viernes, 5 de agosto de 2022

Creer (XVI)

DGD: Postales, 2022.

 

La fe sin ley

 

Creo, o al menos dudo, lo cual es el ne plus ultra de la fe mortal. [...] Todo el mundo tiende a creer en aquello que codicia, ya sea un billete de lotería o un pasaporte al Paraíso (en lo cual, por cómo lo describen, no veo nada demasiado tentador).

Lord Byron: Diarios, noviembre de 1813

 

Las páginas más exaltadas escritas por Chesterton son muy probablemente aquellas que dedica a contradecir (o iluminar) el pesimismo de Lord Byron. De manera memorable —y casi diríase arquetípica—, la premisa de ese encendido texto chestertoniano es tajante: “ningún crítico puede tener siquiera un conocimiento somero de Byron sin saber que éste tenía tan poco conocimiento de sí como jamás lo ha tenido un hombre inteligente”.

          Luego de establecer que en Byron el conocimiento de sí mismo iba en razón inversa a la potencia de su genio, Chesterton especifica una diferencia fundamental: el pesimismo de Byron “tiende por naturaleza a las instancias más antiguas del cosmos”, y es por lo tanto el diametral opuesto de ese otro pesimismo característico de la época victoriana a la que Chesterton pertenecía, tendencia que en ese momento se llamaba decadentismo: la apuesta por “los últimos y más fantásticos ornamentos de la vida artificial”.

          Chesterton concluye: “El byronismo fue una protesta contra la artificialidad; el nuevo pesimismo es una protesta en favor de esta artificialidad”. (Y el nuevo pesimismo llega hasta nuestros días con otros nombres pero la misma insidiosa obstinación.)

          Con esa íntima e imbatible felicidad que es para nosotros tan incomprensible como lo era la de Byron ante su propia sociedad, Chesterton alcanza el centro de su aclaración: “Año tras año, [Byron] pidió el castigo de las llamas del infierno para la humanidad; pidió que el diluvio, el mar destructor y las supremas energías de la naturaleza arrasaran a las ciudades y los engendros del hombre. Pero aun así su inconsciente no era el de un desesperado; por el contrario: en el trato con tan inmensas e inmemoriales enormidades hay una especie de fe sin ley”.

          Tenía que ser en su texto más enaltecido que Chesterton ofreciera por fin el secreto de su propia vida y obra: la fe sin ley. Una fe que prospera aunque no tenga soportes lógicos, jurídicos, testamentarios, conductuales, y acaso precisamente por la carencia de esos apoyos. Byron reniega, renuncia, maldice, y lo verdaderamente asombroso de estos actos —argumenta Chesterton— es que no nacen de la devastación y la desesperación sino de un énfasis espiritual. Se trata de una alegría muy similar a la que cantaron Bach, Beethoven y Schiller: la Freude.

          En efecto, en 1720 Johann Sebastian Bach al regreso de un viaje se entera del fallecimiento de su esposa, Maria Barbara Bach, y de dos de los hijos de ambos; esa noche en su diario escribe: “Señor, no permitas que se agote mi alegría”. Esta línea resultó esencial en la formación de un gran pesimista como Ingmar Bergman; éste, en una página de su vasta obra autobiográfica recuerda:

 

Desde que tengo uso de razón he vivido con eso que Bach llamaba su alegría. Me salvó de crisis y miserias y funcionó con la misma fidelidad que mi corazón. A veces avasalladora y difícil de manejar, pero jamás hostil ni destructiva. Bach llamaba a ese estado su alegría, una alegría de Dios. “Dios mío, no dejes que pierda mi alegría.” [La linterna mágica, 1987]

 

          Chesterton ha dicho lo mismo a su manera: en el fondo, el pesimismo que toda modernidad desarrolla (al grado de que sólo parece serio aquello que revienta significados y revuelca sentidos) es, a fin de cuentas, “el reconocimiento del hecho de que no es posible escribir con tiza más que en un pizarrón negro”. Antonio Porchia lo dice a su manera: “Un alma santa no nace de un paraíso; nace de un infierno”.

