martes, 5 de abril de 2022

Creer (IV)

DGD: Postales, 2021.

 

Una fe: he aquí lo más necesario al hombre. Desgraciado el que no cree en nada.

Victor Hugo

 

La fe es el antiséptico del alma.

Walt Whitman

 

Lo que un hombre cree se puede comprobar, no en su credo, sino en las suposiciones de las que parte cuando actúa como de costumbre.

George Bernard Shaw

 

Es acaso el misterio humano más profundo: no podemos actuar sin creer. Esto implica que los actos no son “puros” o espontáneos: entre el acto y el hombre que lo emprende hay un intermediario, el creer. Parecería que si el acto no está sustentado en alguna forma de creencia —credo, convicción— no es verdaderamente libre y en última instancia no tiene sentido (“el placer ingenuo de creer, que engendra el placer ingenuo de producir”, dice Valéry). Así pues, el acto mismo —cualquier acto— es creencia. Pero la creencia no es un acto. Podemos perfectamente creer sin actuar (como si la creencia ya fuera todo el acto necesario). Creer es dar sentido.

 

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Existe una poderosa forma de la voluntad en el instante mismo en que alguien dice “Creo”, puesto que de inmediato se sobreentiende que está diciendo “Quiero creer” (y todas sus implicaciones, como “decido, opto, me inclino, estipulo, declaro”, etcétera). Creer es desear.

          Contamos con mil graduaciones: confianza, credulidad, creencia, convicción, credo, confirmación, seguridad, convencimiento, certeza, fe... Y las formas indirectas de la certidumbre: duda, escepticismo, desconfianza, incertidumbre, ambigüedad... En todas ellas circula por debajo, como sustento, la voluntad.

          No se trata de una voluntad silvestre o cándida movida por la inercia de las tradiciones o de los comportamientos colectivos. Lo que hay es sin duda una deliberación, una malicia individual. Es el individuo el que se afirma (se singulariza) cuando afirma “creo”. Y cree maliciosamente, siempre con fines, propósitos, utilidades, intereses y conveniencias individuales.

 

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En la exclamación “¡No lo puedo creer!” no se siente realmente una confesión de incapacidad (“Me confieso incapaz de creerlo”), sino una volición: “No lo quiero creer”. ¿Cuál es la diferencia entre lo que quiero creer y lo que no quiero creer? Querer es poder, dice la sabiduría popular. ¿Otorgo un cierto poder a aquello en lo que decido creer, y me niego a darlo a aquello en lo que quiero descreer? Otro refrán revela honduras inquietantes: La fe mueve montañas.

 

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“No lo quiero creer” implica un querer maleable, es decir, un deseo. Sin embargo, ¿es el individuo quien no quiere creer, o algo exterior a él que no le permite querer o le da apetencias y deseos que no le pertenecen?

 

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La muy habitual frase “¡No lo puedo creer!” tiene dos tonos mayoritarios: sorpresa maravillada (“No puedo creer que estés aquí”) o indignación y cólera (“No puedo creer que hayan dicho eso”) como respuesta a lo que se impone como real o posible a despecho del “sentido común”. En este último caso corresponde a “No quiero colocar mi creencia en un mundo en el que cabe una cosa así”.

          Sea fruto del asombro o del repudio, esa frase es la reacción ante una ruptura de las expectativas. Creemos lo que esperamos; no podemos creer en lo que no es esperable o previsible. Creo en lo que espero del mundo. No creo en lo que no quiero esperar. ¿Es así como modelo al mundo?

          En todo caso, el creer se revela tan importante como el no creer: lo que incorporo en mi fe depende de lo que excluyo de ella. En una línea de Las ciudades invisibles (1972), Ítalo Calvino lo entrevé: “Cada elección tiene su anverso, es decir, una renuncia, por lo que no hay diferencia entre el acto de elegir y el acto de renunciar”.

 

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[Leer Creer (V).]

 

 

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