viernes, 15 de junio de 2018

El misterio de los actores y de la actuación (XXIII)

DGD: Morfograma 23, 2018.



La doble irrealidad

El actor entra en un estado de conciencia muy parecido al del individuo que sueña, pero esto no es un proceso “mental”, puesto que también su cuerpo sueña, a su manera, y él debe dejarlo soñar sin interferir ni interponerse. En la mayoría de las ocasiones, el trabajo actoral consiste en calibrar el cuerpo con objeto de que éste sea capaz de realizar acciones cotidianas; en estos casos, el trabajo corporal sólo se detiene en las acciones altamente especializadas que involucran una imposibilidad física, por ejemplo, cuando el actor debe representar a un malabarista o a un bailarín: por más que consiga imitar el concierto muscular de estos especialistas, hay un punto en que su cuerpo no puede adaptarse a lo que un verdadero malabarista o un bailarín han hecho durante años, a veces desde la primera infancia: un entrenamiento, una ardua especialización. En estos casos en el cine se utiliza a un doble, y el actor, lo mismo que el director y el espectador, entiende la necesidad de esa sustitución (es decir, de esa especie de engaño doble: un fraude benigno dentro de ese otro fraude benigno que es en sí la representación).
          Pero hay casos en que se exige del actor un concierto muscular absolutamente insólito como si fuera “natural” dadas las condiciones de una determinada propuesta escénica; la única posible denominación comparativa de esta “naturalidad insólita” es la del mundo onírico. Un ejemplo preciso aparece en el libro de memorias de Néstor Almendros, Días de una cámara (1980). Almendros, un eminente técnico que nunca se arredró ante la experimentación y que excepcionalmente logró combinar un entrenamiento europeo con la tecnificación hollywoodense, narra un efecto especial que diseñó para la película Days of Heaven (1976) de Terrence Malick.
          La secuencia en cuestión consistía en una invasión de langostas en un amplio trigal. Ante la imposibilidad de “dirigir” a cientos de miles de langostas de acuerdo con los lineamientos del guión, de la locación y del rodaje de escenas, Almendros inventó una técnica que en principio despertó la estupefacción y luego la indignación de los miembros del equipo (pero ante la que terminaron por rendirse cuando la vieron en pantalla). Almendros explica:

En los insertos y planos cercanos se utilizaron auténticos saltamontes vivos, capturados a millares para nosotros por el Departamento de Agricultura de Canadá. Pero en los grandes planos generales de los campos invadidos por la plaga, se utilizaron como otras veces (The Good Earth) semillas y cáscaras de cacahuates lanzadas desde helicópteros fuera de cuadro. La innovación consistió aquí en utilizar una cámara (Arriflex) que podía rodar en retroceso; se pidió entonces a los actores y extras que caminaran hacia atrás, y los tractores también marchaban hacia atrás. Así, al proyectarse la película impresionada, los personajes y los tractores iban hacia adelante y las langostas (semillas) no caían, sino que parecían alzarse en vuelo desde los trigales.