          Una visión similar se halla en Tomás Segovia, cuando nos hace recordar que aun la poesía más desgarradora o terrible es una forma de la luz: “La suma de luz y oscuridad es luz en sí misma”, afirma Segovia en primera instancia, y luego: “Aun cuando la poesía dice que No, por ser lenguaje y por ser poesía, está diciendo que ”.

          Hay una ley muy antigua que liga a la fe con la desesperación y la angustia (estos son los verdaderos escenarios de los relatos bíblicos centrados por ese Dios al que no se ama sino se teme). De tanto en tanto, ciertos rebeldes rompen esas tablas de la ley con una especie de deseo, de esperanza insobornable que no parece alimentarse sino de sí misma.

          Desde luego, lo último que quiere Chesterton es entrever a ese anarquista con olor de herejía, por más que lo admire, puesto que no puede negar que para el propio Chesterton lo esencial son las tablas de la ley. No en balde en una de sus más enojosas frases, hablando acerca de las hermanas Brontë y llevado por su inquebrantable fe católica, afirma: “La virtud de ser tímido es el primero y el más delicado de los poderes del goce. El temor de Dios es el principio de todo placer”.

          Chesterton era un converso al catolicismo en un país protestante; este elemento es esencial en su obra, aun en las partes que podrían parecer menos relacionadas con la religión: hable de lo que hable, en el fondo trasluce una forma de catequesis. Sin embargo, a la vez lo suyo era revelar caminos que, aunque lejanos del propio no eran menos reales, por ejemplo cuando dice de William Morris: “Parecía creer realmente que los hombres pueden disfrutar de una felicidad perfectamente monótona. No tenía en cuenta las posibilidades inexploradas y explosivas de la naturaleza humana, los terrores innombrables y las aun más innombrables esperanzas”.

          Chesterton sólo destaca lo imprevisible cuando conviene a su ataque de lo previsible en Morris (éste le interesa menos como artista que como símbolo de una época de culto a la belleza vacía), pero su honestidad intelectual lo lleva a poner en la mesa el territorio al que menos podría defender: el de las posibilidades inexploradas. Por eso cuando apostrofa al “elemento anestésico de la época victoriana”, se ve en la necesidad ética de apuntar: “se necesita un agudo esfuerzo de la imaginación para percibir un mal que nos rodea completamente”. La imaginación de Chesterton no se detiene tras apoyar los propósitos doctrinales o católicos: su genio estriba en no ocultar las implicaciones restantes, en seguir adelante, en no acallar ese territorio al que menos puede conocer debido, precisa y paradójicamente, a su erudición al respecto: el de una fe sin ley: las “posibilidades inexploradas y explosivas de la naturaleza humana” (los terrores innombrables y las aun más innombrables esperanzas).

          Chesterton detectó en Byron a un hermano espiritual, y de ahí que el pesimismo byroniano lo indignara al grado de definir al autor de Don Juan como alguien que “tenía tan poco conocimiento de sí como jamás lo ha tenido un hombre inteligente”. Al hacernos conocerlo, Chesterton devela el desgarramiento de Byron como una forma de la plenitud e incluso de la felicidad (freude) que éste mismo no supo reconocer como tal. Al mismo tiempo, es posible que el propio Chesterton no supiera reconocer en sí mismo un idéntico desgarramiento cuyo único nombre posible sería fe sin ley.

          La fe —es necesario reiterarlo— no nace de la certeza sino de la duda. Para Byron la duda es incluso el clímax, el punto más alto de la fe en el ser humano. Y es que la duda alimenta a la fe, la mantiene viva. Si fuera una certeza absoluta, su nombre sería santidad, y ésta, como es bien sabido, resulta muy infrecuente (Chesterton la persigue de mil modos distintos, seguro de que, sin una duda profunda, existencial, arquetípica, la fe se convierte en el mausoleo de sí misma). En todo caso, sea en el feliz desgarramiento de Byron o en la desgarrada alegría de Chesterton, quizás la fe sin ley sea la primera y última sostenedora del fenómeno humano.

 

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[Leer Creer (XVII).]

 

 

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