lunes, 27 de agosto de 2018

El misterio de los actores y de la actuación (XXX)

DGD: Morfograma 30, 2018.

La conducta inconsciente (2)

La maestra de actuación Viola Spolin (1906-1994) afinó una técnica a la que llamó Theater Games (Juegos teatrales) cuya finalidad era ayudar a los actores a concentrarse en el instante presente (en lugar de caer en la conciencia de sí mismos o tratar de encontrar buenas ideas de manera intelectual) y a hallar opciones de modo improvisado, como sucede en la vida cotidiana (los “juegos teatrales” tienen como fin desarrollar la intuición y provocar un estado activo en que el actor aprende a reconocer y seguir los flashes intuitivos, elecciones inspiradas que se presentan espontáneamente).
          Spolin escribió un manual, Improvisation for the Theater (1963, 1983, 1999), que es considerado la biblia del teatro basado en la improvisación; sin embargo, de manera no poco curiosa, Improvisation for the Theater estaba dedicado a todo lector, y no sólo a los actores profesionales. Spolin encontró una serie de claves pero en lugar de volverlas código de secta terminó por abrirlos (casi debería decirse devolverlos) a la experiencia colectiva:

Todos pueden actuar. Todos pueden improvisar. Cualquiera que así lo desee puede actuar en el teatro y aprender a volverse “digno del escenario”. Aprendemos a través de la experiencia y de lo experimentado: nadie enseña nada a nadie. Esto es verdad tanto para el infante que, pateando y gateando aprende a caminar, como para el científico con sus ecuaciones. Si el medio ambiente lo permite, cualquiera puede aprender lo que desee; y si lo individual lo permite, el medio ambiente le enseñará todo lo que tiene para enseñar. El “talento” o la “falta de talento” apenas tienen que ver.

Se trata de una extraña forma de la democratización que en su momento despertó no pocos reparos e indignaciones sobre todo en los círculos artísticos y académicos que consideran a la actuación casi como una forma del esoterismo y en todo caso como una manifestación de la aristocracia excluyente. Muchos vieron una intolerable “vulgarización” en la temible frase “El ‘talento’ o la ‘falta de talento’ apenas tienen que ver”. (En rigor esa frase no deja de ser sospechosa, sobre todo por la frecuencia con la que aparece en la retórica norteamericana, ancestralmente basada en la figura del self made man, el autodidacta cuyo poco pero espontáneo talento vence a los de mayores capacidades intelectuales pero menor inmediatez con las corrientes de la vida; esa es precisamente la historia que se celebra en expresiones como “iniciativa privada”.)
          Aun sin caer en el exclusivismo de clase, brota una pregunta: si el talento apenas tiene que ver, qué es lo que cuenta, ¿la voluntad? ¿Resulta sano o engañoso admitir que “nadie enseña nada a nadie”?
          El experimentado Alan Alda intenta dar hondura a ese proceso entrevisto por Spolin: “La naturaleza de los ‘juegos teatrales’ es que te hace concentrarte en el otro actor y te obliga a saber cómo escuchar. Todos sabemos que escuchar es importante, pero para mí escuchar es ser capaz de ser cambiado por la otra persona. No oírla esperando tu pie [cue], no estar pensando ‘a ver cuándo termina para poder hablar’, sino que es dejarla entrar en uno mismo” (VI-11, 6-8-2000). Alda hace el intento de conjurar el falso populismo del “todos pueden actuar”, y lo hace por medio de un cambio de enfoque: “no todos quieren actuar”: se dirige, por tanto, a quien elige esa profesión y coloca el acento en los modos de esa técnica que pueden ayudarlo.
          En efecto, la retórica de Spolin parece basarse en un sobreentendido: en la sociedad todo es actuación. Y en última instancia esta investigadora, si por un lado afirma que “nadie enseña nada a nadie”, por otro afirma de todas maneras que cualquier ciudadano puede aprender a volverse “digno del escenario”. En otras palabras: si todos actuamos todo el tiempo en la vida cotidiana (Spolin entiende esto en el sentido de que todos improvisamos en la cotidianidad ante estímulos casi siempre imprevisibles), quien así lo quiera puede enseñarse a sí mismo a actuar en un escenario. Alan Alda invierte los términos: de la misma forma en que el actor se afina escuchando a los otros actores en el escenario, ese mismo actor puede aplicar tal principio ya no sólo en el ejercicio de su profesión sino en su vida diaria (una especie de llamado a escuchar realmente a los demás en todo sitio y ya no únicamente en el escenario). No obstante, una pregunta de fondo pervive: ¿qué es el escenario teatral, una excepción impensable o el sitio en donde la regla se intensifica?
          Alec Baldwin enfoca este fenómeno por medio del trabajo de investigación de Mira Rostova:

Mira Rostova fue la maestra que me dio acaso los mejores tips sobre la actuación. Rostova evitaba que el actor hiciera una escena a expensas del otro actor. Se refería a lo que vemos en las telenovelas todo el tiempo, es decir que los actores crean una especie de invencibilidad e impermeabilidad sin importar las circunstancias. Nunca dejan que les pase algo. [...] Jack Lemmon era un actor legendario que dejaba que uno lo afectara, te dejaba hacer algo. [...] Uno ve en todas partes al actor que trata de dominar a los demás o que trata de crear una invencibilidad en sus escenas. Y esa es la muerte de la actuación. Yo veo a muchos actores jóvenes que hacen eso. Creen que la actuación es tener una especie de intensidad (que es artificial), y una especie de doblegamiento-subyugación esquemática en la escena que es la muerte de todo trabajo escénico. [XIII-13, 22-10-2007.]

