DGD: Morfograma 59, 2019. |
domingo, 16 de junio de 2019
El misterio de los cien monos (VIII)
Campos
de energía
De un modo u otro, ciertas intuiciones
terminan por imponerse en los círculos científicos, primero compartidas por los
investigadores menos cerrados al misterio. Ello no sucede sin franca reticencia
y deliberada dilación, puesto que cualquier estudio dirigido hacia ese rumbo es
clasificado en el nebuloso (y en cierto modo despectivo) rubro de “espiritual”.
Para evitar los equívocos a que este término ha dado lugar, quienes se
interesan en este tipo de observaciones desde el lado de la ciencia se limitan
a usar la palabra “psíquico”, la única que ha logrado conciliar los territorios
pragmático y especulativo. Un científico levanta las cejas al oír la palabra
“espiritual”, pero él mismo debe aceptar que en la psique se conjuntan las
actividades de la mente y la energía necesarias para la expansión de la
conciencia.
En
ese punto intermedio se hallan las experimentaciones sobre los campos de
energía. Esta noción, que parece totalmente científica, tiene sus raíces en la
más remota percepción mística del mundo. En la Grecia clásica se llamaba psykhé al principio vital por excelencia, aquel
que insuflaba vida a todos los seres. Para la modernidad occidental, “psique”
es un mero sinónimo de la mente humana, mas para la filosofía griega abarcaba a
todas las formas de vida, desde luego incluidos los minerales, las plantas y
los animales. Es por ello que el latín anima, equivalente a alma,
origina directamente a la palabra animal. El biólogo inglés Rupert
Sheldrake hace un recuento:
En las tradiciones animistas se daba por sentado que
todo está vivo. Los neoplatónicos hablaban del anima mundi, el cosmos
como un ser que posee un cuerpo, un alma y un espíritu. La mente consciente de
los humanos era parte de un sistema psíquico que nos enlazaba con los animales
y las plantas. [...] En el norte de Europa las cosas cambiaron cuando la
Reforma protestante suprimió el culto de la Madre Tierra como reliquia del
paganismo. La desacralización del mundo natural había comenzado. No había ya
restricciones para la conquista y explotación de la naturaleza. A principios
del siglo XVII sir Francis Bacon sentó las bases para el dominio humano a
través de la ciencia y la tecnología. Bacon ayudó a preparar el camino para la
revolución mecanicista en el terreno de la ciencia. Tal revolución arranca el
10 de noviembre de 1619, cuando René Descartes dice haber tenido una visión
otorgada por el “ángel de la verdad”: la visión de un mundo maquinal gobernado
en exclusiva por leyes matemáticas universales, sin ninguna espontaneidad ni
libertad inherentes, y sin ningún propósito en sí mismo. [...] Cuando Descartes
dividió los reinos de la materia y el espíritu, estableció una nueva
demarcación entre ciencia y religión, definiendo sus fronteras. La ciencia
secularizó a la naturaleza, incluyendo al cuerpo humano, mientras las artes y
la religión tomaron el alma. [Rupert Sheldrake y Matthew Fox: Natural Grace,
1996.]
A partir de ese momento, como Alfred North
Whitehead exclama con tristeza, la realidad quedó reducida a “un asunto
insulso, sin sonido, sin aroma, sin color, solamente el vértigo de la materia,
sin final y sin sentido” (Science and the Modern World, 1997). Así nació
el paradigma que aún hoy rige a la ciencia, la medicina, la psicología y la
agricultura oficiales (por mencionar sólo algunos de sus tentáculos); este
paradigma es tan básico en la mentalidad occidental, que simplemente se da por
sentado en todos los niveles de la educación, la política y los media,
además de que determina las nociones de “desarrollo económico”, “progreso
tecnológico” y, desde luego, de “modernidad”.
Desfasadas
desde la ruptura cartesiana en el siglo XVII, ciencia y religión devinieron
antagónicos. Sin embargo, el conflicto fue “tolerable” por dos siglos; todavía
a comienzos del siglo XIX, un científico podía aceptar como literal la
descripción del Génesis en tanto origen del mundo. Mas ello se volvió imposible
cuando, poco después en esa centuria, los descubrimientos de la geología y la
biología mostraron que era ridícula una lectura literal del Génesis. Aunque se
continuó haciendo largas y complejas interpretaciones tendientes a conciliar
ambos puntos de vista, el conflicto se hizo “intolerable”, a tal grado que los
términos usados en uno de estos territorios se volvieron tabúes para el otro.
El visionario científico Michael Faraday fue el primero que pudo emprender una
cierta interrelación cuando encontró la forma de usar un concepto del que el
“enemigo” se había apropiado. Faraday cambió alma por campo.
Einstein haría lo mismo en el siglo XX, sustituyendo el arcano nombre de anima
mundi por el de campo gravitacional. Era una especie de estratagema
inteligente, de conciliación oculta, de pacto de caballeros: una noción
metafísica sería respetable por el mundo materialista si la respaldaba una
teoría científica y no un “dogma”.
El
recurso estaba abierto. Así, en los últimos años del siglo XX los biólogos
moleculares llamados organicistas, luchando por conciliar las opuestas visiones
de los mecanicistas y de los vitalistas, llamaron campos morfogenéticos
(del griego morphein, forma o figura) a
los invisibles capullos de energía que organizan el desarrollo y perduración de
plantas y animales, definiendo a estos centros de influencia como las “leyes”
fijas de los conjuntos vivos. Es entonces que Rupert Sheldrake (egresado de
Cambridge y Harvard, y con un doctorado en bioquímica) introduce una vigorosa y
oportuna innovación: la de postular que esos campos no son fijos, sino que
evolucionan junto con las formas que ellos producen. Para denominarlos elige el
término campos mórficos. Éstos se parecen a los campos electromagnéticos
en el hecho de que transmiten información, pero difieren de ellos en que lo
hacen sin uso de energía, y por tanto no disminuyen en la transmisión a través
del tiempo y el espacio.
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