jueves, 25 de agosto de 2022

Creer (XVIII)

DGD: Postales, 2022.

 

 

Mucha gente ignora lo que cree. El acto del pensamiento con que se cree una cosa no es el mismo que aquel con que se conoce la creencia.

René Descartes

En el Dios al uso que me enseñaron no encontré al que esperaba mi alma; necesitaba a un Creador y me daban a un Gran Patrón; los dos eran uno, pero yo lo ignoraba; yo servía sin calor al ídolo farisaico y la doctrina oficial hacía que se me quitaran las ganas de buscar mi propia fe.

Jean-Paul Sartre: Las palabras

 

La buena fe

 

En los primeros siglos del cristianismo surgió un conjunto de disputas teológicas sobre la verdadera naturaleza de Cristo; la argumentación más polémica puede resumirse en la creencia de que sus sufrimientos fueron aparentes y su forma humana una ilusión. A esta tendencia, considerada herética por la iglesia, se le llamó docetismo, y para atacarla los teólogos ortodoxos usaron una variante del prorsus est credibile, quia ineptum est (“se cree precisamente porque es absurdo”) de Tertuliano, en la que éste acumula las paradojas bajo las siguientes fórmulas: “El Hijo de Dios fue crucificado: no hay vergüenza, porque es vergonzoso; / Y el Hijo de Dios murió: es por eso por lo que se cree, porque es absurdo; / Y fue sepultado y resucitado: es cierto porque es imposible” (Tertuliano: De carne Christi, siglo II).

 

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En más de una ocasión los estudiosos de la Biblia han señalado que la mejor definición de la fe está en el Salmo 91. Ahí se habla de un pacto: la criatura deposita su confianza en una instancia superior que a cambio le otorga abrigo y refugio, lo libra de la “trampa del cazador”, de la “peste destructora”, del “espanto nocturno”, de “la flecha que vuela de día”, y no sólo eso sino que ulteriormente le ofrece salvación y vida eterna. Si este salmo se interpreta literalmente (lo cual no está recomendado por los especialistas pero no por ello deja de ser posible, al menos como punto de partida para más hondas deliberaciones), brota una pregunta: ¿es la fe un pacto y el creer un trueque?

          Sin duda lo es, como lo comprueba el estudioso de las religiones, pero acaso hay otro sentido, que Tomás Segovia revela en una página de sus cuadernos:

 

La confianza, incluso la autoconfianza, es humilde de una manera a menudo incomprendida. Confiar es siempre confiarse, tener fe (con-fides), abandonarse, abrirse, depender. La autoconfianza cuando es pura siempre enamora. A quien confía con pureza y “entrega filial” en que es digno de ser amado, le será dado siempre el amor —no puede negársele. [El tiempo en los brazos, mayo-julio de 1964.]

 

La fe se revierte. Creer en una esfera superior tiene como primer resultado afirmar la existencia de la esfera “inferior”. Con-fides actúa en ambos sentidos: quien otorga su confianza se abandona, se abre, depende, pero no sólo de lo exterior macrocósmico sino de lo interior microcósmico. La única condición es la pureza y la “entrega filial”: no sólo al universo sino a sí mismo. Quien cree en este sentido se vuelve padre de sí.

 

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En el ensayo “On Faith” (1838), Coleridge escribe: “La fe puede definirse como la fidelidad a nuestro propio ser, en tanto que ese ser no es ni puede llegar a convertirse en objeto de los sentidos”. Quizás la primera inferencia de esto es que el hombre emplea su libre albedrío y decide ser fiel a aquello que intuye como su esencia: a lo que de sí mismo no puede percibir, como el ser. Coleridge, poeta y filósofo, y también gran soñador y hombre de fe, ofrece un ejemplo en el territorio de la ética religiosa:

 

Soy consciente de algo dentro de mí que me ordena perentoriamente que haga con los demás lo que me gustaría que hicieran conmigo; en otras palabras, un imperativo categórico (es decir, primario e incondicional); la máxima (regula maxima, o regla suprema) de mis acciones, tanto internas como externas, debe ser tal que yo, sin que de ello resulte en contradicción alguna, pueda querer que sea la ley de todos los seres morales y racionales.

 

Pero Coleridge no puede ignorar que ese “ser fiel a lo invisible” está no sólo en el origen de las religiones sino de las filosofías, las mitologías, las doctrinas políticas y sociales e incluso de las ciencias, y a fin de cuentas, de todo sistema de pensamiento. Y puesto que en esta amplia gama no hay más que sistemas contrarios entre sí, ¿la elección de una fe depende, pues, de la autoridad que la respalda?, ¿es la fidelidad menos formada desde dentro (intuición, sentimiento) que condicionada desde fuera (razón, ideología)?

 

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Podría, en todo caso, preguntarse: ¿hay realmente una ética, y ni siquiera una moral en la fidelidad a uno mismo? El lado oscuro es bien delineado por Lord Byron en su Don Juan; ahí Byron alude al uso más corriente de la buena fe: “Todas las primaveras hacemos un proyecto de reforma de nuestras vidas, que olvidamos al siguiente mes. Aunque hayamos violado con frecuencia los castos votos, ha sido siempre con la confianza de que los cumpliríamos, y en verdad, es la buena fe la que nos empuja en nuestros propósitos de ser más prudentes en el próximo invierno”. El trasfondo sardónico del Don Juan tiene en Byron un regusto filosófico, e incluso de autocrítica: la mala fe con la que la naturaleza humana trata a la buena fe.

 

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En cuanto a la fidelidad, Segovia hace un apunte impactante: “El alma es un lugar prometido y por lo tanto es sagrada: no nos pertenece”. Este es el modo en que desglosa esa intuición:

 

Como todas las imágenes míticas, nuestra alma mítica encarna en la vida pero no es la vida, y la vida, nuestra vida, se explica por ella pero no se define por ella. El mito instantáneo o degradado tiene sin embargo un modo de existencia efectiva y plena en la vida concreta: la fidelidad (fides). Los fieles de una religión, del cristianismo pongamos por caso, viven la vida de Cristo no porque efectivamente se transformen, del todo y de una vez, en Cristo, sino porque son fieles a Cristo y esa fidelidad establece un paralelismo entre su vida y la de Cristo, mientras que los “infieles” se mueven fuera de esa referencia; del mismo modo, cada uno en su vida concreta puede ser fiel o infiel a su alma, según una polaridad que puede incluso luego, en el plano psicológico, expresarse en gradaciones diversas. [El tiempo en los brazos, sept. 13 1964.]

 

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Creer es pactar con algo, mostrar fidelidad a una determinada instancia a la que Segovia llama “alma”. C.S. Lewis se propuso subrayar el hecho de que el adulto, cuando otorga su fidelidad a lo que sea, no cree en ello del mismo modo en que los niños creen en los cuentos de hadas y son fieles a ellos. Podría decirse que a través de personajes (el héroe, la bruja, la princesa) los niños muestran su fidelidad a una cierta forma de realidad que parece pertenecerles más que lo cotidiano. En términos metafóricos, Lewis equipara al niño con la buena fe y al adulto con la mala; ¿en qué punto de la vida individual y ante cuáles estímulos aquélla se transforma en ésta?

 

[Leer Creer (XIX).]

 

 

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