          Se ha hablado largamente acerca de la intensa irrealidad que el cine requiere para reproducir “fielmente” la realidad. En cuanto a los actores, bastante irrealidad representa ya el hecho de interpretar escenas íntimas en un supuesto aislamiento, cuando están rodeados por una multitud de técnicos que los observan fijamente, sin contar el aparato (luces, cámaras, equipo, cables) que se acumula “fuera de cuadro”. En su conversación con Truffaut, Alfred Hitchcock (experto en el absurdo inherente a toda puesta en escena) menciona el hecho de que dos actores que en el encuadre se besan en plano medio (vistos desde la cabeza hasta el pecho) muy bien pueden estar arrodillados en una mesa o plataforma con objeto de conseguir el ángulo preciso de cámara. (François Truffaut: Le Cinéma selon Hitchcock, Robert Laffont, París, 1966.)
          En el caso de la secuencia descrita por Almendros, lo que podría llamarse “irrealidad corporal” llega a un extremo elocuente: se pide a los actores que caminen “a la inversa”, es decir que encarnen físicamente ese efecto técnico que consiste en proyectar una película “de adelante hacia atrás”. Aquí no existe el expediente de utilizar como “doble” a un especialista (como cuando un actor es remplazado por un equilibrista o un experto en artes marciales, o bien en el caso de las manos del actor “dobladas” por un pianista): el propio actor debe observarse caminando, estudiar e invertir ese movimiento de tal manera que, al proyectarse ese trozo de película al revés (con lo que un retroceso se suma al otro y lo cancela), su movilidad resulte visualmente aceptable por el espectador, esto es, que el público no se dé cuenta de la considerable artificialidad muscular de un actor que obliga a su cuerpo a literalmente dar al tiempo marcha atrás. (Este efecto ya era conocido por los pioneros del cine: Georges Méliès lo utilizó con frecuencia y es célebre aquel corto de los hermanos Lumière en el que un muro caído se levanta mágicamente al parecer “llamado” por el mazo de un hombre que lo toca con éste para luego alejarse caminando hacia atrás.)
          En esa secuencia, para colmo, no se trataba de caminar sino casi de correr. La experiencia de los actores ya no implicaba un manejo de emociones, y hasta contenía muy poco de “interpretación”: el desafío era eminentemente de coordinación ósea y muscular en una forma desconocida por los huesos y los músculos no menos que por el sistema nervioso que los coordina. Almendros destaca el hecho de que no sólo había actores en esa secuencia, sino también extras (figurantes), y es muy posible que estos últimos lograran con mayor eficacia el “efecto” debido precisamente a su espontaneidad (inocencia, carácter amateur).
          Este tipo de trucos, artificialidades, absurdos, engaños, no son tan “excepcionales” como podría imaginarse en la experiencia de un actor y, de hecho, conforman la mayoría de su oficio. Y quizás debería decirse el todo, si se considera la primera artificialidad esencial, la que corresponde al mero hecho de representar. De toda esa irrealidad no sólo el público no debe darse cuenta, sino que debe ignorarla el propio actor, que olvida deliberadamente al todo (técnicos observadores, luces falsas, repetición de tomas, estar arrodillado en una mesa oculta al encuadre) para concentrarse en la parte (la realidad de la escena, la verdad de lo íntimo, lo irrepetible e infragmentable de la situación, estar tan aislado como su personaje en la realidad hipotética).
          Y por lo demás, esa “concentración en la parte” no equivale sino a otro nivel del olvido, porque la vida del personaje parece depender de la inconciencia del actor, de la total eliminación de su personalidad con objeto de que la hipótesis sea más real que lo real. Sin embargo, el único territorio en donde esto resulta posible no es la inconciencia sino el sueño. El actor que se vuelve Nadie busca lo imposible: que la hipnosis del uno se convierta en lucidez de lo otro.


La repetición

Debe aceptarse que la repetición es la esencia misma del actor, siempre y cuando se entienda como éste la entiende. En el mundo del teatro un ejemplo elocuente se halla en la puesta en escena de Deathtrap de Ira Levin; esta obra se estrenó en el Music Box Theatre de Broadway el 26 de febrero de 1978 y se mantuvo sin interrupción por casi cuatro años hasta el 5 de enero de 1982, luego de lo cual se mudó al Biltmore Theatre, en donde estuvo otros seis meses, con un total de 1,793 representaciones en ambos teatros (ha sido una de las puestas de más larga carrera en la historia de Broadway). En un periodo así de prolongado resulta tan usual como comprensible que los miembros del elenco sean remplazados a cada tanto. Sin embargo, una de las actrices del reparto original, Marian Seldes, alcanzó el portento de permanecer en escena todos esos años, sin fallar una sola representación, lo que le generó un Guinness por “la actriz más durable”. Una experiencia como esta podría parecer atroz a quienes conciben a la actuación como juego de imposturas (el jugador se cansa de jugar, al igual que el embaucador de fingir); no obstante, lo que hizo Seldes, en tanto actriz, no fue tan insólito (al menos en teoría, cualquiera de los actores del elenco inicial podría haberlo logrado si se hubieran dado las condiciones necesarias). Esta actriz no estableció una “rutina” —repetición mecánica de lo mismo— sino una sucesión de primeras veces. El número de representaciones es inoperante si cada una de ellas es la primera.
          En el cine, la repetición de tomas constituye ya un ejemplo insuperable de la irrealidad del actor. Éste no sólo debe repetir cien veces lo mismo manteniendo a cada vez como la primera y única, sino que debe construir un continuo a partir de todos esos fragmentos (las escenas suelen filmarse en completo desorden). Puesto que el actor ha leído el guión, sabe lo que va a pasar: cuidadosamente debe ocultar esta omnisciencia: su personaje debe vivir no lo que “está escrito” sino lo novedoso, lo asombroso, lo impredecible, o de otra manera no vive. Y no hay concepto más misterioso que ese: casi todos —desde el actor hasta los espectadores— saben cuándo puede decirse que un personaje vive o que no vive, pero desconocen por completo cómo o por qué esa vida surge o no surge.




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