DGD: Morfograma 73, 2019. |
martes, 5 de noviembre de 2019
El misterio de los cien monos (XXII)
Una
democratización de la ciencia
Alfred Whitehead escribía en Science and the Modern World (1925): “Es la característica del futuro ser peligroso, y está entre los
méritos de la ciencia equipar al futuro para sus tareas”. Sin embargo, el
optimismo del matemático y filósofo inglés resulta precario; acaso la ciencia
podría “equipar al futuro” si existiera en completa independencia de la
política y la economía, así como de ortodoxias, corporaciones y burocracias;
mas si el futuro resulta peligroso es precisamente porque tal independencia
resulta una ilusión. En la práctica, la ciencia depende de sus mecenas, el
Estado y/o las corporaciones, y por tanto no son científicos ni filósofos, sino
políticos, magnates y militares, quienes dicen a la ciencia hacia dónde ir, y
no en el terreno argumentativo sino en la simple mesa de discusiones en donde
se decide cuál tarea recibirá financiamiento y cuál experimentación no
es de “interés nacional” (o “corporativo”). No por otra razón el futuro tiene
como “característica” ser peligroso. El “hombre de la calle” no contempla a este
peligro con la optimista autosuficiencia de Whitehead y, de hecho, mira a la
ciencia con desconfianza y a veces con horror. Es por ello que Rupert Sheldrake
propone una democratización de la ciencia a través de la creación de un “Centro
Nacional de Descubrimiento” (National Discovery Centre) cuya finalidad sería
buscar financiamientos para experimentaciones científicas no apoyadas por la
ortodoxia gubernamental/corporativa y establecidas por consulta pública.[1]
En
esta discusión debe insertarse la tesis del filósofo Arthur Oncken Lovejoy,
puesto que ella da un sentido muy distinto al tema de la resistencia al cambio.
Para Lovejoy, todos los sistemas filosóficos, los credos políticos y las
grandes concepciones acerca de la vida o el universo o Dios, incluyendo los
corpus científicos y literarios, pueden ser descompuestos en pequeñas
“ideas-unidades”; éstas se heredan y son usadas en nuevas combinaciones,
generación tras generación de pensadores. “La mayoría de los sistemas
filosóficos”, escribió, “son originales o distintivos más en sus patrones que
en sus componentes” (The Revolt Against Dualism, 1940). Esta audaz
noción implica que en un determinado punto de la historia (al que Lovejoy ubica
en la remota antigüedad) dejaron de aparecer ideas fundamentales y que a partir
de entonces no hubo sino modos novedosos de combinar el número ya fijo de
“ideas-unidades”. Según esta mirada, las sociedades no temen la aparición de
“nuevas ideas” sino de una combinatoria insospechada del número fijo de las ya
existentes.
El concepto de la
resistencia al cambio es buen termómetro para medir el nivel de conciencia en
que se encuentran las organizaciones humanas en el siglo XXI. La ciencia
ortodoxa resulta notable en este sentido y, de modo curioso, el motivo exacto
es enunciado con todas sus letras por un científico no precisamente
caracterizado por la heterodoxia o la humildad; H.J. Eysenck, catedrático en
psicología en la Universidad de Londres, escribió en 1957:
Los científicos, especialmente cuando actúan fuera del
campo particular en el cual se han especializado, son personas tan ordinarias,
necias e irracionales como las demás, y su excepcional inteligencia sólo sirve
para hacer más peligrosos sus prejuicios. [Sense and Nonsense in Psychology.]
No obstante, la cerrazón científica ocasionada
por el especialismo es sin duda superada por la política: ¿en qué otra área de
la humanidad un grupo de determinada ideología usa la palabra “conservador”
como nombre de batalla? El cambio no es sólo inevitable sino inherente a la
vida misma: ¿por qué las sociedades se construyen en franca oposición a ese
cambio, es decir contra la sustancia misma de la vida? ¿Quizá porque al poder
político no le importa sino usar la apariencia de “desarrollo” para garantizar
la conservación del poder? La inercia (la resistencia al cambio) no sólo se
reconoce así, implícitamente, como sustento mismo de la existencia, sino que el
ser queda tajantemente definido como tener. Ya el puro nombre se vuelve una amenaza
implícita: “únete a nosotros para conservar lo que tienes (es decir, lo que
eres); por poco o precario que sea, podrías incluso perder eso”.
Resulta
indudable que la mentalidad evolucionista y el esquema darwiniano están
directamente ligados con una ideología, y que el poder usa ese paradigma para
apoyarse y justificarse. Mientras los biólogos sólo creen estar hablando de
enzimas y moléculas, los políticos toman los mismos principios teóricos para
hablar de masas y dominio. Una elocuente muestra se halla en la declaración de
John D. Rockefeller, el primer multimillonario norteamericano: “El crecimiento
de las grandes empresas es simplemente una supervivencia del más fuerte”.
*
Nota
[1] Rupert Sheldrake:
“Really Popular Science”, en The New York
Times, enero 4 de 2003. “Set Them Free”, en New Scientist, Londres, abril 19 de 2003.
Libros citados
Lovejoy,
Arthur Oncken: The Revolt Against
Dualism: an Inquiry Concerning the Existence of Ideas (1940), Transaction
Publications, Rutgers University, New Brunswick, 1996.
Eysenck,
H.J.: Sense and Nonsense in Psychology,
Penguin Books, Nueva York, 1957.
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1 comentario:
Maestro González Dueñas he querido ponerme en contacto para platicar acerca de su Libro de nadie, pero no he tenido más que este medio. Mi correo es caneksantol@gmail.com, le agradecería que me escribiera para acordar.
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