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DGD: Morfograma 58, 2019. |
La gran cadena del ser y los hábitos del universo
Las escalas que unen al átomo con la estrella
Los instigadores de un encuentro
ciencia-religión reconocen, como uno de los principales obstáculos, el hecho de
que las religiones forman corpus tan contradictorios entre sí que cualquier
búsqueda de puntos comunes simplemente se desarticula (mientras que el método
científico sí permite, al menos en principio, integrar a todas las ciencias en
un todo). En un esfuerzo por encontrar el núcleo capaz de identificar a la
totalidad de religiones y sistemas tradicionales de sabiduría, algunos
investigadores, partiendo de la idea de que cada religión tiene, además de su
significado literal, una dimensión esotérica que es esencial, primordial y
universal, han encontrado un rasgo común a todas ellas: “La gran cadena del
ser”, según la cual la realidad es un rico tapiz de niveles entretejidos que
recorren este camino:
materia ->
cuerpo -> mente -> alma -> espíritu.[1]
Todas las religiones y doctrinas místicas
coinciden en la visión de inmensas series de nidos del ser, unos dentro de
otros, todos envueltos, en el nivel más alto, por una única potencia que recibe
distintos nombres según el área desde donde es contemplada: Espíritu, Dios,
Diosa, Tao, Pleroma, Absoluto, el Logoi Spermatikoi o mundo-alma de
Plotino, el Atma-Buddhi o Alma Unitaria Universal de la teosofía... ¿No
es exactamente a esta intuición de la Cadena, de los nidos entretejidos, de las
escalas que unen al átomo con la estrella, a la que poco a poco se acerca la
ciencia más propositiva?
De
todas esas denominaciones sagradas, Pleroma es una de las misteriosas.
La palabra proviene del griego plerodethai, “ser llenado hasta el
máximo”. Este término, adoptado por los gnósticos y otras escuelas esotéricas,
guarda numerosos significados y acaso el más extendido de ellos sea “la
plenitud de la divinidad”; de ahí que se oponga a Kenoma, la vaciedad,
el vacío. Pleroma, según lo definió H.P. Blavatsky, fundadora de la teosofía
(doctrina que en más de un aspecto es deudora del gnosticismo), equivale al
mundo divino, a la residencia de los dioses o al espacio universal dividido en
Eones metafísicos, aunque el corpus teosófico lo entiende más como naturaleza:
“el pleno de todas las edades”, “el ser de las cosas”.
Teilhard
de Chardin cita el término frecuentemente, casi siempre atribuyéndolo a san
Pablo y advirtiendo que es una palabra que desafía a toda traducción. En L’énergie
humaine (1962) liga al término con la unidad plural (uni-verso):
“Ulteriormente, Dios no está solo en el universo cristiano total (en el
Pleroma, para usar la palabra de san Pablo), sino que está todo en cada uno de
nosotros; en pasi panta theos: unidad en la pluralidad”. En la misma
obra, Chardin acuña también el verbo pleromizar (la aparentemente
contradictoria función de Dios y el hombre: aquél “activa nuestra voluntad y
nosotros pleromizamos a Dios”) y el sustantivo pleromatización (definido
como “el misterio de la unión creativa del mundo en Dios”). En Le Milieu
divin (1957), Chardin lo asocia con Cristo y el deseo: “Nuestro señor Jesús
vendrá pronto sólo si lo esperamos ardientemente. Es una acumulación de deseos
la que causará que el Pleroma surja en nosotros”.
Una
acumulación de deseos
¿Es posible ver aquí una liga con la fábula de
los cien monos? ¿Qué hay en el fondo de ésta sino la anécdota de una acumulación
de deseos? ¿Es la fábula una expresión laica de la misma intuición? En Jung
se consagra la asociación entre el Pleroma y el inconsciente colectivo: “La
nada es a la vez llena y vacía. [...] A esta nada o plenitud la llamamos el
Pleroma”.[2] En las notas para un seminario
dictado en 1928-1930, Análisis de los sueños, hablando de la condición
de hermafrodita del inconsciente colectivo, escribe: “Así que la condición
original de Pleroma, de Paraíso, es realmente la madre de la que emerge la
conciencia”. En cuanto a la terapia, Jung advierte que el analista, enfrentado
a un paciente para quien ha terminado la actitud racional, “sabe que algo ha
pasado pero todavía no es visible; ha sucedido en el Pleroma y no ha aparecido
a través del tiempo”. ¿Resultaría excesivo imaginar que así como la fábula de
los cien monos es una suma de deseos, también implica algo que asimismo ha
pasado pero todavía no es visible a través del tiempo?
