jueves, 5 de julio de 2018

El misterio de los actores y de la actuación (XXIV)

DGD: Morfograma 24, 2018.


La lucidez de la otredad

El actor encarna el deseo esencial: ser otro. El niño juega, se posesiona de un papel, o mejor dicho, se deja posesionar por él, experimenta el inmenso placer de ser otro sin dejar de ser él mismo. El actor prolonga ese placer y lo convierte en su modo de vida: hay desde luego una técnica aplicada a aquello que en el niño es espontáneo, pero el placer es el mismo.
          En El diario de Satanás (1921), Leonid Andreiev hace al demonio encarnar en un millonario norteamericano cuyo cuerpo ocupa con objeto no sólo de fingirse humano sino de actuar ese papel específico, ser hombre, ser otro. Este Satanás explica su propósito con la suficiente ironía lúdica pero también con el pertinente hedonismo: “Tú ya sabes lo que es el aburrimiento; también sabes lo que es mentir, y lo que es una farsa; puedes juzgar por los teatros y sus artistas célebres. Quizá también tú representas un papel de comedia en el parlamento, en tu casa o en la iglesia. En este caso, sabes mejor que nadie el gusto que eso da. Si, por añadidura, conoces un poco la tabla de multiplicar, multiplica ese placer que experimentas por un coeficiente muy grande, y tendrás una idea del placer que me produce a mí representar comedias”.
          La comprensible y arquetípica hybris de Satanás lo hace decir al lector: “En cuanto a ti, amigo terrícola, he oído decir que eres inteligente, bastante honrado, incrédulo en cierto modo y muy sensible para las cosas del arte al que tú llamas eterno; pero, además, mientes y representas tan mal, que aprecias mucho la manera de representar de los demás, y por eso distribuyes tantos laureles a tus grandes actores”.
          Para la apabullante honestidad de este narrador, la mentira es tan necesaria al ser humano que éste admira a quienes la transforman en arte y consagra en definitiva a quienes llevan a ese arte a su máxima depuración. Y quizás, así como hay infinitos niveles en la mentira, que van desde el burdo fingimiento hasta la más elaborada representación, del mismo modo los hay en los actores: mientras algunos optan por la mera impostación, otros apuestan por la más indefinible trascendencia.
          Pero esta escala también puede verse de modo individual, como la gama que un mismo actor puede manejar y en la que consiste su arte —es decir, su misterio—: una capacidad de graduar la creencia en su propio personaje. Bien lo dice, a su manera, el Satanás de Andreiev: “Para ser un gran embustero no basta con engañar a los demás: también es necesario saber engañarse a sí mismo, mentir con tal habilidad que uno acabe por creerse a sí mismo. ¡Ese es el verdadero arte!”. Evidentemente, un actor no siempre cree de igual modo en la realidad de los sucesivos personajes a los que desempeña: esta escala va desde lo que puede considerarse una mera convivencia risueña, hasta el otro extremo en el que podría darse la compenetración más radical.
          El actor es sagrado desde la más remota antigüedad debido a esa arcana coordenada: por medio de la identificación y la catarsis, permite al espectador salir de su individualidad, trascender hacia lo otro, vivir otras vidas.


Naturalización de lo ridículo

El gran desafío de los actores no estriba en decir verosímilmente frases complejas, sino en proferir las más elementales o rudimentarias: “adiós”, “tengo frío”, “lo prometo”... Sin embargo, un lugar aparte merecen aquellas sentencias de supuesta solemnidad o gravedad que sólo aparecen en la ficción narrativa y nunca en la vida cotidiana; por ejemplo, en una película de muy bajo presupuesto un soldado heroico que cae prisionero exclama a sus violentos captores: “Ya tienen mi sangre. No les entregaré mi alma”. Y más adelante: “Nunca digas a un soldado que no conoce el precio de la guerra”. La credibilidad de estas afirmaciones debe ser gigantesca para que un actor pueda pronunciarlas como si no fueran sentenciosas, cursis o ridículas. Es cierto que el nivel de credibilidad es una suma de afanes: del escritor, del director, de cada uno de los técnicos...; sin embargo, más allá de todos estos colaboradores en la creación del “contexto”, en última instancia el actor siempre se queda solo ante la mirada del espectador. Del actor depende que exista una “naturalización” no sólo de lo inverosímil sino muchas veces de lo absurdo, lo grotesco, lo ridículo. Del actor depende que todo ello sea aceptado por el público ya no como “una realidad posible” sino como partes indesligables de la realidad humana.
          Y ese es el misterio ulterior en el que culminan todos los demás misterios, que forman en torno círculos concéntricos. Por ejemplo, la evidencia de que actuar no es en absoluto fingir.
          En una entrevista televisiva. Peter O’Toole declaraba: “Hablar de actuación es muy difícil porque se trata de algo muy personal. [...] Uno es el abogado del autor, y al mismo tiempo uno debe comentar sobre lo que él dice acerca del personaje o lo que hace con él. [El actor] es el hombre parado detrás del hombre. [La actuación] tiene que ser mente en lugar de personalidad. Uno es una lupa, y mucho más, curiosamente, en el escenario que frente a una cámara, y es imposible mentir, no puedes hacer ninguna falsedad, estás totalmente expuesto. Y uno tiene que preocuparse por su propio personaje, por su propia personalidad. No para embellecer sino para iluminar”.
          Se dice que el actor es su cuerpo, pero para Hollywood (y la ortodoxia dramática que rige al mundo entero) no es más que su rostro. En la época en que el productor Arthur P. Jacobs preparaba su ambicioso proyecto de El planeta de los simios (1968), una gran parte del presupuesto estaba consagrado al maquillaje y los apliques de látex que convertían a los actores en simios inteligentes. Los co-productores se quejaban: “¿Para qué gastas tanto en actores si no se les ve la cara?”. Resulta asombroso que Jacobs tuviera que defender el hecho de que la expresividad de un actor es su cuerpo entero.




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