miércoles, 5 de octubre de 2022

Creer (XXII)

DGD: Postales, 2022.
  

Creer porque se tenga interés en creer es una prostitución del alma.

Henri Barbusse

 

El villano es siempre el otro

 

Las guerras sólo son posibles si cada bando se cree el “bueno”, el que tiene la razón, el elegido para restaurar el equilibrio, la justicia, el orden y el “bien”. Es una cuestión, pues, de honda creencia autoinferida. No hay bandos que se reconozcan como los malos, los villanos, los que deben ser vencidos por cualquiera que tenga una pizca de la más elemental coherencia. No hay fascista que diga “soy fascista” (fuera de Mussolini y su cohorte). No hay malvado que diga “soy malvado”, y mucho menos existe un villano que exclame la verdad más profunda de todo villano, que podría enunciarse de este modo: “Represento al mal, mi única meta es la destrucción, la vejación, la búsqueda del poder, carezco de toda moral, de cualquier consideración humanitaria, detesto a la humanidad y me avergüenzo de ser parte de lo humano, he hecho una religión del odio y sólo espero que, cuando ya no quede nada ni nadie a quien odiar y destruir, pueda odiarme a mí mismo lo suficiente como para desaparecer por fin con una satisfacción total por haber alcanzando la única venganza posible”. En este panorama, el mal no es otra cosa que una creencia radical.

          (Si el mal es una creencia radical, en la balanza dialéctica igualmente radical debe ser el bien. ¿Por qué entonces el mal en tanto creencia radical se practica en todas partes todo el tiempo, mientras que la correspondiente creencia en el bien casi nunca es radical?)

 

 

Equilibrio/desequilibrio

 

En la cultura occidental dominante se sobreentiende lo que significan las nociones de equilibrio y desequilibrio, respectivamente asociadas con el bien y el mal. “Equilibrio” alude a la paz, la justicia, la solidaridad, la coherencia, el progreso, mientras que “desequilibrio” implica lo contrario. Pero lo esencial es que todo nos invita a asociar al equilibrio con lo utópico —en el sentido de ilusorio—, y al desequilibrio con el realismo o incluso la realidad.

          Lo mismo sucede con el acto de creer. Minuto a minuto los media presentan al mundo en un desequilibrio permanente en el que sólo son posibles pequeños y fugaces simulacros de equilibrio. (Es la esencia misma del lema primordial de Hollywood: Make believe, condescendientemente interpretada como la capacidad de crear universos creíbles pero que literalmente significa “Hacer creer”.) Es como si los medios de comunicación temieran superlativamente a aquella piedra de molino en torno al cuello con la que el Evangelio amenaza a aquel que destruya la fe de las criaturas.

 

 

Creencia e iluminación

 

Podría volverse a aquella frase lapidaria: “Yo no creo, yo ”. Lo que aparece aquí es el móvil último del creer: el miedo; quien sabe, se ha deshecho del miedo, lo ha conjurado. Primera ley: saber es lo opuesto a creer. Pero además se infiere que el hombre no es consciente de todo lo que está creyendo. ¿La iluminación ulterior correspondería a saber todo lo que se cree? Y por ese camino nace otra pregunta: ¿la iluminación consiste en saber todo lo que se cree para abrazarlo en conjunto o para rechazarlo en bloque? ¿El hombre cree en todo para llamarse hombre?, ¿o no cree en nada y si no se disuelve es porque cree en la iluminación (creer en nada)?

 

 

El espacio liberado y la fe

 

1. A todos nos sucede. Abrimos distraídamente una alacena en busca de un objeto específico y una de nuestras manos ya se adelanta a tomarlo aun cuando la vista no ha comprobado que en verdad está ahí. Ese gesto de la mano es un acto de fe. El hecho de que el objeto esté ahí, en orden con los demás objetos, es algo “natural”. Si no estuviera ahí, si por alguna incalculable circunstancia nuestra mano se encontrara con un vacío, una ausencia en vez del objeto buscado, esto sería algo sobrenatural; entonces y sólo entonces la distracción (buscamos algo pensando en otra cosa, por ejemplo el uso al que destinamos ese objeto, el proceso en conjunto) daría paso a una atención sorprendida y hasta indignada (¿quién lo movió, cómo es posible que no esté en su lugar?). La naturaleza para nosotros es ese orden preestablecido e inamovible. La fe es lo natural.

 

2. Alargamos la mano, o mejor dicho, la mano se alarga por sí misma, en un acto de fe (ya no importa tanto el añadir “laica” o “religiosa”, porque en ese nivel de lo profundo no hay acaso distinciones). La mano espera que el objeto esté ahí tanto como el dueño (¿dueño?) de esa mano espera que el mundo esté ahí cada mañana al despertar. Por ello la repentina ausencia del objeto al que se busca (convocado por la fe, podría decirse) es una ruptura tan grande e implica un enfoque súbito de toda la atención: las fes son concéntricas y esa pequeña ruptura al orden implica una gran ruptura al orden cósmico general. Si el objeto no está ahí, si no responde al llamado, si su presencia no se encuentra “a la mano”, todas las fes —y no sólo esa— han sido amenazadas.

 

3. Quien haya tratado de “hacer espacio” en un armario o en una habitación reconocerá una experiencia casi metafísica: por más que se deshace de cosas y de ese modo libera anaqueles o alacenas, nunca hay suficiente espacio “liberado”. Cuando uno trata de llenar el nuevo espacio con una cantidad equivalente de cosas, con estupefacción se da cuenta de que ahí cabe mucho menos de lo que sería “lógica” o “prácticamente” previsible. Sucede que las cosas se hallan en un orden tan cerrado y compacto, que cuando notan espacios nuevos a su alrededor parecen expandirse y cubrir los huecos, de tal manera que lo que se desecha nunca corresponde a lo liberado. El espacio disponible no parece equivalente a la cantidad de cosas que albergaba, acumuladas y apiladas por el tiempo y la costumbre. Esto es perceptible en las mudanzas, cuando al transportar muebles y objetos y tratar de acomodarlos luego en un espacio similar surge la pregunta: ¿cómo es que cabía tanto ahí?

 

4. Lo mismo sucede con las ideas: cuando decimos “cosas” creemos estar aludiendo sólo a lo material, pero es sobre todo a lo inmaterial a lo que pertenecen las cosas: lo invisible, lo intangible, lo abstracto, lo mental. Por eso es tan arduo “cambiar de ideas”. La conversión (en sentido religioso) sólo se da tras un impacto considerable, un cataclismo de dimensiones trascendentes. Los órdenes están formados por lo compacto y por la inercia, y el acomodo en alacenas y habitaciones es el reflejo de la forma en que se acomodan los pensamientos, las sensaciones, las percepciones. En todo hay una fe, y ella es un conservadurismo: no permite liberaciones de espacio, ni de tiempo, no quiere ser “movida”, y menos “removida”. Si es movida se expande para llenar porque también odia los vacíos. La fe, sea cual sea su “naturaleza”, no cree en otra cosa que en sí misma. (La fe que mueve a una montaña pertenece a la propia montaña, no a quien cree moverla con la fuerza de su convicción.)

 

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[Leer Creer (XXIII).]

 

 

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