viernes, 15 de abril de 2022

Creer (V)

DGD: Postales, 2022.

 

 

Creer firmemente es impedir el desarrollo. Aceptar sólo temporalmente es facilitarlo.

Charles Fort

 

Analizo una vez más esta conclusión, de raíz pascaliana: la verdadera creencia está entre la superstición y el libertinaje.

José Lezama Lima

 

Qué misteriosa es la relación bíblica entre ver y creer. Lo más probable es que la verdadera dirección sea creer para ver.

 

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De entrada parecería que creer es lo opuesto a dudar; por ello suele colocarse a la fe en el polo contrario del escepticismo: el que cree deja de dudar. Sin embargo, esa oposición es quizás en el fondo una identidad; lo prueba el lenguaje, que usa el mismo verbo para decir “creo en Dios” y “creo que hoy va a llover”. En el primer caso equivale a un “coloco mi convicción en tal cosa” (la fe no es una convicción absoluta sino una creencia absolutamente colocada); en el segundo significa sencillamente “no estoy seguro” (“me parece que sí pero no tengo la seguridad”). En ambos ejemplos el creer se presenta como una transición: no nací creyendo en Dios; esta creencia es fruto de un convencimiento, sea exterior (se me ha convencido) o interior (he decidido convencerme): un acto del libre albedrío.

          “Creo que hoy va a llover” implica una hipótesis de la que no estoy convencido: es más bien una suposición basada en tales o cuales elementos de mi experiencia. Al decir esa frase doy una completa importancia al mundo exterior: mi creencia depende de que llueva o no en el transcurso del día; si no llueve, estaba equivocado; si llueve, acerté. En cambio, creer en Dios da una injerencia total al mundo interior: no digo “si hoy se abren los cielos creeré en Dios” (no pongo condiciones como en el caso de la lluvia, que de presentarse probaría lo acertado de mi hipótesis) sino “creo en Dios con independencia de que haya o no demostraciones de que existe” (“no necesito demostración”).

          En estos ejemplos hay, en un cierto nivel, una progresión de grado; parecería que hay un menor uso de la capacidad de creer cuando me limito a expresar mi duda (“creo que me dijo que venía hoy”) y un uso mayor cuando empleo el acto de creer para eliminar mis dudas (“no necesito creer en Dios porque lo conozco”). Sin embargo, en otro nivel (y acaso en todos los demás niveles), la duda nunca es totalmente eliminada. De ahí que “creo en Dios” tenga siempre un regusto de afirmación ante una oposición no sólo exterior sino sobre todo interior: yo mismo me convenzo de que creo en Dios cada vez que digo “creo en Dios”, sobre todo ante otras personas pero también a solas conmigo mismo. Equivalencias en otros terrenos como “creo en la democracia” o “creo en la preponderancia del mal” o “creo en la supremacía del arte” cumplen la misma función y actúan del mismo modo.

          De esta ulterior (y angustiante) permanencia de la duda trata de librarse quien dice haber escapado del círculo vicioso implícito en el creer (la duda mayor o menor pero nunca eliminada) cuando afirma saber (“Yo no creo. Yo ”). El problema comienza cuando este saber se comporta de igual modo que el creer, sólo que con una mayor autosuficiencia. Por eso y no por otra razón la frase supuestamente socrática “Sólo sé que no sé nada” se ha vuelto ya no paradigma sino lugar común cuando alguien pretende usar el saber para expresar que ha superado las “supersticiones” y estadios precarios o “primitivos” del acto de creer.

 

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No creemos en hechos o verdades, sino en otras creencias. Ejemplo extremo pero elocuente yace en esta afirmación de Borges: “No cabe duda de que Cervantes conocía bien a Don Quijote y podía creer en él. Nuestra creencia en la creencia del novelista salva todas las negligencias y fallas”.[1] Es de ese modo que la fe mueve montañas.

 

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Respecto al cine, Borges deja dos testimonios esenciales. El primero: “Yo recuerdo cómo nos entristeció a todos cuando apareció el cine en colores. Fue como el cine sonoro: dos calamidades”.[2] El segundo es aún más revelador: “Cuando yo era chico el cinematógrafo tenía ciertas convenciones que todo el mundo aceptaba, y una convención aceptada deja de ser una convención. Por ejemplo, si lo que se veía era de color sepia, se entendía que era de día; pero si era verde, era de noche. Y nadie pensaba que fuera artificioso”.[3] Podría extenderse esa frase: una convención aceptada deja de ser una convención... y se vuelve creencia, convicción y hasta ley.

 

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Notas

[1] Blas Matamoro: Diccionario Privado de JLB, Altalena, Madrid, 1979.

[2] Luis Mazas: “Borges: esto es lo que pienso”, en Revista Somos, Buenos Aires, diciembre de 1977.

[3] Osvaldo Ferrari: En diálogo, I y II, Sudamericana, Buenos Aires, 1985.

 

 

[Leer Creer (VI).]

 

 

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