En
ese mismo seminario, Jung agrega: “Los artistas tienen un ‘lado muy primitivo’;
los gnósticos tenían esa idea y la expresaban como Pleroma, ‘un estado de
plenitud en donde los pares de opuestos, sí y no, día y noche, están unidos’”.
Es la coincidentia oppositorum de Nicolás de Cusa (1401-1464), la unión
armónica de los opuestos. Un elemento esencial tomado por Jung fue la idea de
un segundo nacimiento necesario para tal unión. En el Evangelio de Felipe se
llega incluso a afirmar: “Ciertamente es necesario que ellos nazcan de nuevo a
través de la imagen. ¿Qué es la resurrección? La imagen debe levantarse de
nuevo a través de la imagen”. La única pista dada por el autor de estas líneas
se halla en otra de ellas: “La verdad no entró al mundo desnuda, sino vino en
tipos e imágenes” (67:10). Ciertos estudiosos han querido ver la clave de esta imagen
en la antigua sabiduría conocida como Sección Áurea, manejada por Pitágoras y
que forma parte de la más arcana composición pictórica: la estructura
geométrica en que se basan las leyes de la proporción y la perspectiva. La Sección
Áurea transmitiría la necesidad de “levantarse de nuevo a través de la imagen”.
De
una forma rudimentaria pero insistente, la fábula de los cien monos transmite
eso justamente, una imagen. Del mismo modo, su demanda “silvestre” (por
así llamarla) ¿es la de terminar la actitud racional, vencer la ilusión de la
lucha de los contrarios y dirigir los deseos hacia un segundo nacimiento? En la
misteriosa y profunda historia de la palabra Pleroma y de su significado,
varios estudiosos han visto la necesidad de enfocarla de dos modos: uno, como
la plenitud de la deidad; otro, como “todo lo que es”, que incluye a lo
no-manifiesto, lo invisible, lo “más allá”. Es decir, el universo en el sentido
exterior tanto como en el interior: no sólo todos los planetas, estrellas y
constelaciones, sino el alma de los cuerpos celestes, el anima mundi.
“El mundo exterior y físico que percibimos”, dice la teosofía, “no es sino una
máscara, una sombra lanzada sobre la pantalla del tiempo y la realidad.”
La
permanencia de la palabra Pleroma es
tan significativa como su irreductibilidad a cualquier sistema de ideas. El
norteamericano David Fideler escribe: “Vistiendo los andrajos de la mortalidad,
hemos descendido de la ‘Plenitud’ (Pleroma) de Luz, el reino intemporal de la
perfección, y hemos olvidado nuestra verdadera naturaleza, herencia y derecho
de nacimiento. Nuestra existencia en la Tierra es un sueño, hasta que alguna
clase de llamado, mensajero o revelación nos despierta al reconocimiento de
nuestro origen y verdadera naturaleza. Este despertar representa el surgimiento
de la gnosis interior”.[3] Tal
despertar, tal segundo nacimiento, puede también llamarse Pleroma Consciente.
El llamado hacia tal despertar puede asumir muy diversas formas, desde la
literatura esotérica hasta las intuiciones más persistentes en los científicos
menos temerosos de la “pérdida de plausibilidad” (e incluso en terrenos
“silvestres” como el folletín, el cómic, o ciertas fábulas que se extienden en
Internet).
*
Notas
[1] Cf. Marion
Leathers Kuntz: Jacob’s Ladder and the Tree of Life (1987). También Arthur
Lovejoy se ha ocupado del tema, aunque bajo otro ángulo: en The Great Chain
of Being (1936) examina la idea, derivada por el filósofo neoplatónico
Plotino de Aristóteles y Platón, de que toda la creación forma una cadena en la
que está incluido todo lo que puede existir, comenzando por la divinidad, en
una serie infinita de formas, cada una de las cuales comparte al menos un
atributo de su más próximo vecino en la cadena. Lovejoy rastrea esta idea a
través de dos mil años de historia intelectual y demuestra su influencia en
Occidente; así, encuentra rastros de la concepción de la Gran Cadena en san
Agustín, Tomás de Aquino, Marsilio Ficino, Roger Bacon, Leibniz y Spinoza, así
como en la astronomía de Copérnico y de Kepler. Cf. Charles Hartshorne y
William L. Reese: Philosophers Speak of God (1953). Cabe mencionar
también el análisis socio-político del modo en que la noción de “gran cadena
del ser” ha sido manipulada por la ideología dominante para legitimarse: cf.
Paula S. Rothenberg (ed.): Race, Class, and Gender in the United States
(1998).
[2] Carl G.
Jung: “Siete sermones a los muertos”, apéndice V de Erinnerungen, Träume,
Gedanken (1961).
[3] David Fideler: Jesus
Christ, Son of God. Ancient Cosmology and Early Christian Symbolism (1993).
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