          Kyra Sedgwick se apoya en otra investigadora (Stella Adler) al hablar de su método para hacer interesante a un personaje y de ese modo evitar el tratarlo de un modo “genérico”:

Stella Adler siempre decía que el genio está en las elecciones. Es verdad. Uno tiene muchas opciones y se trata de ir a los detalles. Muchos actores trabajan del interior hacia el exterior y otros a la inversa, y ambos procesos son válidos. Uno puede encontrar por ejemplo, una chaqueta que lo resuelve todo y que te ayuda a entrar al personaje. Yo paso mucho tiempo mirando a la humanidad; en el tren subterráneo veo a la gente, tomo ideas de ellos, escucho sus conversaciones, imagino lo que es caminar con sus zapatos. Quiero jugarlo todo. Quiero sacar algo de cada experiencia que tengo. Se trata de hacer mínimas elecciones significativas, interesantes para ti porque no lo serán para nadie más. [XIII-8, 11-6-2007.]

Agrega: “Siento pena por los actores porque es muy difícil ser libre entre esos dos momentos, ‘acción’ y ‘corte’. Mientras más trabajas, más logras hacer divertido el intentar cosas y conservarlo fresco para ti. Escuchar es crucial y dejar que las cosas se mueven hacia ti y en ti. Escuchar se vuelve mejor con la edad. Es lo más difícil del mundo porque debes saber tus líneas y ensayar y luego hacerlas espontáneas y reales. Lo mejor es pensar que es tu momento para actuar [to play: también “jugar”] y de dejar que las cosas se muevan en ti”.
          Laura Linney se desentiende asimismo del género y va directamente al personaje: “Me gusta interpretar gente; no comienzo pensando si es interpretar comedia o tragedia. Hay siempre una nota alta y una nota baja en cada personaje. Los parámetros son más amplios que lo que uno esperaría de acuerdo con un determinado género” (XV-5, 12-1-2009).
          Linney habla a continuación sobre lo que llama el buen cerebro del actor: “Me hago preguntas metódicamente sin saltarme pasos; me pregunto ‘¿por qué?’ tanto como sea necesario hasta que ya no hay ‘¿por qué?’. Comienzo en la primera frase, que usualmente describe el lugar: ¿por qué es tal lugar?, ¿por qué es un departamento sucio?, ¿por qué es un gran castillo? Eso te lleva a cosas si te aseguras de seguir toda la línea hasta el núcleo. Porque si asumes que conoces la respuesta te pierdes de algo. Para mí ese es un cerebro de actor”.
          Un enfoque muy especial ofrece al respecto la actriz Glenn Close:

El buen teatro en vivo afecta a las moléculas. Tú creas una fuente de energía a tu alrededor y ella alterna de ti al público. Cualquiera que ve la vida del teatro debe salir un poco re-estructurado. [...] Algunas personas lo llaman el aura. Pienso mucho en la forma en que un personaje cambia o no cambia el aire, cómo cambia la atmósfera de un cuarto cuando un personaje entra, o cuando se une a un grupo de personas. Hay personajes que afectan más que otros, pero cada uno tiene una especie de dinámica que cambia la química de un modo u otro, y la cosa que amo del teatro es que es donde puedes tener un corazón roto en el escenario y a treinta pies alguien solloza. Tienen que ser moléculas. Creo en eso, y por ejemplo que el campo de energía que tiene que ser creado para alguien como Norma Desmond [el personaje protagónico de Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950), interpretado por Gloria Swanson] es enorme, y que crear esta energía involucra a cada músculo físico en tu cuerpo. Es como un maratón y es sobre emoción, no necesariamente sobre acción física. [II-4, 24-1-1996.]


Todos estos son principios esenciales para distintos actores, pero bien podrían ser claves para la vida misma fuera del escenario (o en el escenario de la vida, para decirlo shakespeareanamente). Difícil imaginar cuánto se enriquecería la cotidianidad si todos y cada uno de los ciudadanos la concibiera como una interacción y escuchara a sus semejantes con suprema atención en un intento profundo de vivir la empatía a fondo (meterse en los zapatos del otro) en lugar de usar esa palabra como mero pretexto o coartada. ¿Cómo sería la vida de la sociedad si todos sus integrantes se preguntaran siempre por todo en cadenas de porqués, como los niños cuya mayor pérdida radica cuando comienzan a preguntar menos? ¿Cuánto podría afinarse la vida cotidiana si todos sus participantes desearan llevarla a la excelencia y estuvieran conscientes de los cambios moleculares o energéticos tanto como un actor que se prepara para una escena brillante?




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