en sus estadios más preclaros, desemboca en lo clásico (y aquí sí no hay escritor que no quisiera ser clásico; no es gratuito que no haya antologías de lo “aclásico”). Y en última instancia: ¿no es el término “atípico” la peor tipificación imaginable, casi diríase la más impune porque surge desde fuera, generalmente sobre autores que ya no pueden defenderse?
          En el mundo de la ciencia, estudiar a las excepciones sirve para probar la fortaleza y resistencia de las reglas, y ulteriormente para “confirmarlas”; lo mismo sucede cuando se analiza la obra literaria de los “atípicos”. Lo típico no es concebido como lo define el diccionario, “peculiar de un grupo, país, región, época”, sino tajantemente como la norma. De nada sirve la frecuente certeza de que, apenas se analiza a fondo lo más típico, puede encontrarse ahí una multitud de elementos atípicos; de nada sirve que las excepciones abunden en las reglas más monolíticas; de nada sirve que la heterodoxia se revele a cada paso no como “error” de lo ortodoxo sino como su base misma (el poder usa a sus detractores para detectar los puntos débiles de la ortodoxia con objeto de reforzarlos). Lo atípico sigue viéndose como caos, es decir, amenaza a lo típico, que es el orden.



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