martes, 25 de septiembre de 2018

El misterio de los actores y de la actuación (XXXIII)













DGD: Morfograma 33, 2018.


El aspecto moral

Un desafío nada infrecuente se da cuando el actor debe encarnar un papel “políticamente incorrecto” (villanos, genocidas, verdugos, cínicos, psicópatas, etcétera) por las razones que sean: encargo, compromiso, desempleo, incluso elección. Un ejemplo intermedio se halla en el caso de Jude Law en la película Wilde, encargado de representar a Alfred Douglas (Bosie). Law declara:

Fue la primera vez que un papel me fue simplemente ofrecido. Era a la vez un insulto porque era el papel del más sucio bastardo que uno puede conocer en la vida. He dicho de Bosie que era un tirano pero también muy valiente. Traté muy duramente de encontrar en Bosie algunos elementos que lo pudieran redimir. Uno de ellos fue la valentía; era una época en que ni siquiera existía la palabra “homosexual”: él fue valiente al asumir su sexualidad hasta el punto de casi destruirse. [X-8, 21-12-2003.]

La contradicción entre la verdad del personaje y la verdad del actor se soluciona a través de una “búsqueda de redención”, pero de un modo muy parcial, digamos operativo, porque sirve al actor para desempeñar su trabajo pero no para redimirlo de modo global.
          Si la misión del actor es decir verdades humanas (en efecto: verdades en plural: ya se ha visto que nada hay más ambiguo y fugitivo que el singular “la verdad”), ello por tanto conlleva un aspecto moral. Kevin Spacey toca ese punto cuando subraya la necesidad que tiene un actor de no juzgar a su personaje:

Con algunos personajes siento tener mucho en común en términos de entender su punto de vista; en otros casos está muy lejos de mi propia experiencia y sentimientos. Pero una de las cosas que tratas de hacer en todos los casos es que, si crees que una historia vale la pena de ser contada, simplemente no juzgas al personaje. Le permites existir y ser totalmente dimensional, con todo y defectos, de tal manera que dejas que el público sea el que juzgue. Y lo hará. [VI-9, 2-7-2000.]

La pregunta inmediata sería: ¿qué elementos definen a una historia que vale la pena de ser contada, y cuáles características tiene una historia que no vale esa pena? Cada quien responderá a su manera, lo cual es una forma de decir que no existe, ni con mucho, un “criterio” único para responder a esa pregunta sin márgenes de ambigüedad.
          El actor no está exento de un marco social, ni de una ideología; sin embargo, sobre todo en el cine hollywoodense —que marca las pautas, criterios y paradigmas pero no de manera verbal directa sino siempre de manera sobreentendida en los márgenes de ambigüedad— el único criterio es ese: el de que todo juicio es contraproducente. En teoría, un actor puede rechazar un papel por una determinada razón (que le parezca moralmente reprobable, que “contradiga” su imagen pública, que no haga suficiente justicia a sus capacidades histriónicas, etcétera), pero en la práctica todo papel es trabajo, incluidos los más desagradables e ingratos, y si no quiere condenarse al desempleo, al actor podrá resultar muy útil el renunciar de antemano a los “juicios”. Este es sin duda el motivo de que, por ejemplo, se critique a Gregory Peck, un actor caracterizado por una imagen noble, el haber interpretado al criminal nazi Josef Mengele (Los niños de Brasil, Franklin J. Schaffner, 1978).
          Por otro lado, es el aparato el que decide cuáles historias “valen la pena de ser contadas”, y no es lo mismo una propuesta hecha a un actor por un estudiante de cine, que una que proviene de un “exitoso” director veterano. En última instancia, los papeles más reñidos no son aquellos que sean expresivamente más ricos sino los que coinciden con lo que en determinada época se juzga como “una gran actuación”. En cierto momento, por ejemplo, se puso de moda premiar a actrices de renombrada belleza que en pantalla llegaban a ser irreconocibles (Nicole Kidman en Las horas —2002—) o incluso se deformaban hasta una extrema fealdad (Charlize Theron en Monster —2003—).
          Más allá de las modas, sólo existe un marco referencial que sostiene al actor encargado de desempeñar un papel “políticamente incorrecto”, y es la generosidad. En términos de Alec Baldwin:

Cuando uno actúa el papel de un villano, eso es parte del oficio, uno tiene la responsabilidad de servir al material. Debes darte al papel tanto como puedas y hacerlo tan vívido como puedas, de tal manera que cuando el protagonista, el héroe, triunfa sobre ese villano, se ve mucho mejor porque ha vencido a esta persona formidable. Se lo debes al guión, al proyecto, el hacerlo tan vívido como puedas. [XIII-13, 22-10-2007.]




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